Discrepancia

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Bernard Lewis comenzó a impartir clases sobre el Oriente Medio en 1938, cuando el Oriente Medio estaba lejos de convertirse en el polvorín teológico-político que es hoy. Desde entonces, con el solo paréntesis de la Segunda Guerra Mundial, ha dedicado su vida a estudiar el mundo musulmán en todas sus facetas, primero en la Universidad de Londres, en su nativa Inglaterra y, a partir de 1974, en la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey.
     En la revista Vuelta, Octavio Paz y sus colaboradores no fuimos indiferentes a la vuelta histórica —la revuelta— del islam. La vimos con una suerte de fascinación y temor. En el ámbito espiritual, parecía una crítica necesaria a la vacuidad posmoderna y una reafirmación del misterio de la condición humana, pero representaba también, en lo político, una peligrosísima reaparición del virus totalitario por una vía aún más profunda que la ideología: la religión. Para arrojar luz sobre el tema, en 1982 publicamos un ensayo de Bernard Lewis que se haría justamente célebre: “El retorno del Islam”. (Vuelta 64, marzo de 1982). Partiendo de la centralidad y universalidad del factor religioso por sobre cualquier otro (étnico, nacional, ideológico) en la identidad colectiva de los países de Oriente Medio, Lewis hacía un cuidadoso recuento de los sucesivos y crecientes movimientos radicales islámicos del siglo XIX y XX, y sostenía que el islam podía convertirse en una fuerza política de considerable alcance por poco que apareciese un poder capaz de galvanizar al pueblo adepto: “El islam es en principio una religión de poder y es justo y normal, dentro de la concepción musulmana del mundo, que el poder sea detentado por ellos y sólo por ellos […] hay que recordar que la comunidad islámica está todavía por reponerse de la época traumática en la que los gobiernos y los imperios musulmanes fueron derrocados —y los pueblos del islam sometidos— por la fuerza a la autoridad de extranjeros impíos.”
     Lewis fue un profeta respetado pero desoído, incluso cuando publicó ese texto que se tradujo a varios idiomas. De pronto, el 11 de septiembre de 2001 (día en que comenzó el siglo XXi) su nombre resonó en los medios de muchos países. Esta súbita celebridad entrañaba una paradoja: con algunas excepciones, los medios académicos de Occidente (sobre todo en Estados Unidos) habían derrochado recursos en el estudio de la Unión Soviética con la consigna de “conocer al enemigo”, sólo para darse cuenta que la Guerra Fría (que, por fortuna, nunca estalló) había sido a fin y al cabo una lucha interna de Occidente y que una amenaza mayor, inadvertida en medios académicos y de inteligencia, había crecido a la sombra del mundo islámico. Lewis, conocedor de la cultura islámica (de su literatura y sus artes, de su historia y su sociedad), vio con claridad esa tendencia inquietante. Además de excelente traductor de textos clásicos, había publicado una veintena de libros, impartido innumerables cursos y dirigido varias tesis. El reconocimiento como scholar lo tuvo siempre; la reivindicación como profeta del desastre le llegó tarde y él, por supuesto, habría preferido no recibirla.
     Una sofocante mañana de agosto viajé al campus de Princeton a conocerlo. Hablamos en su pequeño cubículo del Jones Hall, rodeados de edificios de estilo medieval. Lewis es un hombre suave, cortés y reservado. Un inglés en tierra yanqui. No ha perdido la pronunciación ni la ironía. Me intriga su vocación, el estudio amoroso de una cultura que de pronto se vuelve contra la propia (la cultura de quien la estudia, en el sentido de una frase macabra que circuló alguna vez en el mundo musulmán: “Primero la gente del sábado, después la del domingo”). Le pregunto cómo se interesó en los estudios árabes, pero ataja la vía biográfica: “Prefiero no personalizar.” Su vida son sus libros y sus ideas. Ellas son la sustancia de nuestra conversación.

Enrique Krauze: Si usted hubiera tenido lectores más atentos y pertinentes en Occidente, quizás el conflicto que vivimos se habría previsto —o al menos se habría visto— de manera distinta. Allí estaban todos los avisos, aun antes del arribo de Jomeini. Pero me interesa saber algo sobre sus lectores en los países árabes.
     Bernard Lewis: Varios libros míos se han traducido al árabe y al persa; se han publicado en países árabes y en la República Islámica de Irán. Hace algunos años escribí un libro sobre los ashishin [la tribu de cuyo nombre proviene la palabra “asesino”] que se tradujo tres veces al árabe. ¿Qué tan amplio es ese público lector? No hay modo de saberlo. Sin embargo, la cantidad de libros publicados es bajísima. No sé si usted vio el reporte de Naciones Unidas sobre el desarrollo humano. Según ese estudio, la cantidad de libros traducidos y publicados en todo el mundo árabe es extraordinariamente escasa; incluso, comparada con la de los más pequeños países europeos, el número de libros traducidos para todo el mundo de lengua árabe es cinco veces menor que la de los libros traducidos en Grecia. Es casi nula su curiosidad por el mundo exterior.

