El universo encerrado en la palabra “cosa” es amplio e inagotable. Un sinfín de quehaceres (“tengo que hacer otra cosa”), una extensa gama de situaciones (“se trata de otra cosa”), una cadena de preguntas (“¿qué cosa traes entre manos?”), una serie de vivencias no bien definidas (“no hablo de esa cosa, me refiero a otra cosa”) y algunas viejas y no tan viejas ideas, como considerar cosas a los esclavos, son parte del interminable universo de los objetos.
Ese universo carece de fronteras. Las cosas que dotan de vida a la vida, lápices, tazas, hilos y discos, son parte fundamental del ser humano. Esos elementos moldean innumerables recovecos de la cotidianidad. Los quehaceres y los días están constituidos por cosas. Boris Vian, en su obra maestra, La espuma de los días, lo explica bien: “No son las gentes las que cambian, sino las cosas.” Las cosas miran, diría el poeta. Las cosas nos construyen, clamaría la vida.
¿Tienen vida las cajas de madera, los encendedores, las macetas o los zapatos? Temprano, en la mañana, nos rodeamos de cosas: jabones, cepillos, papeles infinitos, monedas en el escritorio, clips, etcétera. Al caer la noche, otras cosas nos aúpan: el vaso con agua en el buró, las pantuflas descosidas, los lápices sin punta. Las cosas guardan, a pesar de sus enormes diferencias, semejanzas: son enseres de la vida y para la vida. No hablan pero tienen lenguaje; pasan desapercibidas pero ahí están; no son imprescindibles pero sin ellas la vida se estanca. Buena parte de los días depende de esas cosas (las de siempre) y de otras cosas (las ocasionales).
¿Hablan la piedra del lago, la primera carta recibida, la manta de Guatemala, la fotografía de Xilitla? Verlas evoca palabras, palparlas detona recuerdos y una cascada ilimitada de vivencias. Esa cascada reverbera en la mente, circula en la memoria. Aunque las cosas no hablan, tienen lenguaje. Quien las mira, rememora; quien las toca, las dota de ideas y palabras.
A pesar de la universalidad de las cosas y de la constante alusión a ellas, su esencia se cuestiona. El Diccionario de la lengua española ofrece varias acepciones de cosa. Entresaco dos: 1. Todo lo que tiene entidad, ya sea corporal o espiritual, natural o artificial, real o abstracta. 2. Objeto inanimado, por oposición a ser viviente. Menudo brete entender las ideas propuestas por la Real Academia Española.
La primera acepción no es clara. Permite suponer que todo es una cosa: entre lo corporal –una pierna– y lo espiritual –una oración–, todo cabe. Entre lo natural –una planta– y lo artificial –una planta de plástico–, todo entra. Entre lo real –el lápiz– y lo abstracto –un deseo–, nada queda fuera. Esa amplitud y complejidad se debe, en parte, a la palabra entidad: “Ente o ser”, explica el diccionario, y agrega: “lo que constituye la esencia o la forma de una cosa”. Es decir, todo. Esa es la razón por la cual en algunas haciendas de Latinoamérica a los trabajadores, quasi esclavos, se les considera cosas.
La segunda definición abre un abanico de posibilidades infinito: todo lo que carece de vida es un objeto. Pero sin computadoras, ataúdes, automóviles y todo lo que no tiene vida “palpable” –objetos inanimados–, la vida ni camina ni sigue. Dependiendo del uso y de la necesidad que cada persona haga de ellos, los objetos tienen “su dosis” de vida.
No en balde repetimos, muchas veces al día, la palabra “cosa”. Por lo mismo, algunos diccionarios de filosofía –cosa que no sabía hasta que me aboqué a escribir este artículo– dedican una entrada a la palabra cosa. En uno de ellos (Diccionario de filosofía, de J. Ferrater Mora) se dice, por ejemplo, que agua y arena son cosas. Se debate también si acaso persona y cosa son lo mismo, idea desechada en otro diccionario, donde se explica, siguiendo a Kant, que, al carecer de derechos y deberes, las cosas solo son un medio para quienes se sirven de ellas, a diferencia de las personas, las cuales, por tener derechos y obligaciones, no son cosas.
Mientras escribo estas líneas observo y toco cosas. Puro y cenicero, goma y papel, disco y música. Cosas de uno. Cosas cuya esencia invita a que las palabras hablen de ellas y de uno. Al igual que el lenguaje, las cosas permiten habitar el mundo.~
(ciudad de México, 1951) es médico clínico, escritor y profesor de la UNAM. Sus libros más recientes son Apología del lápiz (con Vicente Rojo) y Cuando la muerte se aproxima.