Entre 1998 y 2003 rentรฉ un departamento en la avenida รmsterdam, en la colonia Condesa de la ciudad de Mรฉxico. Durante aquellos aรฑos dividรญ mi tiempo entre ese lugar y Brooklyn, donde tenรญa otro departamento en alquiler. En ocasiones pasaba medio aรฑo en una u otra ciudad; otras veces, en periodos especialmente frenรฉticos –cuando daba clases en Estados Unidos y tenรญa otro trabajo ahรญ y un asunto amoroso en Mรฉxico–, iba y venรญa casi cada semana. La avenida รmsterdam rodea el exuberante Parque Mรฉxico y la estrecha calle de un solo sentido que lo circunda; por las banquetas y por el camellรณn que divide la avenida en dos se despliega una majestuosa procesiรณn de jacarandas, olmos, fresnos, palmeras, truenos y รกrboles de hule. El camellรณn es un camino adoquinado que avanza en medio de dos franjas de tierra por donde la gente pasea sus perros entre arbustos y macizos de flores; en muchos cruces hay pequeรฑos altares acristalados dedicados a la virgen de Guadalupe. Durante el dรญa la avenida, con su toldo de ramas, es un tรบnel verde del que uno emerge, como quien llega a un claro del bosque, en la glorieta Citlaltรฉpetl, una transitada rotonda con una fuente en el centro.
En comparaciรณn con otras rotondas de la ciudad, la glorieta Citlaltรฉpetl parece tranquila, alimentada apenas por dos calles, รmsterdam y la avenida Citlaltรฉpetl –esta รบltima de solo unas cuadras de largo, aunque tambiรฉn con un camellรณn arbolado–, pero en las horas pico incluso ella enloquece, cuando la Condesa se llena de trรกfico y de los sonoros e impacientes clรกxones de los coches que atraviesan la colonia provenientes de las grandes avenidas del rededor, o en direcciรณn a estas. Es entonces cuando, muchas veces, los coches que vienen del Parque Mรฉxico empiezan a meterse en sentido contrario por la calle Citlaltรฉpetl para tomar un atajo hacia la calle Culiacรกn, treinta metros mรกs allรก. Siempre que un coche se abre paso de ese modo, otros aceleran y desfilan detrรกs de รฉl en un arrebato casi festivo de inocente infracciรณn del reglamento de trรกnsito. Hasta que no desarrollรฉ el automatismo de mirar a ambos lados antes de atravesar la calle, muchas veces tuve que regresar de un salto a la banqueta.
Un dรญa, hace mรกs o menos diez aรฑos, mientras atravesaba la glorieta Citlaltรฉpetl –era a media maรฑana, de modo que habรญa poco trรกfico–, notรฉ que un Volkswagen de color oscuro la rodeaba una y otra vez. Quizรก fuera simplemente esa conducta repetitiva lo que me llamรณ la atenciรณn, pero tambiรฉn puede ser que, no del todo conscientemente, me preguntara por quรฉ un taxi –en aquellos aรฑos la mayorรญa de los Volkswagen sedรกn que circulaban por la ciudad eran taxis– daba tantas vueltas. Tal vez el chofer se habรญa perdido –aunque en ese caso era obvio que las meras vueltas no iban a solucionar nada–, o quizรก no podรญa encontrar la direcciรณn exacta que le indicaba el terco pasajero, o a lo mejor intentaba, de ese modo demencial, aumentar la cuenta de un cliente dormido o borracho. El caso es que, segรบn recuerdo, muy pronto me di cuenta de que no era un taxi: en los costados del coche, sendos carteles lo identificaban como parte de la flotilla de una escuela de manejo. Cuando volviรณ a pasar frente a mรญ, pude ver al inexperto conductor –el instructor viajaba en el asiento del copiloto–: era un hombre de pelo blanco y de bigote, de al menos setenta y tantos aรฑos, vestido con camisa blanca, saco y corbata. Iba sentado con la espalda perfectamente recta y sujetaba con firmeza el volante con ambas manos. Me pareciรณ elegante y desgarbado al mismo tiempo. Creo recordar bien su cara, excepto porque en mi memoria es idรฉntico a Jed Clampett, el patriarca de Los Beverly ricos, aunque algo mรกs moreno. Tambiรฉn recuerdo haberme preguntado quรฉ podรญa haber motivado a aquel hombre a aprender a manejar a esa edad. Su atuendo dejaba ver que la clase de manejo era