La idea de forjar un “Hombre nuevo”, en una sociedad que atravesaba, a su vez, por un proceso de profunda renovación, proviene de la utopía ilustrada en el siglo XVI. Durante la Revolución Francesa, la figura reapareció asociada con el planteamiento de que el proceso revolucionario y el nacimiento del ciudadano habían dado lugar no sólo a la caída del absolutismo, sino a una transformación en la esencia misma de lo humano. Este cambio fue concebido como un proceso natural, radical e integral, que se manifestaba no sólo en lo político sino también en las esferas de lo filosófico y lo fisiológico, y en lo moral y lo estético. La idea de una regeneración vinculada con el proceso revolucionario conllevó un sentido sin retorno, en la medida en que se pensó que los hombres que la Revolución había regenerado no podían volver atrás: no eran capaces de deshacer el camino debido a que la transformación revolucionaria era producto de un cambio precisamente irreversible en el proceso histórico. A este planteamiento se opusieron otros más “realistas”, que vieron inviable una transformación súbita e integral de la naturaleza humana. Si en Rousseau la idea de una renovación integral aparecía como una recuperación súbita de la inocencia, asociada con la figura de Adán, pensadores como Voltaire, Diderot, Holbach y D’Alembert negaron la posibilidad de una renovación radical del género humano, y plantearon más bien la necesidad de impulsar cambios puntuales, lentos y acotados.
A lo largo de los siglos XIX y XX, la figura del “Hombre nuevo” fue objeto de sucesivas transformaciones y revistió diversos significados en todo el ámbito europeo. En Rusia, antes de que estallara la Revolución bolchevique, la intelectualidad estuvo fascinada por la idea de una renovación social y política ligada a la aparición de un “Hombre nuevo”. Éste fue, por ejemplo, el tema de la novela de Nicolái Gavrílovich Chernyshevski, Que faire? Récits sur les hommes nouveaux, publicada –en francés– en 1863. Durante el mismo período, en Europa occidental las reacciones en contra de la decadencia reactivaron también el mito de una renovación radical del género humano. Entre estas reacciones es posible identificar, primero, las concepciones filosoficopolíticas que, bajo una forma de profetismo secular, denunciaron la crisis profunda por la que atravesaba la civilización; dos autores representativos de esta tendencia fueron Marx y Nietzsche. En segundo lugar, se reconoce los diferentes movimientos artísticos y culturales ligados a las vanguardias modernistas. Y por último, puede identificarse el degeneracionismo, corriente de ideas que tuvo gran importancia dentro y fuera de Europa desde el último tercio del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX. A esta corriente se adhirieron médicos, alienistas, criminólogos y hombres de letras cuyo planteamiento central rezaba que la intervención sobre los mecanismos de la herencia era la clave para la transformación y el progreso de las sociedades.
Durante la primera mitad del siglo XX, en diferentes partes de Europa circuló una nueva versión de la figura del “Hombre nuevo” de corte antiliberal, asociada con un proceso de depuración racial que “modelaría” la sustancia de una sociedad conformada por “hombres masa”, no por individuos. En efecto, el modelo de la sociedad de masas entrañó el referente de una “revolución antropológica” mediante la cual se realizaría un trabajo de homogeneización racial, que idealmente generaría una nación integrada por seres “regenerados”, idénticos y no diferenciados. El mito mussoliniano del “Hombre nuevo”, escribió Emilio Gentile, fue inseparable de ideas relacionadas con la “salud física de la raza”, la mirada depuradora de la eugenesia y las políticas de crecimiento demográfico inspiradas en la biotipología.
El proyecto totalitario de creación de un “Hombre nuevo” –en sus versiones soviética, italiana y alemana– supeditó el trabajo de homogeneización social a la intervención de un Estado o de una instancia superior capaz de abolir los límites entre lo público y lo privado, y de desarticular la “interioridad” constitutiva de los individuos, así como de intervenir sobre las particularidades y las diferencias humanas que los sistemas democráticos respetaban, y finalmente capaz de oponerse a toda forma de indeterminación para imponer un proyecto cuya visibilidad sería absoluta y sus alcances controlables. Por consiguiente, la creación de esta humanidad regenerada, racialmente homogénea y sin diferencias internas conllevaba el sacrificio de las libertades que definían –y definen–, en cuanto tales, a los seres humanos. Así, en el contexto de los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX, el proyecto de creación de una humanidad formada por “Hombres nuevos”, idénticos entre sí, desvirtuaba la idea misma de humanidad.