EK: Al revés de lo que ocurrió en el siglo XIX, y sobre todo en la Edad Media…
     BL: En efecto. Una de las diferencias más notables se encuentra en la ciencia. Durante la Edad Media, el mundo islámico tuvo un avance mucho más amplio que el europeo. Los europeos acudían a las naciones islámicas para estudiar. Traducían los libros árabes al latín. Luego, la balanza cambió. Conforme avanzaba la ciencia, la investigación y el estudio se desarrollaron más en la Europa cristiana y se estancaron en el mundo musulmán. Cuando los europeos estuvieron retrasados, fueron a aprender con los musulmanes, pero cuando los musulmanes se retrasaron no buscaron aprender de los cristianos.

EK: Su libro más reciente, What went wrong?, alude a una falla cardinal en el mundo islámico, una falla en el acceso a la modernidad. ¿Podría referirnos dónde estuvo esa falla?
     BL: Resulta a veces muy difícil desbrozar entre las causas, los síntomas y los efectos. Sin embargo, creo que podemos hacer una lista de asuntos, aunque sea en desorden. Yo diría que la falla principal es el trato a las mujeres. Si se observan las diferencias entre la civilización cristiana y la musulmana, el contraste más notable y dramático entre ambas es el trato dado a las mujeres. Y esto afecta a todos y cada uno de los individuos de una sociedad. Las mujeres constituyen la mitad de la población y son, por supuesto, las madres de la población entera, incluyendo a la otra mitad. La posición de las mujeres afecta pues a todos los individuos. Este dato le va a divertir: en el siglo XVII hubo un embajador marroquí en España que se mostraba sumamente sorprendido por la liberalidad de las costumbres entre las mujeres españolas y la ausencia de los celos masculinos, ¡y era la España del siglo XVII! ¿Se imagina lo que habría dicho de Versalles, por ejemplo? Ahora bien, como problema de tránsito a la modernidad fue visto por primera vez, que yo sepa, a mediados del siglo XIX, con un artículo de un escritor turco —en 1867 si no mal recuerdo— en el que se decía que el principal motivo de su retraso era el trato que daban a las mujeres. Luego se extiende sobre el asunto y termina con una metáfora sorprendente: dice que, comparada con Occidente, su sociedad era como un cuerpo humano paralizado de un lado, un hemipléjico. Una estupenda imagen. De modo que, si buscamos una causa en particular, creo que ésta es: si bien no la única, sí la primordial.

EK: Otra, según se desprende de sus libros, es la relación entre la religión y el Estado, la difícil secularización en ese mundo sacralizado.
     BL: En efecto. Es algo que los musulmanes jamás han puesto en tela de juicio.1 Hay acaso una explicación. Todas sus guerras religiosas se libraron contra enemigos no islámicos, los infieles de la “Casa de la guerra”. En cambio, los cristianos hicieron guerras de religión en contra de otros cristianos. Y ahí están las conflagraciones de la cristiandad: primero entre católicos y ortodoxos, luego entre católicos y reformadores protestantes. Cientos de años en guerras, hasta que al fin dijeron: “Basta, tenemos que hacer algo.” Y surgió la idea de la separación entre la Iglesia y el Estado, para proteger al Estado de las interferencias religiosas y a la Iglesia de la interferencia estatal. Pero los musulmanes no tuvieron que hacer esta distinción porque ni siquiera se plantean la cuestión. Si hace siglos alguien hubiera propuesto a los musulmanes la separación entre la Iglesia y el Estado, ellos habrían respondido que ése era un remedio cristiano para una enfermedad cristiana y que no es un problema que les incumba.
     EK: En Islam and the West, usted sostiene la necesidad de un remedio cristiano para una enfermedad universal. En su Tratado teológico político (1670), Spinoza dijo al respecto que “un gobierno no debe prescribir a cada uno lo que debe aceptar como verdadero y rechazar como falso, y las creencias que cada uno debe profesar para satisfacer el culto de Dios. Todas estas cosas son el derecho propio del individuo que aunque quisiera enajenarle no podría”.
     BL: Sí, allí está el origen.

EK: Pero entonces, ¿cómo explicarles la necesidad del remedio? Los más liberales entre ellos ¿entienden el problema?
     BL: Claro que sí, con frecuencia. Particularmente en Turquía y en Irán. Ambos son estados soberanos y nunca han sido gobernados por poderes externos, de modo que para ellos los temas del imperialismo y del nacionalismo carecen de importancia. Fueron gobernados por compatriotas turcos e iraníes y, por tanto, pueden ir directamente a sus asuntos internos sin distracciones ni intervencionismos externos. Son estados soberanos de tiempo atrás. Por eso creo que el pensamiento más claro y las discusiones más francas se pueden dar con los turcos y los iraníes. Entre ellos han discutido estas cuestiones y han llegado a dos respuestas. La turca es la de la separación entre el Estado y la religión, la libertad de las mujeres y la adopción del sistema democrático; la otra, la solución dada por los actuales gobernantes de Irán (porque yo no la llamaría solución iraní), es exactamente la contraria. Los turcos dijeron: “Necesitamos modernizarnos más”; los iraníes: “Padecemos un exceso de modernización. Nos hemos dejado llevar por el corrupto Occidente, hemos abandonado nuestra civilización y necesitamos restaurarla” —y esto aparece en distintas formas: la de Bin Laden, la de Jomeini, etcétera: una serie de versiones que ahora, de manera no del todo adecuada, llamamos fundamentalismo.