un momento de gran importancia para รฉl; o quizรก solo fuera uno de esos viejos mexicanos que no salen a la calle sin saco y corbata. Me imaginรฉ la escena en su casa, mรกs temprano, รฉl a punto de salir camino de su clase y su mujer despidiรฉndolo con afecto y orgullo, o bien burlรกndose cariรฑosa o irรณnicamente de รฉl. Quizรก vivรญa con una hija, y a lo mejor aquella era una de esas decisiones que los viudos solemos tomar meramente para desafiar la inercia: finalmente aprenderรญa a manejar. De hecho, yo mismo tomรฉ esa decisiรณn, y por el mismo motivo, en el verano de 2012. El 25 de julio de ese aรฑo se cumplรญa el quinto aniversario de la muerte de mi esposa, Aura Estrada. Aura muriรณ en la ciudad de Mรฉxico, en el hospital รngeles del Pedregal, al sur de la ciudad, veinticuatro horas despuรฉs de romperse la columna mientras practicaba bodysurfing en Mazunte, Oaxaca. Tenรญa treinta aรฑos, y faltaba un mes para que cumpliรฉramos dos aรฑos de casados.
A diferencia del viejo de la glorieta, yo no era un conductor novato. Sabรญa manejar, aunque no en la ciudad de Mรฉxico, por donde me movรญa principalmente en taxi o en transporte pรบblico. Podรญa contar con los dedos de una mano el nรบmero de veces que habรญa tratado de manejar ahรญ, aun habiendo vivido en el Distrito Federal de manera intermitente a lo largo de veinte aรฑos. El df tiene unos ocho millones de habitantes aunque, entre semana, con la gente que se desplaza desde la zona metropolitana para ir a trabajar, ese nรบmero se eleva hasta los veinte millones. El caos y la confusiรณn del trรกfico aparentemente anรกrquico de la ciudad me habรญan intimidado siempre, incluso atemorizado: los cruces como tentรกculos de pulpo y las avenidas semejantes a las pistas de los derbis de demoliciรณn; los coches entrecruzรกndose desde todas direcciones al mismo tiempo, y sin chocar, como si fuesen fantasmas; las nutridas bocacalles sin semรกforos ni seรฑales; las calles de un solo sentido que sin embargo cambia de una cuadra a otra; las abarrotadas vรญas rรกpidas de varios carriles e inesperados pasos a desnivel, donde pasar de largo una salida invariablemente significa tener que entrar de pronto en otra vรญa rรกpida o avenida que se dirige a algรบn lugar desconocido, o descender en medio de una enloquecida maraรฑa de calles en una colonia en la que no hemos estado nunca antes, o de la que ni siquiera hemos oรญdo hablar. El peor de mis temores era perderme en alguna vรญa rรกpida, como el Anillo Perifรฉrico o el Circuito Interior, en medio de una de las torrenciales lluvias del verano: el cielo bajo y opresivo lanzando rayos y truenos como mazazos sobre el techo del coche, la densa lluvia cegรกndome y haciรฉndome sentir atrapado entre la frenรฉtica vibraciรณn del metal, o bien el granizo, amenazando con romper el parabrisas mientras, presa del pรกnico, busco una salida cualquiera, que al cabo desciende en una calle cuyas alcantarillas estรกn tapadas, y que sรบbitamente se inunda de agua lodosa, y la marea que sube casi hasta cubrir las puertas de los coches que no arrancan, y que amenaza con tragรกrselos… Los periรณdicos se pasan todo el verano publicando imรกgenes de esas calamidades rutinarias. Todo el mundo intenta, no siempre con รฉxito, mantenerse a distancia de los escorados peseros, pesados minibuses cuyas abolladas carrocerรญas dan testimonio de la agresividad de los autรฉnticos guerreros de la carretera que los conducen, responsables de tantos accidentes y atropellamientos mortales que dos jefes de gobierno del df consecutivos han prometido suprimir la flota entera. Y el trรกfico masivo y amenazador de camiones y autobuses; y los trolebuses elรฉctricos, que inexplicablemente recorren grandes avenidas en sentido contrario al del trรกfico, y por carriles no siempre seรฑalados, de manera que no queda otra que saber de antemano si uno estรก precisamente en una de esas avenidas y tener mucho cuidado.
