El caballero danzante

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Un corps, par sa simple force, et par son acte, est assez puissant pour alterer plus profondément la nature des choses que jamais l'esprit dans ses speculations et ses songes n'y parvint!
      — Paul Valéry, L'Ame et la danse
Gema Amanda, once años, y Cecilia, nueve, viendo una película por televisión, compiten en ser cada una la primera en exclamar, en cuanto aparece la protagonista que admiran (la rizada Shirley Temple como niña universal, o Elizabeth Taylor en sus años de nínfula, o Julie Andrews como Mary Poppins, o Julia Roberts como hada Campanita): “¡Yo era ella!”1 Y ese juego, si lo es, me maravilla sin sorprenderme. A mí, en la niñez y en la juventud, como en las de mis contemporáneos, el cine también me propiciaba aquellas súbitas absorciones de los rostros, los personajes, los mitos aportados por las matinées fílmicas de las salas del barrio en las que la mitología hollywoodense nos ofrecía, al paso del tiempo y del cine, un vasto y sucesivo catálogo de personajes que hemos, ¿o nos han?, habitado.
     Recuerdo mis avatares de cinéfilo, es decir las vidas tomadas en préstamo a esa segunda pero no secundaria vida que es el cine. A los seis años yo “era” King Kong, el amoroso, el inconsolado, el peludo, oscuro y furioso príncipe de la jungla perdida, que por amor a la rubia Fay Wray se convertía en el justiciero destructor de Nueva York, esa otra y peor jungla donde daba la decisiva batalla contra los aviones asesinos. A los doce, yo “era” Errol Flynn, el saltarín y sonriente pirata libertario y esproncediano cuyo barco era su tesoro y su dios la libertad. Luego yo “era” Gary Cooper, el cowboy caballeresco de la llanura que, trasladado a la guerra española, encendido por el beso de Ingrid Bergman, daba en su trinchera final una solitaria batalla a la bestia franquista, mientras las campanas, no en la banda sonora sino en el título, doblaban por él…
     Paso por otros incontables cambios de piel y diré solamente que a partir de los veintitantos años fui mudándome a otros ídolos, el penúltimo de los cuales habrá sido Humphrey Bogart, el personaje sombrío, preexistencialista, sólo concebible como antihéroe del siglo xx, que, de retorno de todos los combates, guardaba tras la mirada amarga y la sonrisa marchita un corazón leal ameritado en la sombra (en la “sombra de las cinco”, permanente en su rostro) y dispuesto a un engagement más, como el Sísifo de Albert Camus.2 De esos otros alter egos, el último, aunque llegado para quedarse, es Fred Astaire. Lo digo sin rubor, aunque temiendo que un desconcertado lector pregunte: ¿Por qué, of all names, of all men, Fred Astaire?3
      O body swayed to music,o brightening glance,how can we know the dancer from the dance?— Yeats Poems
      