En México, una de las primeras manifestaciones de la eugenesia durante el siglo XX apareció en la literatura, dentro del género de la ciencia ficción. En 1919, fue publicada en Yucatán la novela Eugenia de Eduardo Urzáiz. Esta obra hizo circular la imagen de una sociedad utópica, Villautopía, en donde las relaciones entre hombres y mujeres eran dirigidas por un Estado omnipresente que intervenía de manera activa en su vida reproductiva. En la trama de la novela escrita por Urzáiz, médico nacido en Cuba y radicado en Yucatán, el criterio utilizado para formar las parejas en Villautopía era el de la reproducción de los individuos más aptos, carentes de vicios o de defectos congénitos y que ejercían esta función como una obligación cívica. El Estado asumía la crianza y la educación de la niñez, y tanto los hombres como las mujeres eran libres de unirse o de separarse siempre y cuando estuvieran esterilizados.
El proyecto de reconstrucción política y social posrevolucionario estuvo marcado por la idea de que era necesario forjar una nueva sociedad mestiza y, al mismo tiempo, liberada de la tradición política y cultural precedente. José Vasconcelos concibió la “raza cósmica” como un crisol en el que desaparecerían los caracteres raciales “negativos” y se potenciarían los atributos “positivos” de la población mexicana. Estando al frente de la Secretaría de Educación Pública y después fuera de ella, asoció la persistencia de la diversidad racial a un proceso histórico caracterizado por la imposibilidad de fusionar culturas inconexas que se habían sedimentado unas sobre otras. Desde esta perspectiva, el mestizaje le parecía una manera de homogeneizar racialmente a la sociedad y de unificarla ideológicamente en torno a una cultura y un proyecto político.
Durante el régimen de Obregón, pero sobre todo en los años que abarcaron del inicio del callismo al final del cardenismo, fue perfilándose un verdadero programa de “ingeniería social”. Una primera vertiente de este programa estuvo relacionado con una “revolución cultural” a través de la cual se lograría el cambio en la mentalidad –las “psicologías” o las “conciencias”– de la población. Éste fue el sentido de las agresivas campañas de desfanatización religiosa que tuvieron mucha visibilidad en Veracruz bajo el régimen de Adalberto Tejeda y en el Tabasco garridista, pero también, como lo ha establecido Adrian A. Bantjes, bajo el “callismo sonorense” durante la gubernatura de Rodolfo Elías Calles. En paralelo, nuevos proyectos educativos buscaron erradicar la ignorancia e introducir los principios de una nueva moral cívica nacionalista. Además de la “educación racionalista” en el Tabasco de Tomás Garrido Canabal, durante el cardenismo la educación socialista introdujo una polémica propuesta de educación sexual que fue, por cierto, discutida por los médicos influidos por la eugenesia. Una segunda vertiente del mismo programa de “ingeniería social” posrevolucionario, muy vinculada con la anterior pero siguiendo una racionalidad propia, trató de operar una mutación fisiológica mediante la homogeneización y la depuración racial de la población. Éste fue el sentido de la política indigenista de integración vía el mestizaje, la castellanización y la educación, que ha sido bien estudiada. Y también del amplio espectro de reglamentaciones y de propuestas medicohigiénicas y demográficas –inspiradas en los planteamientos de la eugenesia, la higiene mental y la biotipología–, acerca de las cuales sabemos menos.
La convicción de que era necesario mejorar la calidad física y mental de la población, exaltando a la vez el valor de las razas autóctonas, dio lugar a la instauración de rituales cívicos como el “Día de la Raza” y el “Día del Indio”, y a experimentos más o menos efímeros, como el que se llevó a cabo en la Casa del Estudiante Indígena, fundada en 1924 como una dependencia de la Secretaría de Educación Pública, y, finalmente, a la definición de políticas de más largo alcance en el marco de instituciones clave, como fueron el Servicio Higiénico de la Secretaría de Educación Pública, el Departamento de Salubridad Pública y la Secretaría de Agricultura y Fomento. Funcionarios como Manuel Puig Casauranc, Manuel Gamio, Gilberto Loyo y Alberto J. Pani estuvieron en el origen del esfuerzo por llevar a cabo una gestión centralizada de las políticas medicohigiénicas y demográficas, mediante las cuales se pretendía alcanzar la depuración racial y social de la población. Este esfuerzo fue redoblado en los años treinta por sociólogos, médicos, psiquiatras, criminólogos y juristas como José Gómez Robleda, Alfredo Saavedra, Samuel Ramírez Moreno, José Ángel Ceniceros, Alfonso Quiroz Cuarón y Lucio Mendieta y Núñez.