Simplemente no podรญa imaginarme cรณmo iba a lograr aprender a manejar en la ciudad de Mรฉxico, esa mancha urbana con veinte millones de personas que cubre por completo el valle de Mรฉxico, trepando incluso por los cerros que la rodean, la tercera ciudad mรกs grande del mundo, con sus innumerables colonias como las piezas de un enorme rompecabezas, y sus infinitas calles. Todos los taxistas a los que les he preguntado alguna vez terminan por confesar que se pierden muy seguido. Yo mismo he viajado en incontables taxis cuyos conductores se desorientaban en lugares bien conocidos incluso para mรญ, que casi nunca me aventuro mรกs allรก de la zona donde vivimos mis amigos y yo, o por donde solemos juntarnos: un รกrea que apenas cubre una pequeรฑa franja de la Guรญa Roji, el enorme mapa callejero de la ciudad de Mรฉxico que cuelga en una de las paredes de mi departamento. En la Guรญa, el df, con sus imprecisos lรญmites, parece un enano al lado de su enorme รกrea metropolitana, en el Estado de Mรฉxico, que ocupa los dos tercios superiores del mapa. Siempre que me subo a un taxi en el aeropuerto, me quedo boquiabierto al encontrarme con choferes que no tienen la menor idea de cรณmo llegar a las colonias Roma o Condesa, que son el nรบcleo de mi pequeรฑo –e inabarcable– mundo, sobre todo porque algo asรญ como una cuarta parte de los pasajeros de mi vuelo favorito –nocturno– entre Nueva York y el Aeropuerto Internacional Benito Juรกrez tienen pinta de ser residentes de esa zona. Los taxistas poseen todo un anecdotario sobre las muchas veces que se han perdido (entre otras historias de terror), anรฉcdotas tales como haber dejado a un pasajero en mitad de un barrio ignoto y laberรญntico, y para colmo pobremente iluminado, y luego tardar varias horas en averiguar cรณmo salir de ahรญ.
Una vez, hace mรกs o menos doce aรฑos, recorrรญ una enorme distancia a travรฉs del df manejando como un conductor experto –o cuando menos eso me pareciรณ–, con una seguridad inaudita, una orientaciรณn perfecta y espontรกnea y a una velocidad bastante respetable. Era de noche. Como sufro ceguera nocturna, no deberรญa manejar en la oscuridad sin lentes, pero en aquella รฉpoca ni siquiera los usaba. En realidad, no deberรญa haber manejado en ningรบn caso, porque iba bastante borracho. El coche era de un amigo cubano. Habรญamos ido a una boda en el Desierto de los Leones, en las afueras del df. Mi amigo, que habรญa aprendido a manejar poco antes –por lo que se sentรญa orgullosรญsimo–, era un conductor dubitativo y caรณtico, lo que a menudo me impacientaba: secretamente lo comparaba con Mr. Magoo. Puede que aquella noche yo tuviera mucha prisa por llegar a alguna parte, o a lo mejor simplemente tenรญa envidia de que mi amigo pudiera ir y venir por la ciudad cuando se le diera la gana –durante aรฑos habรญamos compartido taxis–, el caso es que en cuanto llegamos a su coche lo obliguรฉ a que me diera las llaves. A partir de ahรญ, solo recuerdo mi sensaciรณn de euforia mientras circulรกbamos por Insurgentes Sur rebasando otros coches, las luces que centelleaban y luego se desvanecรญan, y tambiรฉn que รญbamos rapidรญsimo y que yo pensaba –o a lo mejor incluso gritaba– que iba manejando como Han Solo cuando salรญa disparado hacia la Estrella de la Muerte. Desde entonces, aquella emociรณn se me ha quedado grabada como un argumento inapelable contra la idea de que ya era tarde para aprender a manejar en la ciudad de Mรฉxico, o de que nunca iba a tener los pantalones para hacerlo. Muchas veces me dije que debรญa repetir la experiencia, aunque esta vez de un modo menos temerario, y cuando vi a aquel hombre dando vueltas a la glorieta Citlaltรฉpetl en el coche de la academia de manejo me di cuenta de que no podรญa ser demasiado tarde para intentarlo.
