Nadie sabía que era él, y Werner Herzog, el hombre que hipnotizó a sus actores para que rodaran una película en estado de sonambulismo, se paseaba como un extra del cine mudo por los pasadizos del diario El Comercio. Incógnito, callado, inadvertido, esa mañana de invierno en Lima andaba por allí sin que nadie le pidiera, señor, un autógrafo, sin que nadie le mintiera que había visto todas sus películas. Un equipo de la televisión alemana había llegado al periódico para filmar una secuencia de Alas de esperanza, un documental sobre la única sobreviviente de la caída de un avión en la selva de Perú. Cuando sucedió, el 24 de diciembre de 1971, Juliane Koepcke era todavía una adolescente y en el mismo vuelo perdió a su madre. Hoy es
una bióloga especialista en mariposas y murciélagos. Veintisiete años después, aquella mujer caída en una máquina de volar estaba sentada en una sala del archivo de El Comercio mientras la filmaban revisando periódicos amarillentos sobre la tragedia. Debía hacerle una entrevista, pero no podía interrumpir la filmación. El mayor ruido era el de las páginas de los diarios que volteaba Koepcke. Para matar el tiempo, pregunté quién era el director del documental al único de los alemanes que parecía no estar haciendo nada.
–Herzog –me respondió como si fuera un secreto–. Pero no lo molestes.
Un empleado del archivo recordaba que ese mismo hombre había llegado una semana antes a pedir la carpeta de accidentes aéreos. No sabía que era Herzog, dijo, como si hubiera dejado escapar una recompensa por su captura. Los que el día de la filmación lo vieron en medio de miles de recortes de periódicos sólo se acordaban de un señor que detrás de una cámara ordenaba silencio en un delicado alemán. Estuvo en el archivo de recortes, en la hemeroteca, en la cafetería, en el baño. Nadie le preguntó su nombre, a nadie le pareció haberlo visto en otra parte. Tal vez porque sólo era memorable el rostro de degenerado de Klaus Kinski, ese actor fetiche e indomesticable con quien de vez en cuando intercambiaba amenazas de muerte en los rodajes. Al fin y al cabo, quién se acuerda bien de la cara de un director de cine que no sea la de Woody Allen.
Nadie sabía que era él pero, si alguien lo hubiera sabido, habría sido lo mismo: Herzog huye casi siempre de las palabras como si estas atenuaran el drama que quiere contar. Había crecido en las frías montañas de Baviera, en un pueblo muy cerca de Múnich, encerrado en las ruinas de una Alemania que acababa de perder la guerra. El niño que a los doce años vio por primera vez un automóvil solía permanecer tan callado que los otros se burlaban de él hasta hacerlo llorar. Soy de monólogos, el diálogo me traba, había declarado una sola vez y punto. Después de haber trabajado como soldador en una fábrica de acero, un día se fue a pie desde su país hasta Albania. Luego hasta París. Desde hace un tiempo Herzog amenaza con fundar una escuela de cine que sólo admita alumnos que hayan viajado mil kilómetros a pie. El director es un cazador de energía criminal: Jouko Ahola, un par de veces el hombre más fuerte del mundo, fue sólo uno de sus protagonistas extremos. Otro fue Timothy Treadwell, un ecologista que después de trece años de proteger a los osos grizzly moriría descuartizado por uno de ellos. “Lo que más me obsesiona es que en todas las caras de los osos que filmó Treadwell no descubro ninguna amabilidad ni entendimiento ni agradecimiento. Sólo veo la abrumadora indiferencia de la naturaleza”, comentaba Herzog. Desde su estética, para filmar una película es más útil saber robar un automóvil que psicoanalizar a Kurosawa. Hacer cine es para él un arte para iletrados, un trabajo físico más propio del levantamiento de pesas y la escalada de montaña, una cadena de penalidades. La primera película que vio fue Tarzán. Herzog filmaba en el Sahara, en Alaska, en la Patagonia, en un volcán. Haber hipnotizado a sus actores durante el rodaje de Corazón de cristal parecía su mayor concesión a los poderes de la mente.
Lo acusaban de arriesgar la vida de sus actores. En Fitzcarraldo, Herzog hizo que una tribu de indígenas desafiaran al Amazonas y subieran un barco por una montaña. No fue hipnotismo: la paga fue doble. Era un abolicionista de los efectos especiales. Pero aquella mañana invernal en Lima, el cineasta huía de El Comercio como un espectro en punta de pies, alto y flaco calavera, pálido y sin gafas de sol, pero con un halo de cineasta épico y kamikaze. Herzog era un director con la experiencia de un domador de leones y la ambición de un conquistador de Marte. Quejándose de que sólo enviaran a ingenieros y amas de casa al espacio, proclamaba en una entrevista su derecho natural a filmar en otro planeta. Por ahora, parecía irse del periódico feliz de no ser un cineasta popular, de no haber oído susurrar su nombre, de no haber sido señalado ni detenido, hasta que alguien, un periodista que no había visto todas sus películas, le cerró el paso en la puerta del archivo para preguntarle si seguía siendo tan callado.
