La idea es más o menos esta: un lector es buena cosa, treinta millones de lectores son un problema. Si uno espía a una lectora, uno puede llegar a admirar algo bello: un cuerpo tendido en una tumbona, un rostro apacible, atención extrema. Ahora: si uno multiplica una y otra y otra vez esa imagen, la escena adquiere cierto tono monstruoso –demasiados libros, demasiados consumidores. ¿Cómo satisfacer a tantos lectores? ¿Para qué escribir tantas obras? ¿De qué modo mantener a la literatura ajena a la lógica del mercado cuando el mercado crece y demanda y es multimillonario?
Además: los árboles talados, las pilas de basura, el hedor.
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Hablamos de millones, decenas de millones de lectores. Que medio mundo esté hoy semialfabetizado es parte del asunto. Que la publicidad y las cadenas comerciales acerquen, como nunca antes, los libros a los consumidores es, también, parte del asunto. Pero la clave es, quizá, el tiempo libre: el ocio, antes propio de la aristocracia, es cada vez más democrático (por lo mismo más inocuo) y son muchedumbre los individuos que demandan, para saturar sus horas, entretenimiento y espectáculos. Hablamos, también, de una industria editorial dispuesta a complacerlos. El comercio de libros ha existido desde hace siglos; la novedad es el tamaño del negocio: tantos volúmenes, tantos consumidores, la velocidad con que se les consiente. Para satisfacer la numerosa demanda, las grandes editoriales no han dudado en fundirse con el sistema financiero y la industria del entretenimiento. Para competir con las demás corporaciones, han afinado el proceso que Theodor Adorno advertía hace tiempo: “Los productos culturales de la industria de la cultura ya no son también mercancías, sino mercancías de principio a fin.” Para vender copiosamente, ofrecen ante todo lo que se les exige: diversión efímera, un buen rato, un pobre espectáculo literario. También de eso hablamos.
La buena nota es que ahora, mientras hablamos, muchos de esos millones de lectores se topan con una obra formidable y algo, en alguna parte, se enciende. También bueno es que la democratización de la lectura ha supuesto la desacralización del libro y de los corros intelectuales. ¿Para qué lamentar que el libro sea un objeto de consumo masivo y que los santones intelectuales a que nos acostumbró el siglo XX estén por extinguirse si se puede vivir sin fetiches y paladines? Mejor todavía: la multiplicación de los lectores supone, puede suponer, la llegada de los bárbaros a una sofocada ciudad literaria. Por lo pronto esos bárbaros –lectores ocasionales, ajenos a la tradición literaria– han sido poco salvajes: se entretienen fácilmente, el costumbrismo y los subgéneros literarios parecen bastarles. Pero podría ser de otro modo: los más radicales podrían abrir un boquete y ventilarlo todo.
La mala nota es que esos radicales son pocos y poco significativos. También son escasos los buenos lectores. Aunque se ha multiplicado exponencialmente el número de personas que consumen libros, no puede decirse que hoy se lea mejor –es decir: con más potencia y originalidad– que antes. Más bien lo contrario: prevalece en todas partes la lectura distraída de una literatura de entretenimiento. Como ha mostrado Fernando Escalante Gonzalbo en A la sombra de los libros, han crecido los lectores ocasionales, no los habituales (aquellos que consumen un libro de vez en vez, casi siempre novedades, y no los que viven leyendo). Crecido en número y peso: son muchos y significan cada vez más en la discusión pública. Antes eran mayoría pero apenas si importaban; era la minoría de lectores profesionales la que marcaba el tono del debate. Ahora apenas si hay debate literario: entre tantos, y tan dispersos, la discusión de obras y poéticas es difícil. Cosa de tamaños: antes, una comunidad de lectores; ahora, un público. El público literario.
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El conocido lamento de Salvador Elizondo, por ejemplo: ahora los libros se escriben para ser leídos y no porque deban ser escritos. La creciente sospecha: son los lectores los que señalan qué debe ser escrito y no los libros los que crean a sus propios lectores. Porque ese es el asunto: padecemos una tiranía, y no es el escritor el que gobierna. El público avasalla y obliga. El público demanda cierta literatura y la industria editorial se la provee. No habría problema si el público se entretuviera, como antes, con best-sellers y demás libros de entretenimiento. Pero hay problemas: demandan más, obras con prestigio, y casi toda la literatura, también la “seria”, está volcada en la tarea de satisfacer al público. Se dirá que exagero pero incluso los buenos escritores hacen, de vez en vez, concesiones: perpetran novelas históricas porque son rentables; atenúan su prosa porque será traducida; eligen a una mujer como personaje principal porque son más las lectoras que los lectores; fatigan los subgéneros; escriben para ser queridos. El resultado: no sólo libros apagados e innecesarios sino el desvanecimiento de la frontera entre el best-seller y la literatura, el escribiente y el autor, el público y los lectores. Eso y la uniformidad: aunque se escribe para los muchos, se escribe repetidamente lo mismo.