Astaire, presente tanto en el nacimiento como en el final de ese arte de la modernidad, la comedia musical cinematográfica tal como sólo Hollywood la hizo posible, fue en las pantallas un actor, un bailarín, un personaje y un signo. La delgadez extrema, el alegre rostro de predominante cráneo, la levedad de la figura, la frecuente y elegante vestimenta en blanco y negro (el traje de dos colas, la pechera y la corbata y los guantes blancos, el sombrero de copa, el bastoncillo) se proponen desde el portentoso número central de Top Hat, “White tie and tails”, en el que la figura de Fred, delineada como una sombra contra la sombra del escenario, bailando, zapateando con un ruido de ametralladora, se enfrenta a incontables facsímiles de sí mismo que copian sus pasos. Allí era ya una silueta sin espesor, con la calidad casi abstracta de un dibujo en tinta china que significaba la alianza del baile, la música, el cine, es decir: lo móvil en lo móvil. Un signo vivo.
     Mi memoria agradecida celebra al mejor de todos los bailarines del siglo según lo reconocieron tanto Nureyev como Barishnikov desde las alturas del ballet, es decir de la danza aristocrática, rindiendo de paso un homenaje a la danza plebeya. Pero Astaire no es para mí sólo un gran bailarín, que ya sería más que suficiente, pues la danza confiere cuerpo visible a la música, y ésta, decía Walter Pater, es el arte a cuya condición aspiran todas las demás artes. Además, Astaire, que en sus números de baile era un cineasta completo (él regía el modo de filmar sus danzas: se le debía encuadrar de cuerpo completo y en tomas largas), resulta uno de mis pensadores de cabecera, un pensador que no sólo hablaba con la telegrafía del tap, con los alados pies que eran sus instrumentos de percusión y de ritmo, y que, en Bandwagon, paseando anónima y airosamente por un Broadway de set de la Metro Goldwyn Mayer, decía “I want to be myself” (al modo de Don Quijote: “Yo sé quién soy”), sino que además, con la frase que dirigía a sus compañeras de baile para que se relajaran, para que se abandonaran al ritmo y el feeling y el fluir de él: LET YOURSELF GO!, es decir Déjate ir, o bien Deslízate, daba una lección de baile que también puede entenderse como una lección de vida.
     En la mayor parte de su filmografía, desde Top Hat y The Gay Divorcée hasta Bandwagon y Silk Stockings, cuatro de sus obras maestras, puso en pie un personaje que, ya presentándose como un profesional de la danza, o ya como un dandy, o como un mero flaneur, tenía, además de la elegancia vestimentaria, formal o informal, una abierta disponibilidad al tiempo libre, al azar, a la mujer (siempre parece ser temprana noche de sábado en sus films). Su danza misma, de una técnica precisa en la que se evaporaba cualquier apariencia de esfuerzo y virtuosismo, se veía efectivamente como un dejarse ir, y esto nada lo ilustraría mejor que la admirable secuencia “Dancing in the dark”, en Bandwagon, en la cual Astaire, en compañía de aquella Cyd Charisse de una belleza que te cortaba el aliento, mientras caminan los dos en la noche por Central Park (un Central Park “reeditado” en Hollywood, por supuesto), pasa imperceptiblemente del mero andar al inicio del baile, como un poeta pasaría con toda naturalidad de la prosa al verso. Es un instante encantado, muy del gran cineasta falsamente superficial y decorativo que fue Vincent Minnelli. Y, como solía suceder con otras parejas de Astaire, particularmente con Ginger Rogers, pareciera que Cyd, de cuerpo más imperioso, perdiera materialidad al bailar con el bailarín menudo y flaco, y entonces el airoso revoloteo de la falda en torno a las fascinantes piernas de Charisse es como el incipit del vuelo. En los momentos en que el reino de lo humano me parece condenado a la pesadez, pienso que debería volar como Perseo a otros espacios.— Italo Calvino Seis propuestas para el próximo milenio
  
La exquisita reserva, el encanto flotante, la desenvoltura aérea y amable, la sans façon, que caracterizan el arte astairiano, buscan concentrarse en una sola palabra: levedad. Y la levedad, la primera de las seis propuestas de Italo Calvino para la escritura ideal y futura, es acaso el principal de sus dones, una especie de magia natural que él podía comunicar no sólo a la bailarina adjunta (a esas maravillas de lo femenino que eran Cyd y Ginger), sino hasta a su bastón, o a una escoba, o a un perchero, o a cualesquiera objetos del decorado, que él lograba convertir en elementos activos, en otros partenaires, otros personajes que girasen en la órbita del hombre que vive su danza y baila su vida, y que con su acto ya no sólo multiplica el espacio sino también anima las cosas. Las técnicas del cine apoyaban metafóricamente esa virtud: de la mediocridad del film Royal Wedding se salvan una o dos escenas de danza: en la mejor, un escenario móvil que gira en sentido vertical permite que Fred baile en las paredes, en el techo, alrededor del plafón, virtualmente venciendo la ley de la gravedad y multiplicando y variando el piso con una voluntad alegre de señorear el espacio. La levedad absoluta la figurará otro truco en otra película que por el resto es olvidable: The Belle of New York, donde la metáfora de los “pies alados” se realiza en la imagen: allí Astaire baila en el cielo, entre nubes, liberado ya totalmente de la pesantez terrenal, elevado a la total disponibilidad.
      un árbol bien plantado mas danzante— Octavio Paz Piedra de so
     Fred Astaire, personaje nacido del ménage à trois de la música, la danza y el cine, filósofo en acto, dibujo animado desde su propio impulso, realizado en el movimiento, en la levedad y la gracia, fue el caballero danzante de las libertades imaginarias, quizá las únicas que existen, ¡ay! –

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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