Hasta entonces me habรญa parecido que el duelo irรญa transformรกndose aรฑo con aรฑo, convirtiรฉndose en una sensaciรณn cada vez mรกs furtiva, pero al acercarse el quinto aniversario de la muerte de Aura –que marcarรญa un punto en que la habrรญa llorado mรกs tiempo del que la habรญa conocido– mi duelo iba previsiblemente en aumento, y me mortificaba de un modo nuevo y terrible del que no sabรญa cรณmo librarme. Aunque suene ilรณgico, en aquel momento sentรญa que todo aquello debรญa estar relacionado con alguna clase de problema o de enigma que solo podrรญa solucionarse en la ciudad de Mรฉxico o en mi modo de relacionarme con ella. Muchas veces pensรฉ, por ejemplo, que lo que tenรญa que hacer era irme de ahรญ y empezar de nuevo en otro sitio, algรบn lugar en el que no hubiera vivido nunca antes, libre de recuerdos y de reminiscencias de Aura, donde me fuera mรกs fรกcil escapar de mi papel de viudo pรบblico y privado al mismo tiempo. Sin embargo, cuando volvรญa a pensarlo siempre concluรญa que irme era inconcebible, y que la soluciรณn probablemente fuera quedarme; y no solo quedarme, sino ir mรกs allรก y aferrarme con mรกs fuerza a ese lugar que habรญa estado tentado a abandonar: quizรกs esa fuera la manera de aprender a vivir en el df sin Aura. Al cabo, la proximidad del aniversario tuvo mucho que ver con mi decisiรณn de que aquel verano finalmente aprenderรญa a manejar en la ciudad de Mรฉxico.
Para entonces vivรญa en otro departamento rentado, esta vez en la colonia Roma, aunque conservaba el que Aura y yo habรญamos compartido en Brooklyn. Muchas veces, cuando Aura y yo salรญamos de Nueva York, o cuando estรกbamos en Europa o en alguna playa mexicana, rentรกbamos un coche que yo manejaba encantado. Desde la muerte de Aura, sin embargo, ni una sola vez me habรญa puesto al volante, y eso parecรญa simbolizar distintos aspectos del duelo: la apatรญa, la soledad y la tendencia a encerrarse en uno mismo, la extenuante duraciรณn del dolor. Esos cinco aรฑos sin ponerme al volante de un coche daban cuenta de una especie de mutilaciรณn espiritual que, sin embargo, parecรญa fรกcil de arreglar: tan solo tenรญa que manejar de nuevo, aunque ni siquiera tenรญa claro si me acordaba de cรณmo se hacรญa.
Una tarde, a principios de julio, fui a ver a mi terapeuta, Nelly Glatt, en su consultorio de Las Lomas. Hacรญa un aรฑo que no iba. Antes de la muerte de Aura jamรกs habรญa ido al psicรณlogo, pero pocos dรญas despuรฉs del accidente un amigo me sugiriรณ que pidiera una cita con Nelly, que es tanatรณloga –es decir, una especialista en los procesos de duelo–, y yo obedientemente fui a verla. Recuerdo bien aquella primera cita porque lo รบnico que hice fue sentarme –o mรกs bien desparramarme en su sofรก– y ponerme a sollozar. Nelly, una mujer de mediana edad, regia y hermosa, de azules ojos de lince, tez blanquรญsima y un trato a la vez cรกlido y directo, hizo mucho por mรญ en aquellos primeros aรฑos. El caso es que aquella tarde de julio hablamos de lo que el quinto aniversario de la muerte de Aura significaba para mรญ, y de si estaba listo o no para rehacer mi vida, o quizรกs incluso para volver a enamorarme. Cuando le contรฉ sobre mi plan de aprender a manejar en la ciudad de Mรฉxico le pareciรณ buena idea. Me dijo que eso significaba que estaba listo para recuperar el control, en vez de dejarme llevar por el duelo como si fuera una obligaciรณn. Tambiรฉn me dijo que algo en mi interior habรญa decidido que yo le “debรญa” cinco aรฑos a Aura: habรญa estado negรกndome a salir de esa casilla del enorme tablero de las posibilidades o a que algo me obligara a hacerlo.