EK: En su ensayo “Coexistencia religiosa y secularismo”, usted parece trazar un perfil histórico del islam como una religión relativamente tolerante, de estructuras horizontales, no jerárquicas. ¿Cómo explicar, entonces, la exacerbación de actitudes intolerantes en el islam?
     BL: Es mucho más sencillo ser tolerante cuando se está arriba. Hay quienes gustan de hacer la comparación entre la Guerra Fría del siglo XX y la confrontación entre Europa y el Imperio Otomano. Y, en varios sentidos, es una comparación pertinente, pero lo principal es que, en aquel entonces, el desplazamiento de los refugiados era siempre desde la cristiandad hacia el islam, y nunca en sentido contrario. Y no sólo los refugiados judíos sino muchos cristianos: católicos, protestantes, ortodoxos que huían de unos gobiernos que los consideraban falsos cristianos. Aquel imperio fue tolerante mientras se sentía fuerte y seguro. Pero no nos equivoquemos. Hay quienes juzgan que aquellas épocas fueron una suerte de moderna utopía en la que cristianos, musulmanes y judíos convivían en armonía y total cooperación. No es eso lo que sucedió. Hubo tolerancia, es cierto, y la tolerancia es mucho mejor que la intolerancia. Pero entendamos lo que significa la tolerancia: significa que te voy a otorgar algunos, pero no todos los derechos y privilegios de los que yo disfruto, y esto bajo la condición de que te comportes según las leyes que yo imponga. Ésa me parece una definición aceptable de tolerancia. No es, por supuesto, una práctica aceptable según las ideas democráticas modernas, pero era infinitamente mejor de lo que había en la mayor parte de Europa.

EK: Comprendo: un marco de derrota, repliegue e inseguridad propicia la intolerancia. Pero avancemos, ¿dónde ubica usted, en tiempos modernos, el retorno del islam, el momento o la situación en que la intolerancia latente se volvió beligerante?
     BL: Me resulta muy difícil señalar una fecha precisa, pero diría que el verdadero movimiento se hace evidente y poderoso ante la percepción de los Estados Unidos, país frente al cual sienten los musulmanes no tanto odio ni miedo sino desprecio. Juzgan que los americanos se han vuelto blandos, degenerados, mimados; que su cultura es hedonista y destructiva. Y por lo tanto, peligrosa. Cuando Jomeini llama “gran Satán” a los Estados Unidos, no quiere decir que Satán sea un conquistador, ni un imperialista, ni tampoco un explotador económico, sino un tentador. Eso es lo que indicaba Jomeini. Y, en un sentido, tenía razón. Sabemos que en Irán las antenas parabólicas están prohibidas, pero mucha gente las consigue, sobornando a los guardias, a la policía; y tengo entendido que, actualmente, el programa más popular en Irán es “Baywatch”. Ellos perciben a los Estados Unidos como débiles y degenerados; dicen que huyeron de Vietnam, de Irán y de Somalia, y que cuando les volaron las embajadas americanas en África oriental no hicieron nada. Y puede hallar esto explícitamente dicho por Bin Laden y por otros: los norteamericanos se volvieron blandengues. Pégales y huyen: tal es la percepción.

EK: Usted ha escrito que, en el islam, la “ortopraxis” es más importante que la ortodoxia. Es decir, los dogmas tienen una rigurosa traducción en la vida cotidiana. ¿Cuál es el lugar de la guerra en esa ortopraxis?
     BL: De acuerdo con la Santa Ley, existen cuatro clases legítimas de guerra. Las demás están prohibidas. Se puede declarar una guerra contra los infieles, contra los herejes, contra bandidos y contra los rebeldes. Las guerras contra los infieles no musulmanes y contra los herejes —que son incluso peores, por haber abandonado el islam— cuentan como guerra santa; las otras son guerras legítimas, pero no califican como santas. Ahora Occidente sigue siendo la “Casa de la guerra”. Y Bin Laden y sus semejantes han declarado la guerra también a los actuales gobernantes del mundo islámico, porque los ven como herejes.