En cierto sentido, el público literario es un monstruo informe. No tiene, como el lector, un rostro sino millones. En vez de una lengua, todos los idiomas. Es mexicano y turco y neozelandés al mismo tiempo; masculino y femenino simultáneamente. ¿Cómo escribir para eso? Sencillo: como los redactores de best-sellers. Primero, sacrificando aquello que nos vuelve particulares: el estilo personal, los acentos locales, los caprichos del idioma que ejercemos. Para decirlo de otro modo: redactando obras pueriles que cualquiera, en cualquier parte, pudo haber redactado. Después: empezando desde el principio. Hay entre el público lectores iniciados, capaces de soportar desafíos, pero predominan los lectores principiantes, con apenas conocimiento de la tradición literaria. Por lo mismo, si se escribe para el gran público, es imposible seguir la literatura desde donde estaba. Aunque Joyce o Stein o Beckett o Bernhard hayan dejado la escritura al borde de un abismo, es necesario hacer como si nada de eso hubiera ocurrido y comenzar de cero: las convenciones costumbristas, el tono novelesco, la maldita cosa. Feliz el arte contemporáneo: allí Duchamp triunfó, se crea a partir de su urinario.
En otro sentido, el público literario es previsible. Como todo público, debe ser seducido, atraído hacia las mercancías. Ese no es trabajo sencillo: también el cine y la televisión y el turismo y la pornografía desean saturar el tiempo libre de los consumidores. Peor todavía: si se le compara con una película o un vuelo en paracaídas, el libro apenas si es llamativo. Es por eso que el libro es sólo una parte, acaso ya no la principal, del marketing literario. Lo que venden las grandes editoriales no es una obra sino la obra y sus alrededores: la firma del autor, su pretendida celebridad, su carisma en las entrevistas, la presentación del libro, los comentarios elogiosos impresos en la cuarta de forros. Lo que se ofrece no es literatura sino la promesa de que esa literatura consume el tiempo de un modo más distinguido que otras ofertas de la industria del entretenimiento. De hecho, es tanto el empeño invertido en el marketing literario que uno podría pensar que el espectáculo ocurre allí, entre el editor y el público, y ya no en el texto, entre una palabra y otra.
Como todo público, el público literario debe ser complacido. Lo que más desea es persistir: seguir siendo lo que ya es. No quiere obras desafiantes o capaces de desplazarlo y reformarlo; nada que lo abrume y derrote y demuestre que hay lectores más refinados. Sencillamente lo mismo que ya lo divirtió hace dos semanas o el verano pasado: la misma novela, del mismo subgénero, si es posible escrita por la misma persona. El público, aparte, desea ser reafirmado: nada disfruta más un lector ocasional que sentirse legitimado por el libro que lo distrae en ese momento. Para serlo, un buen libro de vacaciones o de fin de semana debe reconfortar a sus consumidores: demostrarles que el escritor es un hombre como ellos, que ambos comparten ideas más o menos afines (¡todos adscritos al bendito sentido común!), que la distancia entre una buena novela y un buen programa de televisión es casi nula y que da lo mismo si abandonan el libro y vuelven frente a la tele. Desde luego, también quieren ser divertidos. Porque ya se sabe: la idea es pasársela bien y sólo vale lo que entretiene. El criterio estético al uso decreta: es bueno aquello que divierte, es malo lo que aburre. No hay libros estimulantes o difíciles o radicales o lúcidos. Hay libros aburridos y divertidos. Punto.
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“Saber de literatura es malo para un editor; yo soy capaz de convertir un libro con las páginas en blanco en un auténtico éxito de ventas.” (José Manuel Lara, fundador de Grupo Planeta.)