Una serie de disposiciones legales puntuaron el avance de este proyecto a lo largo de más de dos décadas. El camino fue abierto por el Artículo 73, Fracción XVI de la Constitución de 1917, que dio especial importancia a las políticas de salubridad, e hizo incluso depender el Consejo Superior de Salubridad directamente del Ejecutivo. En 1918, al frente de esta dependencia, el médico higienista José María Rodríguez decretó una “dictadura sanitaria” para establecer drásticas medidas de higiene y de prevención de las enfermedades transmisibles, entre ellas las venéreas. En 1925, durante el régimen de Calles, fue promulgado el nuevo Reglamento General de Salubridad Pública, y en 1926 el Código Sanitario introdujo el examen médico prenupcial como requisito para contraer matrimonio. En 1934, se promulgó un nuevo Código Sanitario que declaró de interés público la unificación, coordinación y cooperación de los servicios sanitarios de la República. El Primer Plan Sexenal 1934-1940 incluyó un apartado sobre la “Organización básica y programa general de los servicios sanitarios en la República”. La primera Ley General de Población, promulgada en 1936, fue coherente con los puntos establecidos en los reglamentos y códigos sanitarios que se acaban de mencionar. Entre 1935 y 1940, el Departamento de Salubridad Pública estuvo casi ininterrumpidamente a cargo de un médico y general revolucionario que había sido colaborador de Carranza y después gobernador del territorio de Quintana Roo, José Siurob, quien reforzó las medidas profilácticas y preventivas para combatir las enfermedades venéreas, el alcoholismo y las toxicomanías.
En este marco legislativo e institucional, en 1931 un grupo de médicos interesados inicialmente en la puericultura y la salud maternoinfantil fundó la Sociedad Eugénica Mexicana para el Mejoramiento de la Raza, con la finalidad de “estudiar las condiciones biológicas y sociales que influyen en la degeneración de la especie humana, y para procurar que se pongan en práctica los métodos que la ciencia y las leyes sociales indican para el mejoramiento de la humanidad”. Encabezada de manera vitalicia por el doctor Alfredo Saavedra, la agrupación alentó una gestión selectiva de la reproducción y se sumó a las campañas sanitarias gubernamentales en contra del alcoholismo, las enfermedades venéreas, la toxicomanía y las enfermedades mentales, por considerar que todos estos fenómenos tenían un mismo origen hereditario. Además de proponerse poner un alto a lo que entendían como la degeneración biológica y social de la población, impidiendo la reproducción de los transmisores de una “herencia negativa”, los médicos eugenistas promovieron activamente la educación sexual, la salud reproductiva y la paternidad responsable en todos los estratos sociales. El emblema de la Sociedad Eugénica representaba estos principios a través de la imagen de “dos brazos de los sexos masculino y femenino, empuñando la antorcha del saber cuyas flamas se confunden en el ideal que inspira la enseñanza eugénica; todo esto emergiendo del mar agitado por la ignorancia y las pasiones. Al fondo se destaca la poderosa rueda del progreso”.
Si bien los médicos afiliados a la Sociedad Eugénica estuvieron en contra de la legalización del aborto, en los años treinta algunos funcionarios del Departamento de Salubridad Pública y algunas tesis de medicina exploraron la posibilidad de que el Estado autorizara la interrupción del embarazo en los casos en que así conviniera al bienestar social, persiguiéndolo como delito cuando era producto de una decisión individual. Los médicos legistas discutieron también esta medida que, sin embargo, no llegó a concretarse. Otro tema similar que fue puesto a debate fue el de la esterilización de los “indeseables”. En el Primer Congreso del Niño, celebrado en México en 1921, se votó a favor de la esterilización de los criminales. Sin embargo, fue hasta 1932 cuando, bajo el gobierno de Adalberto Tejeda, se expidió en Veracruz una Ley de Eugenesia e Higiene Mental que autorizó la esterilización de los “individuos defectuosos que […] se levantan ante la humanidad como obstáculos infranqueables para su progreso y mejoramiento social”; entre ellos estaban incluidos aquellos que se consideraba eran portadores de “defectos orgánicos hereditarios”, como los alcohólicos, los viciosos, las personas con alteraciones mentales y los criminales. Sin embargo, en términos generales, la orientación de la eugenesia mexicana no tendió hacia la aplicación de medidas extremas, y para corregir los “atavismos raciales” se consideró más bien una transformación de largo alcance mediante políticas de migración, de mestizaje y de educación.