EK: Un aspecto perturbador de esta guerra es el del martirio ligado al suicidio. ¿Puede usted decir algo al respecto, dentro de la tradición islámica?
     BL: Uno debe distinguir entre la teoría y la práctica. En teoría, la religión cristiana es pacifista. A los cristianos se les ordena poner la otra mejilla, amar a sus enemigos, etcétera. Los musulmanes no tienen mandamientos semejantes. Nada en el Corán, ni en las tradiciones primitivas, indica que los musulmanes deban amar a sus enemigos; tampoco ponen grandes expectativas en las palabras de Isaías, de cuando llegue el tiempo de fundir las espadas en azadones y las lanzas en hoces.2 No tienen ninguna esperanza semejante. Al contrario: el Corán habla muchas veces de guerra y de aniquilamientos. Pero cuando se lo mira en términos prácticos, lo que de hecho sucede en el mundo occidental no difiere gran cosa. A pesar de su catecismo y de la doctrina, la sociedad cristiana es bastante belicosa. Más hacia su interior que hacia afuera. Por eso diría que la perspectiva islámica no es más beligerante que la cristiana; es simplemente más pragmática, más acorde con la realidad. Ahora bien, la doctrina de la guerra santa es importante, en tanto que se trata de una obligación religiosa meticulosamente regulada, y los libros sobre la guerra santa suelen ser muy precisos sobre qué métodos son permisibles y cuáles no, qué armas son permitidas y las que no lo son, etcétera. Hablan del trato a los civiles, a los niños: son en verdad reglas muy elaboradas las de las leyes de guerra, desde los más antiguos textos religiososislámicos. El caso específico del suicidio está expresamente prohibido por la ley islámica. Y no sólo prohibido sino visto como pecado grave. El castigo para el suicidio es la condenación eterna. Incluso aunque haya vivido una vida de irrefutable virtud y se hubiera ganado diez veces el Paraíso, el suicida irá al infierno. O sus bienes se perderán. Y aún más: de acuerdo con las enseñanzas tradicionales, el castigo que el infierno depara al suicida es la eterna repetición del acto del suicidio. Si se ahorcó, una asfixia eterna; si se envenenó, una pócima fatal e inagotable, y de ahí en adelante. Eso dice la tradición. Sin embargo, la idea de marchar hacia una muerte cierta en perjuicio del enemigo no es la misma que la del suicidio. Eso está permitido. La pregunta se planteó, y se adujo que sí, que es permisible marchar hacia una muerte segura cuando se enfrenta a un enemigo mucho más poderoso, si con ello se beneficia la causa. Si la muerte viene del enemigo y no de propia mano; pero en caso de ser por propia mano, el infierno es inevitable.

EK: Aunque hubo actos suicidas en la guerra entre Irán e Irak, y episodios aterradores como el de los “niños de la llave” —que enviaban los iraníes a los campos enemigos para detectar minas (provistos de una llave para abrir el cielo en caso de topar con una mina)—, creo que hay un salto cualitativo en nuestros días: ¿cuál es la raíz en la actitud del moderno suicida, del shahid?
     BL: Shahid es una palabra árabe que significa mártir, es decir, “testigo”. En la idea que tienen los judíos y los cristianos, el martirio consiste en aceptar la tortura y la muerte antes que abjurar de la propia fe. Para los musulmanes, el martirio significa morir en la batalla. La justificación que aducen para los actos suicidas es reciente. Lo de morir en la batalla viene de atrás.

EK: Toquemos, por un momento, el terrible, acaso insoluble conflicto entre israelíes y palestinos. Al margen de las indudables justificaciones de ambos pueblos y sus legítimas aspiraciones sobre una misma tierra, ¿podría esbozar algún elemento de psicología histórica que esté en juego para explicar la actitud árabe frente a Israel?
     BL: Hace poco leí una declaración que me parece esclarecedora. El autor, un palestino, decía que ya era suficientemente malo haber sido conquistados y dominados por el imponente imperio de Occidente, pero acabar dominados y conquistados por un puñado de judíos constituye una intolerable humillación. Creo que, en términos psicológicos, lo que dice tiene verdadero sentido. Hay que recordar que toda sociedad tiene clases inferiores y minorías. Según el estereotipo europeo, la imagen hostil del judío es la del usurero codicioso. Pero no es igual para el musulmán; para ellos, el chiste común contra el judío lo presenta como un cobarde, y por eso resulta mucho más humillante.
     EK: Volvamos al mundo islámico en general. Hay una falta de libertad en esos países, eso es obvio, pero ¿cuál es la acepción de la palabra “libertad” en aquellas culturas?
     BL: El término “libertad” es conocido y usado, pero en el ámbito legal y social, no en el político. En la tradición literaria islámica, ser libre significa no ser esclavo. La institución de la esclavitud existió, desde luego, y libre era el esclavo que dejaba de serlo. Un hombre libre era un no esclavo. Los musulmanes, a diferencia de los europeos, no utilizaban los términos de libre y esclavo como metáfora para designar un buen o mal gobierno, que es como comenzó nuestro uso del término “libertad”. Hasta donde sé, el uso del término libertad en su sentido político comenzó, en árabe, a partir de la llegada de los franceses a Egipto en 1798: lanzaron allí, en árabe, una proclama en la que decían venir en nombre de la República Francesa, basada en los principios de la libertad y la igualdad. En algún lugar de su trayecto extraviaron la fraternidad. Solamente mencionaron la libertad y la igualdad. No tuvo impacto alguno, porque en 1820 aparece un libro muy interesante, de un egipcio que pasó varios años en París, y le dedica varias páginas a esa idea francesa de la libertad. Hace una observación muy sagaz: dice que lo que los franceses quieren decir con libertad es “lo mismo que nosotros decimos cuando hablamos de justicia”. Y tenía razón. En el pensamiento musulmán, y en la práctica, el ideal de un buen gobierno es la justicia. Lo cual significa que las cosas se hacen de acuerdo con la ley y que el gobernante mismo debe acatarla. Ésa es la idea tradicional islámica del buen gobierno.