¿Y no podรญa ser que aprender a manejar en la ciudad de Mรฉxico fuera, ademรกs, un fin en sรญ mismo? La verdad, no tenรญa intenciones de meterme en un coche y manejar adonde me llevara el azar, de modo que me inventรฉ un elaborado mรฉtodo, muy al estilo de Aura, para llevar a cabo mi “proyecto de manejo”, como lo llamaba. Aura era muy aficionada a los ejercicios de escritura experimental –juegos de restricciรณn formal y de azar, como los del Oulipo–, asรญ como al I Ching, ademรกs de ser una borgiana devota; pero, ¿y si mi plan no era sino mรกs de lo mismo: otro ritual relacionado con mi duelo, una simple maniobra –a travรฉs de un performance muy del gusto de Aura– para dar rienda suelta al deseo de explorar las calles donde ella habรญa vivido su infancia; recorrer su ciudad tal como me habrรญa gustado recorrer con los dedos sus labios, sus ojos, su cara? No estaba seguro. De algรบn modo, sabรญa que el proyecto de manejo tenรญa que ver con mi relaciรณn con la ciudad de Mรฉxico, la ciudad de Aura, donde muriรณ y donde reposan sus cenizas; un lugar que, por eso mismo, ahora era sagrado para mรญ: mi casa, en un sentido en que ningรบn otro lugar lo habรญa sido jamรกs.
Desde el aire, mientras el aviรณn se aproxima a la imponente megalรณpolis, lo que los ojos distinguen es un denso mosaico de techos planos, pequeรฑos rectรกngulos y cuadrados, y el omnipresente tono cafรฉ rojizo del tezontle, la piedra volcรกnica que desde siempre ha sido el material de construcciรณn mรกs comรบn de la ciudad y que, junto con el ladrillo –y la pintura color ladrillo–, imprime a la ciudad su caracterรญstico esquema cromรกtico. Pero tambiรฉn hay superficies metรกlicas, y concreto, y un montรณn de edificios pintados de colores pastel o de tonalidades vivas, como el naranja claro, e hileras de รกrboles, y parques, y campos de futbol, y modernas torres que se alzan aquรญ y allรก, en Polanco y Santa Fe, y la soberbia Torre Latinoamericana, en pleno centro, y arterias rectas y serpenteantes, plateadas y relucientes al sol, y un infinito enjambre de calles. Lo que le viene a uno a la cabeza –por supuesto, con pasmo– son los millones y millones de vidas que transcurren ahรญ abajo (y a mรญ, desde hace aรฑos, que en algรบn lugar de la ciudad, bajo uno de esos pequeรฑos cuadrados, esa mujer, y esa, y esa otra, viven su misteriosa existencia: chilangas a las que solo he visto una vez o dos, pero que han dejado su impronta en mรญ; mujeres que muy probablemente ni siquiera me recuerdan). Desde el aire, tal vez porque es una ciudad tan predominantemente plana, y todos los techos son planos, y por tantรญsimo color cafรฉ, la ciudad de Mรฉxico parece un mapa de sรญ misma dibujado a una escala 1:1, como el de aquel cuento de Borges, “Del rigor en la ciencia”, que se refiere a “un mapa del Imperio que tenรญa el tamaรฑo del Imperio y coincidรญa puntualmente con รฉl”.