En el ámbito de la psiquiatría, la “higiene mental” hizo sentir su influencia en los años treinta. Al igual que la eugenesia, fue una corriente del pensamiento médico que, al inicio del siglo XX, hizo de la herencia la piedra angular de la transformación de las sociedades humanas. En México, la higiene mental fue impulsada por un grupo de médicos vinculados al Departamento de Prevención Social de la Secretaría de Gobernación, al Departamento de Psicopedagogía e Higiene de la Secretaría de Educación Pública y al Manicomio de La Castañeda. Recuperando las propuestas del médico francés Edouard Toulouse y las de Clifford Beers, autor del libro A Mind That Found Itself, publicado en 1908 en Estados Unidos, los médicos mexicanos desplazaron el tratamiento individual de las enfermedades mentales al terreno de la prevención, poniendo un énfasis especial en la profilaxis y la “moralización” de las masas. En 1936, los médicos Samuel Ramírez Moreno, Saúl González Enríquez y Alfonso Millán crearon la Sociedad de Estudios de Criminología, Psicopatología e Higiene Mental, así como la Sociedad Mexicana de Neurología y Psiquiatría, en donde se discutieron temas como el de la relación entre el delito y la enfermedad mental en tanto que manifestaciones de un mismo proceso degenerativo, la situación legal de los alienados, el papel del peritaje psiquiátrico en materia penal, el vínculo entre delincuencia y alcoholismo, y, finalmente, la esterilización de los enfermos mentales. Difundieron estas ideas a través de revistas especializadas con reconocimiento a nivel latinoamericano como los Archivos de Neurología y Psiquiatría de México, la Revista Mexicana de Psiquiatría, Neurología y Medicina Legal, Criminalia y la Gaceta Médica de México.
Los diversos componentes del programa de “ingeniería social” posrevolucionario buscaron crear una nueva sociedad “regenerada” mental y físicamente, y conformada por un nuevo tipo de ciudadano: el “Hombre nuevo”. Pensado como la partícula elemental de las organizaciones de masas, este “Hombre nuevo” era racialmente un mestizo. Su perfil social combinaba rasgos del proletariado obrero y campesino, y de la clase media. En lo relativo a sus costumbres, estaba libre de vicios como el alcoholismo y el fanatismo religioso; era un trabajador honesto y un buen padre de familia. Ideológicamente, era portador del patriotismo y fungía como un agente activo en la difusión y la profundización del nacionalismo de Estado.
A mediados de los años cuarenta, la revista Futuro presentó a Vicente Lombardo Toledano como la encarnación misma de este “Hombre nuevo”, liberado del pasado e identificado con el nuevo proyecto de la clase obrera.
Existen infinidad de indicios, no sólo textuales sino también iconográficos, que permiten plantear que la figura del “Hombre nuevo” constituyó uno de los ejes ideológicos de la Revolución en el poder. Basta echar una ojeada general al contenido y a las portadas de periódicos y revistas, a la producción de las artes visuales, a la arquitectura y a los monumentos, carteles, folletos y a la propaganda política en el período que abarca entre 1920 y 1950. La nueva elite política e intelectual concentró en esta forma de representación de lo social muchas de las expectativas de renovación que la Revolución había generado en amplias capas de la población. Por otra parte, la figura del “Hombre nuevo” fue funcional para la nueva clase política en la medida en que permitió recuperar propuestas de transformación que habían estado presentes en otras revoluciones modernas: la francesa, la bolchevique, el fascismo mussoliniano y el nacionalsocialismo alemán.
Detrás de la figura del “Hombre nuevo”, de su fascinante significación e iconografía, se abren una serie de interrogantes acerca de cuáles fueron los elementos de estas corrientes que se asimilaron en México, cuáles fueron desechados y también en qué medida la sociedad mexicana estuvo determinada o “modelada” por ellos. ~