EK: ¿Qué tan difícil, o qué tan incompatible resulta la democracia con la cultura política del mundo islámico?
     BL: No creo que sea tanto un asunto de cultura política sino de ciertos aspectos de la sociedad. Uno de ellos es la ausencia de lo que se llama sociedad civil. Es un término que actualmente reviste muy diversos significados, así que permítame definir lo que quiero decir por sociedad civil: un cuerpo de personas que se han avenido por propia voluntad. En el fondo de todo individuo subyace una lealtad involuntaria que se debe a la familia o la secta, a la Iglesia o el lugar donde se ha nacido. Entre estas instancias se establecen asociaciones voluntarias, formadas ya por intereses económicos, ya por aficiones o deportes o lo que sea. Las sociedades occidentales están capacitadas para hacer funcionar las fuerzas de esta tremenda red de asociaciones libres que, reunidas, hacen posible una sociedad libre. Una sociedad en la que no hay nada entre las lealtades involuntarias subyacentes y la obediencia total al Estado no puede ser una sociedad libre. Éste es el punto al que quiero llegar: allá no existe esta tradición. Occidente cuenta con una larga tradición de agrupaciones corporativas. En Roma estaba el Senado; en Grecia, varios cuerpos, establecidos mediante elecciones, gobernaron las ciudades. Por doquier hallamos cuerpos colegiados, corporaciones de distintos cuños, después las agrupaciones comerciales y, en fin, resulta que es esto de donde, con el tiempo, surge la sociedad libre. En Medio Oriente, como le dije, la sociedad se desenvuelve entre las asociaciones y lealtades involuntarias de la familia, el lugar de nacimiento…

EK: ¿Con todo, la vida moderna ha llegado de diversas maneras a esos países, por lo menos a través de la información, los cambios tecnológicos. ¿Cuál ha sido el efecto de la modernización económica o material en estos países?
     BL: La modernización, lejos de mejorar las perspectivas de progreso político, las ha empeorado. La modernización hizo dos cosas. Una, fortaleció enormemente el poder del gobernante, que ahora tiene a su disposición todo un aparato moderno de tecnología para vigilar y reprimir, de modo que hasta un gobernante de pacotilla, como Bassar Al Assad en Siria, puede tener más poder que Suleimán el Magnífico o Harún Al Rashid. Lo segundo que trajo consigo la modernización fue la destitución de los pequeños poderes inmediatos. En la sociedad tradicional existían órdenes sociales de toda especie. Había lo que podemos llamar las familias patricias de las ciudades; también una nobleza rural, y organizaciones militares y de religiosos. En el Estado moderno, estos órdenes sociales no resultan ni desplazados ni sus funciones son retomadas por nadie. La modernización tuvo al mismo tiempo dos efectos: fortaleció los poderes soberanos y debilitó o hizo desaparecer todas las limitaciones que antes restringían el poder soberano, de modo que las sociedades actuales son mucho más autocráticas y despóticas de lo que nunca fueron en sus formas tradicionales. Y desde luego, la gente está consciente de esto, y es una de las razones por las que muestran tanta amargura, porque no se equivocan cuando perciben que esto es resultado de la modernización u occidentalización, que en la práctica tienden a ser una misma cosa.

EK: ¿Cuál es el papel del líder carismático en esa estructura de dominación? Un líder carismático podría encabezar la modernización política, la secularización, la introducción de libertades. Fue el caso de Atatürk.
     BL: Ya no tienen necesidad de los líderes carismáticos. La tuvieron, pero ya no tienen ninguna necesidad. Me parece que Nasser y Gaddafi fueron los últimos. Nasser ya murió y Gaddafi ha perdido la cabeza. El carisma es útil en una sociedad donde la gente vota y elige o escoge, o por lo menos sigue de alguna manera a sus líderes. Lo decisivo en estas sociedades es la estructura de poder tradicional…