Supuestamente, el joven Jรณzef Teodor Konrad Korzeniowski (Joseph Conrad), al ver un mapa de รfrica, puso un dedo sobre su centro cartogrรกficamente vacรญo –el hueco del Congo, que aรบn no constaba en ninguna cartografรญa–, y dijo: “quiero ir ahรญ”. Lo contrario de ese mapa serรญa la Guรญa Roji, que mรกs bien recuerda el de Borges, aunque troceado y encuadernado en un volumen interminable. Mi ejemplar, la ediciรณn de 2012, de formato grande y con espiral, presenta las calles y colonias de la ciudad de Mรฉxico en doscientas veinte pรกginas divididas por zonas, acompaรฑadas de 178 pรกginas adicionales con รญndices en que figuran unas 99,100 calles y 6,400 colonias o barrios. รlvaro Enrigue me contรณ que, cuando era chico, una tรญa le dio de Navidad una Guรญa Roji con la dedicatoria: “Este libro contiene todos los caminos.” La Guรญa Roji tambiรฉn sugiere una especie de infinito borgiano: un denso caos que en realidad posee un orden, aunque incluso aquellos que pasan la vida explorando la ciudad solo pueden percibirlo vagamente. Puede que la Guรญa Roji sea la biblia de cualquier taxista, pero utilizarla eficazmente –esto es, lograr encontrar alguna oscura direcciรณn– requiere el ojo de un microbiรณlogo, gran coordinaciรณn รณculomanual y una memoria prodigiosa e intuitiva, ademรกs de la paciencia y la habilidad necesarias para interactuar con pasajeros quejicas, frustrados, ebrios, despistados y en general de poca ayuda. La primera pรกgina del รญndice, por ejemplo, correspondiente a la letra a –que, como el resto, se divide en seis columnas: primero, los nombres de las calles en tipografรญa diminuta; debajo de estos, la colonia correspondiente, en un cuerpo infinitesimal; y, a la derecha, la pรกgina en la que se encuentra el mapa y la clave del cuadrante exacto (b3, por ejemplo)–, muestra 82 calles distintas con el mismo nombre: Abasolo. A mรญ, ese nombre no me parecรญa tan icรณnico de la cultura mexicana como los de Juรกrez o Morelos, asรญ que les preguntรฉ a varios amigos mexicanos por quรฉ habรญa tantas calles llamadas asรญ, pero ninguno tenรญa la menor idea. (Al cabo, resulta que Abasolo fue una figura relativamente menor de la guerra de Independencia.) Con paciencia de santo, me tomรฉ el tiempo de contar las 259 calles con el nombre de Morelos que aparecen en el รญndice de la Guรญa Roji. A las columnas de la calle Morelos les siguen otras con variaciones del mismo nombre: ya no calles, sino avenidas, cerradas, calzadas, privadas, etcรฉtera. Y mejor ni contar las calles dedicadas a Benito Juรกrez, mรกs numerosas incluso que las que llevan el nombre de Morelos. En cuanto a la calle Abasolo, dos colonias distintas, ambas llamadas San Miguel, tienen una con ese nombre; la primera estรก en el mapa de la pรกgina 246, la otra, en el de la 261; y lo mismo sucede con las dos colonias El Carmen. Tambiรฉn existen calles numeradas: mรกs de cien con el nรบmero 1, y otras tantas con el 2. Si la ciudad tiene 6,400 colonias, catorce se llaman La Palma, y cinco mรกs Las Palmas. Y asรญ. “Buenas noches, seรฑor, ¿me lleva a la calle Benito Juรกrez, en la colonia La Palma?”… y empieza la diversiรณn.