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Elijamos, de entre el público, a un lector. ¿Lector? Más bien espectador. También eso: el público literario está compuesto, más que por lectores, por espectadores, y uno y otro son bestias distintas. El lector, en principio, participa: recrea lo que lee y, de una manera u otra, contribuye en la conversación pública. “Ese hombre despreciable que es el espectador” (Guy Debord) observa y sólo eso: es pasivo, rara vez interviene en el espectáculo que contempla. Para decirlo de otro modo, el lector y el espectador observan de modos opuestos: la mirada de uno es acción, la del otro recepción. Ya Iván Illich, en su bellísimo ensayo “Guarding the Eye in the Age of Show”, ha probado que la historia es larga: desde hace mucho que la mirada se debilita. Entre los clásicos, cuenta, la mirada era movimiento, un latigazo casi capaz de tocar los objetos. Entre los escolásticos, un análisis penetrante que extraía universales de cada cosa. En el Renacimiento, una cámara. ¿Ahora? Ni siquiera eso: un vistazo dócil, un ojo miope que escanea las muchas imágenes que la industria del entretenimiento emite. No extraña que aquella línea en que Homero compara unos ojos con dos soles nos sea ahora casi incomprensible. El espectador, hoy, no deslumbra: es un cuerpo opaco al que la sociedad del espectáculo alumbra tibiamente.
Antes que experiencias, el espectador demanda imágenes –y buena parte de la literatura contemporánea se las provee sin reparo. Ese es otro punto: la sumisión de las artes narrativas a la cultura de la imagen. Si uno se asoma a una mesa de novedades, uno se topará con una narrativa casi exclusivamente representativa: dócil, conservadora, reducida a reflejar el mundo. Parecería que ya no se trata de penetrar y criticar el estado de las cosas, menos de reformarlo –tampoco de torturar las formas narrativas hasta obligarlas a imitar la aspereza de la realidad o de jugar, simplemente, con la escritura misma. Se trata, cada vez con mayor frecuencia, de ofrecer imágenes: mirar el mundo y duplicarlo. ¿Es necesario decir que esas imágenes no son aquellas que prescribía Reverdy –revulsivas, compuestas de elementos opuestos– sino otras menos violentas, casi clips televisivos? ¿Hay que agregar que los autores de esa literatura están cada vez más cerca de los fotógrafos reaccionarios denostados por Susan Sontag en Sobre la fotografía? Unos y otros comparten un rasgo o, mejor, un defecto: la no intervención. Registran y reproducen, reproducen y no transforman un ápice el estado de las cosas. Para probarlo, mire la novelita histórica que descansa en el buró de su cuarto. Es una obra mansa: su único propósito es ilustrar el pasado, volver imágenes los procesos, suplir a la cámara cinematográfica. Otra cosa es el realismo: una indagación radical –y por lo mismo peligrosa– del estado de la vida.
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Están, también, los acontecimientos. La era del espectáculo es un tiempo de acontecimientos. En todas partes y a todas horas: eventos, fiestas, estrenos, distracciones. Para mantener su orden, la sociedad del espectáculo no necesita fijeza sino movimiento: novedades. De preferencia, anodinas: la idea es entretener a la gente, no sacudirla y menos desafiarla. Lo mismo en la literatura: allí también se suceden los acontecimientos y allí también son sobradamente inofensivos. Ya se sabe: entrevistas, presentaciones de libros, conferencias, festivales, ferias, brindis perpetrados bajo cualquier pretexto. O la nueva moda: homenajes. Porque este escritor cumplió ochenta años. Porque aquella escritora incurrió en la poesía. Porque este funcionario –burro– se fue a dormir analfabeta y amaneció, misteriosamente, vuelto autor de un libro. Lo que sorprende no es la vulgaridad de los eventos sino la disponibilidad de los escritores: casi todos se prestan a lo que venga. ¿Servicios a la literatura? Más bien a las editoriales, para que puedan demostrar al público que ellas también saben entretener, montar una fiesta. Feliz, de nuevo, el arte contemporáneo: en medio de la frivolidad, algunos de sus eventos todavía aspiran a volverse actos, performances, happenings.