EK: Y ahora está Bin Laden, el otro polo del carisma
     BL: Exacto, aunque no está a la cabeza de ningún Estado, pero sí, es carismático, sin duda alguna. Acabo de escribir para el Wall Street Journal un artículo en ese sentido. Allí exploro las fuentes de su popularidad. Una es su elocuencia (la elegancia verbal clásica es una virtud muy apreciada en el mundo árabe desde tiempos ancestrales). Por otra parte, Bin Laden es un hombre que abandona sus enormes privilegios para asumir una vida ascética y una misión religiosa. Una especie de Robin Hood del pueblo islámico. Pero, claro, Robin Hood no era un terrorista.
     EK: En alguna parte de su libro Islam and the West refiere usted el miedo centenario de Europa a la invasión musulmana, el miedo antes del sitio de Viena en 1683, que marcó el repliegue del islam. Al leerlo pienso en el miedo actual de Occidente, en particular de Europa, a la presencia islámica en el continente.
     BL: Bueno, conquista no es lo mismo que migración.

EK: Pero, justamente, algunas naciones europeas perciben la migración como una silenciosa conquista.
     BL: No mantengo mucho contacto con lo que sucede en Europa. Pero tengo la idea de que es un asunto que les preocupa cada vez más, y tienen la impresión de que los musulmanes lo han intentado varias veces antes. Los moros en España, los tártaros en Rusia, los turcos en los Balcanes. Ahora probablemente esté sucediendo por cuarta vez, ya no por medios militares sino por vía de la migración. Sé de estas preocupaciones, pero lo que me alarma es la clase de personas que las expresan.

EK: Sí, me parece claro: la derecha extrema en Holanda, Heider en Austria, Le Pen. En fin, es el viejo fascismo europeo, y el antiquísimo rechazo, típicamente europeo, hacia lo otro, hacia los otros. Ayer fueron los judíos, hoy los musulmanes. Por otra parte, conozco la obra de varios intelectuales islámicos, auténticamente liberales y tolerantes, que viven fuera de los países musulmanes, pero ¿los hay adentro?
     BL: Los hay, claro que sí, pero están obligados a tomar una dolorosa decisión: callarse o emigrar, porque los gobiernos de esos países tienen dos enemigos internos: los modernizadores y los fundamentalistas; y de entre ellos, los fundamentalistas son los más peligrosos. Es decir, si Egipto o Arabia Saudita tuvieran elecciones libres mañana, lo más probable es que llegara al poder un gobierno parecido al iraní.

EK: ¿Abriga usted alguna esperanza en la introducción del pensamiento político moderno,como en Turquía? ¿Cuál es el papel de la educación? Hemos leído mucho acerca de lo que sucede en las madrazas: una educación fundamentalista que reproduce y multiplica el desencuentro y el conflicto con Occidente. ¿Es eso lo que buscan?
     BL: El resultado de esa política es la más desafortunada combinación de wahabismo saudita y dólares. El wahabismo es una forma muy radical, que apareció en Arabia en el siglo XVIII. Tuvo algunos seguidores fuera, pero no muchos. Es un culto muy fanático, sumamente intolerante y muy destructivo. Hasta el siglo XX, estaba confinado en la región de Najd, en el norte de Arabia, de donde viene la familia saudí. En el siglo XX sucedieron dos hechos que cambiaron radicalmente las cosas. Uno fue la creación del reino saudí; la casa de Saud gobernaba un grupo de tribus de Najd. En los años veinte fueron conquistando tierras hacia el sur y, poco a poco, terminaron por establecer su reino, que incluía dentro de su territorio tanto La Meca como Medina, las dos ciudades santas. Y adquirieron una enorme autoridad, en su calidad de guardianes de los lugares santos. El otro hecho fue el petróleo. A principios de los treinta, Arabia Saudita comenzó a exportar petróleo. Desde su primer contrato —que si no me equivoco fue firmado en 1933 por Ibn Saud y la Standard Oil de California—, la exportación se ha incrementado enormemente y ha generado una riqueza inconmensurable. Esto da una mezcla de wahabismo, reino saudita y billones de dólares, y el resultado es la amplia diseminación de una versión violenta e intolerante del islam a lo largo y ancho del mundo musulmán: no sólo de los países islámicos, sino incluso entre las minorías musulmanas en los países ajenos a dicha fe. Tengo entendido que, por ejemplo, el noventa por ciento de las mezquitas en los Estados Unidos son financiadas por los wahabíes. Esto es muy peligroso.

EK: No deja de ser extraño que los sauditas, para quienes los negocios con Occidente resultan indispensables, se preocupen por financiar una educación que opera justamente en sentido contrario.
     BL: Bueno, porque tienen la esperanza de apoderarse del mundo en algún futuro.

EK: Pero ¿verdaderamente cree usted en ese designio?
     BL: En realidad no sé si el imperio saudí planea tal cosa, pero ése es desde luego el objetivo wahabí. El primer paso es expulsar a los infieles de las tierras del islam; el segundo es apoderarse de las tierras de los infieles. Los gobernantes de Arabia Saudita están en la cuerda floja. La casa de los Saud es wahabí, pero tiene aperturas hacia Occidente. El equilibrio es precario. Yo personalmente creo que la mayoría de los sauditas prefiere a Bin Laden que a los poderes modernos.