Cada vez que hojeo las pรกginas de mi Guรญa Roji, me gusta dejar caer el dedo, al azar, sobre una de ellas, y despuรฉs entornar los ojos y mirar de cerca para descubrir, en letra pequeรฑรญsima, el nombre de la calle: ahora mismo, Metalรบrgicos, en el mapa de la pรกgina 133, en la colonia Trabajadores del Hierro (jamรกs la habรญa oรญdo nombrar). Desde luego, resulta plausible que exista una calle llamada Metalรบrgicos en una colonia que lleva por nombre Trabajadores del Hierro, pero aun asรญ me parece un nombre raro para una calle. ¿Cรณmo serรก, para un niรฑo, crecer intentando relacionar el hecho de vivir en la calle Metalรบrgicos con la misteriosa –y hasta mรกgica– concepciรณn infantil de la vida, donde รฉl ocupa el centro? ¿Se imaginarรก que su calle, su colonia, es un imรกn que atrae el universo hacia รฉl? Pero, volviendo al รญndice, descubro que en la ciudad existen cinco calles distintas con el nombre de Metalรบrgicos, en cinco colonias diferentes. Miro el mapa cuadriculado de la ciudad de Mรฉxico que aparece en la contracubierta de la Guรญa Roji y localizo el cuadrante nรบmero 133, situado casi en el centro del mapa, en los lรญmites del df, al que corresponde el color amarillo; al norte, y sombreada en verde, estรก la zona metropolitana de la ciudad, en el Estado de Mรฉxico.
Ahora bien, ¿cรณmo es la calle Metalรบrgicos, en la colonia Trabajadores del Hierro? Ese es el juego que me inventรฉ: para descubrirlo, tenรญa que ir manejando hasta ahรญ. La idea era usar la Guรญa Roji mรกs o menos como se usarรญa el I Ching: abrirla en cualquier pรกgina, seรฑalar al azar con el dedo, con los ojos cerrados, e intentar luego ir manejando hasta el lugar elegido. Un juego de azar y destino (si no de Destino). Pero, por supuesto, primero tenรญa que aprender a manejar en la ciudad de Mรฉxico. Como tรฉcnicamente sabรญa manejar, resultaba redundante y hasta vergonzoso inscribirme a una escuela de manejo, aunque tambiรฉn parecรญa la mejor manera de volver a acostumbrarme a manejar y, al mismo tiempo, de ir conociendo el reglamento y la organizaciรณn de la ciudad con ayuda de un guรญa experto. Jamรกs habรญa manejado un coche de velocidades, sino solo automรกticos, asรญ que aprender a manejar coches de transmisiรณn manual justificaba la inscripciรณn en una escuela, porque de ese modo estarรญa superando dos inhibiciones a la vez. Busquรฉ escuelas en internet. Fui a la tienda de Guรญa Roji en una polvorienta calle de la colonia San Miguel Chapultepec y comprรฉ el gran mapa que ahora tengo colgado en la pared, mi Guรญa Roji del aรฑo 2012 y una pequeรฑa lupa rectangular con luz que supuse indispensable para leer aquellos intrincados y densos planos, especialmente si me perdรญa mientras manejaba en la oscuridad. Mi amiga Brenda me llevรณ a Dr. York, una tienda de lentes de moda situada en la colonia Roma, que tambiรฉn vende libros en inglรฉs de segunda mano, y me escogiรณ un armazรณn al que despuรฉs le adaptรฉ unos vidrios bifocales. Ademรกs, me comprรฉ un ejemplar de Gente independiente de Halldรณr Laxness, un libro que querรญa leer desde hacรญa aรฑos.
Retrasรฉ cuanto pude el inicio del proyecto de manejo, pero empecรฉ a usar los lentes todo el tiempo. La letra impresa lucรญa ahora mรกs grande y clara y el mundo perdiรณ su apariencia borrosa. Con mis lentes me convertรญa en un director de fotografรญa que dominaba el expresionismo noir del paisaje nocturno de la ciudad y sus sombras perfectamente delineadas; las lรกmparas de la calle parecรญan flores de vidrio, en vez de cascadas de bruma. Redescubrรญ la perspectiva fugada de las largas filas de coches estacionados a ambos lados de la calle; las fachadas intermitentemente iluminadas de los antiguos –y aun antiquรญsimos– edificios, como atisbos de personalidades que se hurtan a la luz del dรญa, revelando cicatrices, pero no secretos: antigรผedad maltrecha y sin embargo orgullosa; las psicรณticas grietas producidas por los terremotos; la curva maternal de un balcรณn de concreto con una fila de ennegrecidas macetas. ~
_____________________________
Traducciรณn del inglรฉs
de Juan Antonio Montiel.
Adelanto de El circuito interior.
Una crรณnica de la ciudad de Mรฉxico,
que Turner pondrรก en circulaciรณn en marzo.