Yves Michaud (El arte en estado gaseoso) ha analizado el fenómeno de la fiesta en el arte contemporáneo. Explica: en la sociedad del espectáculo la obra de arte es apenas una fracción del arte. Importan lo mismo, y a veces, más los acontecimientos: la inauguración de una muestra, el coctel que le sigue, el dj, la gente, lo que la gente dice y viste. El espectador no contempla, durante el evento, las obras expuestas, apenas si las mira; su tarea es percibir el ambiente, relacionarse con el entorno. No puede decirse, no todavía, que en la sociedad letrada ocurra lo mismo pero algo semejante ya despunta: la preeminencia de los actos literarios. ¿Para qué ocultar que hoy las editoriales gastan más dinero y tiempo en la organización de los brindis que en la corrección de los libros? ¿Para qué negar que los editores prefieren que sus autores sean entrevistados en la televisión antes que reseñados en un suplemento cultural? Es fácil anticipar dónde terminará todo esto: en la no lectura. Así como las galerías lucen pletóricas durante la inauguración y vacías después de la fiesta, así los libros: serán adquiridos y atendidos sólo mientras se les presenta o la campaña de promoción dura. Porque después siguen otros libros, otros brindis, otras campañas. Porque empieza a valer lo mismo la asistencia a un evento que la lectura de un libro. Como ha apuntado Gabriel Zaid en The Secret of Fame, esto es lo que cierta publicidad parece sugerir al lector: más que leer, importa que estés allí, donde ocurre el espectáculo literario.
Se entiende que, si hay público y espectáculo, hay actores. Se entiende que ese actor es el escritor. Si uno quiere destacar más allá del mundo literario y seducir al público, uno debe saber algo más que escribir: posar, reír, resumir (el “pensamiento-minuto” de Deleuze). Si uno desea ser famoso, uno debe transigir ante la cultura de la imagen. Es cierto que muchos escritores no transigen y sencillamente escriben, pero también es verdad que son muchos, cada vez más, los que posan y escriben para cortejar a la fama. Siempre ha sido así: no es nuevo el deseo de celebridad ni la literatura de entretenimiento escrita para la mayoría. Nunca ha sido así: es nueva, y alarmante, la cantidad de buenos escritores que luchan por algo de fama; la disposición de tantos a redactar lo que se exige; la confusión entre escritura y entretenimiento. La buena noticia, para esos escritores, es que es difícil adquirir fama pero, una vez ganada, ya no se la pierde. Basta fijar el rostro entre el público o redactar un best-seller para que los lectores sigan comprando los libros de ese autor y los medios de comunicación difundiendo sus palabras. Ni el público ni los medios necesitan, al fin y al cabo, tantas celebridades literarias: ubicadas unas pocas, no las sueltan.
Pero véase a la mayoría de los escritores: algo de caspa, mal aliento, fea dentadura. Salvo unos cuantos, un desastre ante la cámara, poca gracia. ¿Qué importa que se esfuercen y preparen en casita si ya en la televisión tiemblan y tartamudean y ofrecen un espectáculo deplorable? ¿Cómo explicarles que nunca serán más fotogénicos que aquella estrella analfabeta o tan cool como ese infame comediante? Es un hecho que si los escritores insisten en competir dentro de la lógica de la sociedad del espectáculo, serán derrotados. De hecho, ya empiezan a ser vencidos y sustituidos. Como rara vez deslumbran en una foto o ante el público, las grandes corporaciones ya empezaron a hacerse de otros actores: políticos, conductores, deportistas, cantantes, encueratrices que cometen, o fingen cometer, un libro. Su obra literaria será pobre pero, ay, cómo lucen en las entrevistas y las presentaciones y los brindis. Ya llegará el día en que estas celebridades desplacen a los escritores y ocupen el sitio protagónico en el espectáculo literario. Falta poco para que en las ferias de libro ocurra el cambio: ahora el actor de moda acompaña al escritor en la presentación de su libro; mañana el escritor acompañará al actor cuando este presente su novela más reciente. ¿Que exagero? Por el contrario: el crítico ya fue desplazado, omitido.
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El ejemplo es Baudelaire. Cuando la modernidad se le vino encima, no dijo: vuelta atrás. Lamentó lo lamentable y advirtió a los artistas: es necesario ir más allá, ser más veloces que la modernización, más modernos que los jodidos burgueses. Habría que hacer, ahora, un poco lo mismo: quejarnos y, un instante después, marchar hacia adelante. En vez de añorar las academias, celebrar su demolición. Antes que extrañar la cerrada comunidad de lectores y escritores, orinarnos en el vacío. Que son muchos los eventos: pues resistir y desviarlos de vez en vez a favor de la resistencia. Que es poderosa aquella revista e influyente esta editorial: pues depositar en sus páginas, entre sus tapas, una escritura explosiva. Que es atractiva, seductora la sociedad del espectáculo: pues, en vez de cegarnos ante sus productos, explorarla, criticarla, romperla.
La misión de los escritores progresistas: mantener latente la posibilidad de una ruptura. ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).