EK: Hemos hablado de la importancia central, universal, de la religión en el mundo musulmán. Pero ¿qué hay respecto de su nacionalismo? ¿Puede operar el nacionalismo como una salvaguarda de Occidente?
     BL: No es particularmente importante. Nosotros pensamos en un país dividido en religiones; ellos, en una religión divida en países. Actualmente el nacionalismo está derrotado. Durante la segunda mitad del siglo XX hubo dos ideologías dominantes: el nacionalismo, que supuestamente traería la libertad, y el socialismo, que debía traer la prosperidad. Ambos han caído en el descrédito. El socialismo por su fracaso, el nacionalismo por su éxito. En 1945, a todo mundo le quedaba claro que el socialismo era la marejada que llevaba al futuro. La Unión Soviética había obtenido gloriosas victorias en Europa oriental; el Partido Laborista inglés había derrotado en las urnas al imponente Winston Churchill, y todos los países árabes practicaban una u otra forma del socialismo; hubo mucha discusión pública en aquellos años: que si debían desarrollar un socialismo árabe, más de acuerdo con sus propias circunstancias; otros decían que no, que debían adoptar el socialismo científico, que era el auténtico. Hoy, creo, todos los árabes dirían que no importa si el socialismo es árabe o científico, que simplemente no funciona y ha dejado tras de sí una serie de economías en ruinas. Todo aquel socialismo no fue sino el enriquecimiento privado por vía de los poderes públicos. Supuestamente, el nacionalismo debía traer la libertad, cosa muy distinta a la independencia. Durante mucho tiempo habían creído que la libertad y la independencia eran una y la misma cosa. No lo son. La independencia, lejos de venir aparejada con la libertad individual, frecuentemente acababa con la poca que tenían bajo los gobiernos imperiales. Muchas veces desembocó en la mera deposición de los mandamases extranjeros para colocar tiranos locales, mucho más hábiles y con menos restricciones para sus tiranías. De modo que en el mundo árabe ambos, el socialismo y el nacionalismo, fallaron y quedaron desacreditados. Ahora la duda consiste en dónde hallar a los líderes nacionalistas árabes: uno busca y no se los ve por ningún lado. Ya no queda nadie como Nasser o el Gaddafi de sus primeros años. No hay liderazgo alguno. Saddam se ha convertido en líder solamente porque personifica la lucha contra Occidente. Osama Bin Laden es lo más parecido a un líder.

EK: Su visión es sombría. En verdad sombría.
     BL: Es una mala situación. Nuestros tiempos son malos tiempos y, de no hacer algo al respecto, empeorarán notablemente.

EK: En este panorama, ¿ve usted algún indicio de esperanza? Y si es así, ¿dónde?
     BL: Bueno, es muy difícil, porque recuerde usted que estos países viven bajo distintos niveles de dictadura, de modo que no hay discusión libre ni pública. Ni en los periódicos ni en revistas como la suya. No tienen nada de eso. Sin embargo, hay algunos indicios. En primer lugar, hoy existe un periodismo árabe fuera de los países árabes, principalmente en Londres y en París, así como en otros lugares. Aunque eso no sea siempre del todo bueno —a veces resulta peor que el periodismo oficial—, de vez en cuando se pueden ver artículos notablemente independientes en estos periódicos. No se trata de una prensa emigré, sino de periódicos que circulan a través de la mayoría de los países árabes. Operan desde Londres o París porque les resulta más conveniente. De modo que sí, veo indicios y veo varios signos. Obviamente, está Turquía, que es el único país musulmán que, de vez en vez, cambia de gobierno por vía electoral… En fin, hay semillas. Creo que un cambio de régimen en Iraq y en Irán sería un muy buen comienzo.

