Esas máquinas mágicas

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Se está hablando mucho de plagios literarios, de los llamados "negros", de los libros por encargo que no se espera que escriba la persona encargada, sino sólo que los firme. La cuestión es más complicada de lo que parece; en ella caben infinitos matices y claroscuros, muy diversos grados de intencionalidad y conciencia, zonas de penumbra o muy pantanosas en las que no resulta fácil distinguir el plagio del calco, la mímesis de la influencia, el epígono de la resonancia, la parodia del homenaje, el remedo de la coincidencia. Por eso la mayoría de los plagios pasan inadvertidos; y cuando sí son detectados y denunciados, no suelen poder probarse, excepto en casos muy flagrantes y burdos como el que ha servido ahora de recordatorio.
     Entre la novela de la periodista Ana Rosa Quintana, que por lo visto reproduce páginas ajenas enteras sin que eso pueda achacarse a ninguna máquina (por perfeccionadas que estén, siempre obedecen órdenes de un ser humano), y lo que hicieron grandes literatos como el novelista Sterne, que traduje hace lustros, o el poeta Eliot, media un abismo. Yo me harté de señalar, en las notas a mi edición de la dieciochesca Tristram Shandy, dónde había paráfrasis de Cervantes, Montaigne, Rabelais o Luciano; y Eliot, en un rasgo de gran honradez, indicó al final de su célebre poema La tierra baldía cuáles habían sido sus fuentes literarias e incluso qué versos, insertados aquí y allá entre los propios, provenían del Dante, Ovidio, Baudelaire o Webster. A nadie se le ocurrió acusar a uno ni a otro de plagio, en parte por el reconocimiento explícito de sus "deudas", en parte porque su utilización de breves textos antiguos dio lugar a una nueva creación, y de altísima calidad en ambos casos. Y si en tiempos de Eliot ya se estaba familiarizado con el moderno y vigente concepto de autoría, en los de Sterne no tanto, y menos aún en los de Shakespeare, quien, como es sabido, tomó historias y argumentos de Saxo Gramático, o de William Painter y otros renacentistas, para sus obras, no por ello menos novedosas en lo referente a lenguaje, profundidad y estilo.
     Hoy, por fortuna, la propiedad intelectual está protegida. En un caso como el que ha levantado la liebre no sólo parece haber habido un fraude en toda regla a los lectores, sino también un "robo" o apropiación indebida de lo que otros crearon; sin permiso, reconocimiento ni pago. Pero no se crea que los plagios existentes son tan inequívocos y zafios como este, ni que sólo incurren en ellos quienes carecen del oficio de la escritura y en cambio poseen un nombre popular que actúa como mero reclamo propagandístico para compradores incautos. Lo que sucede es que los escritores que se inspiran en exceso o "toman prestado" de otros suelen ser más astutos, y maquillan o disfrazan sus calcos de manera que nunca se los pueda acusar de plagio con todas las letras, o ante un tribunal. Un famosísimo novelista ya viejo, por ejemplo, imitó párrafos enteros del cuento de Joyce "Los muertos" en una novela que, por cierto, llevaba en su título esa palabra, "muertos", y publicó una editorial del Grupo Planeta; y ningún crítico —ellos, con sus supuestos conocimientos, deberían ser quienes detectaran estas cosas— se enteró o quiso enterarse, acaso por la larga fama de vengativo del viejo novelista imitativo.
     Y yo mismo me encontré, en la novela ganadora del Premio Planeta de hace unos años, con lo siguiente: en 1988 había yo escrito un largo artículo sobre Venecia, en el que por ejemplo había dicho: "la preciosa Virgen de Giovanni Bellini con un Niño Jesús energúmeno que no se sabe si está a punto de ahogarse o saltar al cuello de su increíble Madre"; y el joven y protegido escritor premiado, cuya novela transcurría en Venecia, decía del mismo cuadro: "la postura un poco quejicosa del Niño, que parecía a punto de ahogarse y de saltar al cuello de su Madre". O bien yo había escrito: "la enorme fábrica de harina levantada en 1884 […] oscura, lúgubre, derrelicta: […] los edificios de Mulino Stucky"; y él escribía del mismo y bastante desconocido lugar: "La fábrica de harinas Stucky, construida a finales del siglo pasado […] abandonada a su ruina y asediada por el agua como un buque derrelicto". O había yo añadido: "Allí no hay nada […] sólo ratas como gatos"; y añadía el planetario: "Había ratas gordas como gatos". O había yo comentado: "se cruza uno con niños que pescan sepias y platijas"; y él: "los niños de la Giudecca pescaban platijas". Etc. No sé, quizá ustedes sepan poner el nombre mejor que yo, entre tantos posibles. Pero como aquella novela llevaba dos páginas de "Agradecimientos y Advertencias", supongo que, de haber existido total buena fe, ese habría sido el lugar para mencionar mi pieza "Venecia, un interior", que no aparecía por ningún sitio. Pero en fin, yo no he tenido jamás un ordenador en mis manos, así que a lo mejor ando equivocado respecto a sus capacidades, rebeliones, desobediencias y milagros. Quizá sea hora de que me pase por fin a esas máquinas mágicas, pues parecen ayudar lo suyo a escribir libros de éxito y a que los publique siempre la editorial más potente. –

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(Madrid, 1951-2022) fue escritor, traductor y editor. Autor, entre otras, de las novelas Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (tres volúmenes publicados en 2002, 2004 y 2007) y Tomás Nevinson (2021). Recibió premios como el Rómulo Gallegos en 1995, el José Donoso en 2008 y el Formentor en 2013. Fue miembro de la Real Academia de la Lengua.


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