El legado sagrado de Edward Curtis

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La corriente “naturalista” que aparece en el Renacimiento asume la fotografía como la técnica más fiel de representación de la realidad, al punto que la divulgación del invento se juzga comienzo del declive de la pintura representativa. En el curso de nuestros dos siglos recientes hemos aprendido que “realidad” y conceptos circunvecinos, como “verdad”, “verosimilitud”, “objetividad” o “subjetividad” son mutables y que nada más tortuoso que dilucidar la frontera entre veracidad y representación. Entre los casos que ilustran tal discusión, ninguno como el de Edward Sheriff Curtis.

La vida de Curtis tiene esa desolada grandeza que impresiona a las mentes ahítas de romanticismo. Nacido en 1868 en Whitewater, Wisconsin, a los doce años construyó su primera cámara con ayuda de un manual y recurriendo a los lentes que su padre, un antiguo soldado de la Unión, le obsequiara. Amante de la vida salvaje y de los grandes exteriores, quiso aprehender el espíritu de los últimos nativos norteamericanos, registrar la agonía de una raza. Dos sucesos determinaron esa ambición: su encuentro con Princess Angeline, hija del Jefe Seattle, en cuyo honor se fundó la ciudad homónima y a la cual se habían mudado los Curtis tras la muerte del patriarca, y el rescate de una partida de excursionistas en el monte Rainier. Las fotografías de la anciana vendedora de almejas merecieron lauros. Los exploradores, comandados por George Bird Grinnell, un antropólogo especialista en la cultura indígena, lo invitaron a ser parte de la expedición que viajaría a Alaska, como fotógrafo oficial.

En 1907 emprendió una especie de registro enciclopédico de los pobladores originarios de Norteamérica que duraría treinta años y que implicaría tomar más de 40,000 fotografías, recorrer el territorio estadounidense de Alaska a Texas, entrar en relación con más de ochenta tribus y convertirse en el especialista por antonomasia de la cultura indígena de Estados Unidos.

Curtis resintió en su salud y en su vida esta labor descomunal, que además de fotografías incluyó grabaciones en los sensibles cilindros de cera inventados por Edison. La esposa lo acusó de abandono del hogar y lo despojó de su patrimonio, sus mecenas murieron, la situación del país cambió, el interés por los nativos menguó y Curtis se asiló en el hogar de su hija menor. Murió en 1952, pero ya veinte años antes se había convertido en uno más de esos fantasmas que recorrieron el Oeste.

Curtis fue víctima en parte de su delirio, de su concepción romántica de la historia, pero también de la intolerancia de quienes exigían veracidad ahí donde solo había verosimilitud. El lírico compositor de retratos y obras tan sutiles como “En el agua (apache)”, donde se distinguen las ondas y el movimiento del aire, o ese primer plano donde se aprecia y palpita el movimiento de la brisa mientras los guerreros, motivo central de la composición, lucen borrosos (“Antes de la tormenta”), se había convertido, en los años treinta, en un impostor. Su labor, que recorre la historia de la fotografía pasando de la impresión en plata sobre gelatina a la cianotipia, el orotono o la impresión mediante pigmentos, palidecía ante su fama como etnógrafo y los nuevos antropólogos lo denunciaban por alterar composiciones y construir escenografías. En suma, por proponer una representación como testimonio.

Paradójicamente, la lección que aporta la vida de este visionario que parece soñado por Werner Herzog es que cuando la ciencia reclama a la fotografía objetividad, la fotografía responde con una clase muy distinta de objetividad: la que se obtiene mediante la simulación. Las representaciones de Curtis ciertamente no cumplen con los preceptos del método científico. A cambio aportaron impresiones de verosimilitud donde ya no había nada sino devastación. Si aún hoy podemos apreciar la altivez en el rostro de sus jefes indios, el asombro del niño esquimal, la sonrisa ingenua de Mountain Stick Flower, admirar la gracilidad con que las mujeres se dirigen hacia el río o las imperfecciones de la piel de sus indígenas, es porque el artista, cuya evolución corre al parejo que los descubrimientos de la técnica, sabía cómo emplear diversos filtros para otorgar profundidad a sus tomas, y qué sustancias aplicar para ofrecer nitidez, resaltar brillos o imbuir sombras. Para devolver al registro esa riqueza de la realidad siempre se ha requerido de manipulación. Que no le importara lo laborioso ni lo caro del proceso motivó que el costo de su trabajo se incrementara. Gracias a esa prolijidad y a esa sapiencia para ofrecer una gama de tonalidades imposibles de lograr mediante un método más rápido y “natural”, Curtis, compañero de viaje del pictorialismo, sumo exponente de la técnica del orotono y de la goma bicromatada, queda no solo como un soñador o un titán agobiado, sino como uno de los más finos exponentes de la fotografía norteamericana. Ese es su legado sagrado. ~

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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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