EK: Al cabo de esta conversación recuerdo, en sentido distinto, el título de aquel célebre libro de Lenin, ¿Qué hacer?
     BL: A mi juicio, lo primero que deberían preguntarse los occidentales no es sólo qué debemos, sino qué no debemos hacer. Me temo que habría que persuadir a los cancilleres de Europa y América de abandonar esa perniciosa política que consiste en “ganar tiempo”. La filosofía que subyace en esta postura es que estas personas, los musulmanes, son incapaces de transformar sus regímenes en gobiernos democráticos y que, hagamos lo que hagamos, seguirán regidos por tiranos. Siendo así, se piensa que una buena política consiste en asegurarnos de que sean tiranos amistosos en lugar de hostiles, de modo que lo mejor es ir y sobornarlos. Conocemos esa historia: resultó desastrosa en Centroamérica, desastrosa en elSudeste asiático, y no será distinta enMedio Oriente. Simplemente, no es la vía. Pero parecen incapaces de aprender nada. Insisto, debemos dejar de alentary subsidiar a los truhanes y tiranos. Abunda la corrupción. Quienes tienen el poder se abstienen muy bien de enviar a sus propios hijos en misiones de bombardeo suicida. Siempre son los hijos de otros. No quiero decir que debamos entrar yderrocarlos. Pero tampoco debiéramos tratarlos con ese respeto absurdo. Cuando el presidente Bush habló del “eje del mal”, el presidente Assad de Siria se ofendió mucho de que no se haya incluido a su país. Hay, entre los palestinos, indicios de un movimiento democrático. Hay quienes se han manifestado en contra de Arafat y han exigido elecciones verdaderas y libres. Creo que podemos hacer más para alentar ese movimiento. Es otro de los aspectos del conflicto árabe-israelí que con frecuencia queda sin mencionarse, pero que resulta realmente importante: he aquí una sociedad abierta —con todas las características, buenas y malas, de unasociedad abierta— rodeada por árabes, tanto dentro como fuera. Y cuando tuve oportunidad de visitar Jordania, el año pasado o el antepasado, algunos profesores jordanos me comentaron que muchos estudiantes están aprendiendo hebreo moderno. Les pregunté por qué querrían aprender hebreo, y me respondieron que pasan mucho tiempo viendo televisiónisraelí y miran a todas estas grandes figuras de la política, como Sharon o Peres, golpeando la mesa y gritándose unos a otros, y quieren saber qué están diciendo. Nunca vieron nada semejante en su propia sociedad.

EK: En México, el primer debate que vimos en la televisión fue el que sostuvieron Clinton y Bush, y tuvo un efecto similar. Si tienen eso allá, ¿por qué no acá?
     BL: Un ejemplo de la televisión israelí. Había un niño palestino que, durante los disturbios, fue golpeado por un policía o soldado israelí y resultó con un brazoroto. Al día siguiente salió, llevando su brazo en un cabestrillo enorme, y denunciando a los israelitas en la televisión israelita. Un iraquí dijo: “Con gusto dejo que Saddam Hussein me rompa los dos brazos y las piernas, a cambio de que me permita hablar así en televisión.” Por eso la clave está en la democratización. Necesitan libertad. Libertad en la economía. Necesitan liberarse de la corrupción y de los eternos malos manejos en las administraciones. Necesitan libertad en elterreno científico y, en general, en el pensamiento, para alcanzar una comprensión del mundo moderno. Las mujeres necesitan liberarse de la opresión masculina. El Estado requiere liberarse de la religión y viceversa.
      
     EK: ¿Están más conscientes las mujeres que los hombres de su particular situación?
     BL: Así lo creo. Resulta muy difícil de estudiar porque no se puede conversar con las mujeres, pero tengo la impresión de que las muy pocas que han podido emanciparse —de hecho una muestra no representativa— son indicadoras de una tendencia general. Y recuerde: las mujeres son las madres de estos niños. Un niño que crece en el seno de una familia tradicional, donde los hombres son los señores de la creación, y las mujeres sus sirvientas, está mal preparado para lavida democrática.

EK: ¿Viven las minorías musulmanas en Europa el dilema de convertirse en modernos o revertir hacia el fundamentalismo?
     BL: Subsisten ambas tendencias. Sinembargo, los llamados fundamentalistas duros operan mucho más libremente en Europa y los Estados Unidos que en sus países, porque se aprovechan de las libertades. Cuando los bombarderos suicidas entraron en las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania, iban en doscamiones bomba; mataron a doce norteamericanos y a más de doscientos africanos que, por casualidad, andaban por allí. Pero eso les importa un comino. También murieron, creo, diecinueve suicidas, y una revista de lengua árabe, publicada en Pittsburgh, Pensilvania, habló en honor de los diecinueve que habían sacrificado su vida por el islam, diciendo que: “Pronto, Alá nos dispensará el honor de reunirnos con ellos en el paraíso.” ¡En Pittsburgh! No se hubieran atrevido a publicar eso mismo en El Cairo.

EK: Pero, insisto, esas minorías musulmanas en los Estados Unidos, en Inglaterra, en Francia —aquellas que poco a poco han ido entendiendo los valores de libertad y tolerancia que disfrutan en Occidente, libertad y tolerancia sobre todo para practicar su religión—, ¿podrán tal vez influir sobre sus países de origen?
     BL: Es la pregunta clave. Me parece que hay dos elementos. Uno es aritmético: si la minoría es amplia, estará menos dispuesta al cambio que una minoría pequeña. Porque hay minorías grandes y pequeñas, y las grandes son mucho más reacias al cambio que las pequeñas. El segundo elemento es la influencia del dinero del petróleo y el wahabismo.

EK: Consolémonos entonces, porque en el horizonte apunta un nuevo remedio: las fuentesalternas de energía, ¿no es así?
     BL: Absolutamente. Oj-Alá.3 ~
     

— Princeton, 9 de agosto de 2002

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