–No –mintió Herzog–. Pero hasta los diecisiete años nunca hice una llamada telefónica.
También yo le había mentido. Quería en verdad preguntarle por qué a esa edad tramaba hacer un documental sobre la cárcel. Preguntarle si también era suyo el enigma de Kaspar Hauser, un personaje que creció encadenado en un sótano desde su nacimiento. Preguntarle si, como el nombre de una de sus películas, también los enanos empezaron desde pequeños, y si él también había sido un enano. Herzog habla y se lo oye como si fuera una voz en off: estaba frente a mí, pero era como si lo que dijera fuera borrando su presencia y la mía hasta acabar en un monólogo. No es un hombre de monosílabos, pero crea el hermetismo de quien sólo dice lo justo. Quería preguntarle más: si seguía pensando que el ser humano era un eterno penitente. Preguntarle para qué entrevistar al único hombre que no quería evacuar una isla en el momento en que un volcán estaba por estallar frente a él. Pero al final le pregunté: ¿sigue siendo considerado un cineasta maldito, el de la generación de Fassbinder y Wenders, el otro?
–No, yo soy un cineasta bendito –me dijo Herzog con el ademán de irse–. Si no, no hubiera hecho hasta hoy cuarenta películas.
Iba a desaparecer sin sus créditos tras la puerta del archivo, con apenas una mochila en su hombro. Años más tarde me enteraría de que la había heredado de Bruce Chatwin, el viajero insignia del siglo XX que, al contrario de él, era una avalancha de palabras, pero con quien compartía la perversa costumbre de
responder un rumor con otro aún más salvaje. En la mochila de ese hombre horrorizado de quedarse en casa, Herzog guardaba algunos restos del accidente aéreo que en su viaje de regreso a la selva había hallado junto a Juliane Koepcke: un rulo de pelo, el tacón alto de un zapato, un fragmento del control de mando del avión. El hombre que había apostado a comerse su zapato si Errol Morris acababa su primera película estaba ahora a punto de atravesar la puerta del archivo, pero aún tenía más preguntas para él. ¿Por qué le atraía tanto filmar un documental sobre Juliane Koepcke? ¿Habría sido su versión de Nosferatu la que lo había llevado hasta esa mujer que hoy es especialista en vampiros? ¿Sería su obsesión por la jungla como escenario de la asfixia, el caos y la muerte? ¿A qué sabía su zapato después de cinco horas de hervido?
–Yo estaba –me dijo– en el mismo avión.
Herzog había estado en la lista de espera del mismo vuelo. Debía partir de Lima a Cuzco la víspera de esa Navidad de 1971 para iniciar el rodaje de Aguirre o la ira de Dios, una película basada en el feroz soldado de la conquista española que desde la amazonía se declaró traidor contra todo su reino. Pero los reportes de un clima adverso, quién sabe si por esa misma cólera divina, decidieron que el destino de su avión se desviara hacia dos ciudades de la selva del Perú donde la compañía más fiel es la de los mosquitos. Al cineasta aún no se le cae la escena de la memoria: hombres y mujeres empujándose por un asiento en el que iba a ser un fatídico avión, los gritos de alegría al enterarse de que eran los elegidos para viajar en él, de que iban a tener la suerte de llegar a la selva antes de la Nochebuena.
–Debí de haber visto a Juliane –me dijo Herzog en la puerta del archivo–. La debo haber visto empujándose con los demás pasajeros.
Nadie sabía que uno de los que empujaban era él. Había sobornado a un empleado de la compañía para conseguir sus tarjetas de embarque. Pero el avión partió sin él, sin su esposa y sin los ojos desorbitados de Kinski. Juliane Koepcke se sentó en la fila 19, en el asiento F, que daba a la ventana. Mientras ella caía al vacío, contaría después, la selva le pareció un inmenso campo de brócolis. Al despertar sobre un colchón de vegetación, la muchacha caída del cielo ejecutó un manual de supervivencia que recordaba de su padre, un biólogo alemán que había viajado desde Brasil a Perú a pie. Mientras Herzog empezaba a rodar Aguirre o la ira de Dios cerca de allí, Juliane Koepcke peleaba contra la selva para sobrevivir. Pero veintisiete años después, un lunes de invierno por la mañana, cuando aún no se está de vuelta del domingo, uno tarda en ponerse al día como quien entra a un cinema con la película empezada, y no se da cuenta de que Werner Herzog se pasea por El Comercio como un fantasma en tecnicolor aliviado por el barniz de lo invisible. La entrevista duró lo que un intermedio en el cinema y el director se fue tan enigmático como llegó, más pariente del mimo que del cine. Última pregunta, Herzog, ¿qué película se va a ver esta noche?
–No hablemos de eso –me dijo como si le molestara el cine–. Mi único sueño es terminar esta historia. ~
Este texto forma parte de Elogios criminales, que bajo el sello
de Mondadori comenzará a circular en los próximos días.