Eutanasia

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Señor director:
     He leído con gran interés, en su número de mayo, la nota de Francisco González Crussí sobre la eutanasia en el caso de la señora Schiavo, en Estados Unidos, y los condenables excesos a que dio lugar. Su manera de plantear los polos de este problema ha sido clarificadora y consoladora para mí, que tuve la desgracia, ante la enfermedad terminal de un amigo muy próximo y querido, a quien unos médicos muy jóvenes, en extremo celosos de su juramento, se proponían al final alimentar directamente por una sonda abierta sobre la piel contigua al estómago —estando él ya en coma, sin poder deglutir ya, sin ninguna esperanza de recobrar la salud ni la conciencia, y después de sufrir un largo y dolorosísimo proceso de deterioro físico y mental—, tuve la desgracia, digo (y el privilegio), de deber decidir y responsabilizarme, yo mismo como médico, junto con la esposa de mi amigo, de que no se le aplicara ninguna forma de prolongación artificial de la vida.
     Este amigo mío —como se podría decir de tantos pacientes de enfermedades crueles—, cuando sano, era un enamorado de la vida, y así lo contemplé y traté muchos años. Era un artista, músico muy culto, que había vivido de niño los horrores de la Segunda Guerra Mundial en su patria, y que, superado ese estrago, logró volverse un generoso y dotado profesor. El conocimiento que tuve de su personalidad me hizo tomar esa urgente decisión final sin dudar: sé que él la habría aprobado, que la habría pedido con ahínco. “Dios nos bendiga con un buen zopetón” era una de sus frases. He oído decir que, en los casos de las enfermedades terminales, dolorosas o no para el paciente (y siempre moralmente dolorosas, para él y su familia), en el último extremo de la fase final, la Iglesia Católica permite que deje de prolongarse artificialmente la vida de los enfermos, porque en realidad lo que se hace con ello es alargar su agonía, cosa que va en contra de una bien entendida caridad y de un genuino sentimiento de compasión. Así lo señala el Sr. González Crussí, a mi juicio con acierto. Él recomienda, enfáticamente, respetar la autodeterminación de los pacientes: tiene toda la razón.
     En Estados Unidos y Canadá, al ingresar en un hospital, suele preguntarse por rutina al interesado (cuando puede contestarlo), en el caso de sufrir un accidente quirúrgico grave (o medicamentoso, infeccioso o alérgico) que lo ponga al borde de la muerte, o que incluso le interrumpa las funciones vitales, si acepta o rechaza las maniobras para tratar de devolverlo a la vida, y si acepta o rechaza, llegado a un estado vegetativo persistente, que se lo mantenga artificialmente vivo (con alimentación por sonda y un respirador electrónico, etcétera). Podríamos adoptar esa costumbre en México también. Y podríamos, sobre todo, promover, exigir que se modifique ya nuestra legislación sobre la eutanasia que —como la que se refiere al aborto— es tan cuestionable, y sólo da lugar a que no se respete la ley, y a que no se pueda normar ni vigilar una práctica necesaria y justa. –

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