Signos de contradicción
De entrada, para hablar de Juan García Ponce creo necesario recordar que todo lo que podamos decir sobre su obra ya está dicho. Y más aún que sus críticos, que son incontables, ha sido él quien se ha encargado de hacerlo: en sus ensayos, de manera indirecta, al analizar los libros y autores que lo apasionan, y dentro de su obra narrativa, que no sólo juega a reflejar las de los otros sino a sí misma, de un texto a otro, al crear un sutil entramado de ficción y reflexión, como sucede en El libro, Crónica de la intervención, De ánima o Catálogo razonado, por mencionar los más evidentes. Pero además, García Ponce se ha explayado en el análisis directo de sus libros en una infinidad de entrevistas concedidas a lo largo de cuatro décadas en todos los periódicos, revistas y suplementos culturales del país. En cuanto a sus críticos, creo que la mayoría ha caído una y otra vez en acercamientos parciales, en malentendidos retóricos o en proyecciones personales, que si bien no aportan nada nuevo al conocimiento de la obra de García Ponce, sí se reparten de algún modo ese conocimiento pasándolo de pluma en pluma, haciéndonos creer que lo que dicen es verdad o es verdad suficiente. Es un modo, sin embargo, de acercarse a esta obra vasta y compleja, a la que no es posible abarcar de una sola mirada, porque exige la atención de todos los sentidos.
García Ponce es un escritor de contradicciones acuciantes, de apuestas radicales; cultivador de imposibles literarios, representa dentro de la cultura nacional un elemento de contradicción. Él lo ha dicho: “Todo lo que yo digo es la contradicción viviente.” Su obra plantea, pues, por principio, la ambivalencia: el conflicto entre la esfera instintiva y la intelectual, que sólo puede resolverse a través del arte y en la relación de éste con la vida, como forma de vida. En sus ensayos se encuentran sus preocupaciones fundamentales y a través de ellos podemos ver cómo va delineándose y tomando forma un pensamiento. Porque García Ponce es uno de los pocos escritores mexicanos de los que podemos decir que, además de una obra, tienen un pensamiento. Un pensamiento que, en su caso, se fue formando paralelamente a su obra narrativa, en una infinidad de ensayos dedicados a los más diversos aspectos del arte, la literatura y la reflexión moral. Un pensamiento cimentado en el estudio obsesivo de su tradición; coherentemente articulado, si bien su propósito último no es otro que afirmar un sinsentido a través del sentido; y un pensamiento que, además, es conducente pues en última instancia exige o propicia la participación o la “complicidad”. En el despliegue de los ensayos advertimos sus oscilaciones, la constante polarización de opuestos que da por resultado la escritura de desdoblamientos característica de García Ponce, en la que los signos se dividen, se enfrentan, se atraen o se alejan. Asimismo en sus ensayos es posible seguir la trayectoria de un proceso de síntesis, tendiente a la disolución de esas oposiciones en una unidad que las engloba y las eleva. El sentido profundo de su obra hay que buscarlo en esa búsqueda de una unión imposible. Una búsqueda del absoluto, como diría él mismo, en un mundo sin absolutos, sin centro, en cuyo hueco fue colocando al arte, al amor, a la mujer, a la vida, al signo único, a la intensidad más fuerte. Quien se acerque a sus ensayos tendrá que familiarizarse con los términos puestos por él en circulación, así como también con sus búsquedas apasionadas, determinantes de su pensamiento. La búsqueda constante del significado del arte. El reconocimiento de la realidad de la ficción y la importancia absoluta de la imaginación. La intervención del arte en la realidad, es decir, el sentido que le da a la vida. Asimismo, en el límite de un pensamiento que al acabar por pensarse a sí mismo se descubre como una pura fuerza instintiva más, los postulados de García Ponce se dirigen literalmente hacia la búsqueda de imposibles: hacer visible lo invisible, pensar lo impensable, decir lo indecible, escribir desde la muerte, transgredir el propio cuerpo, atentar contra la propia identidad. Porque eso sí, también habrá que familiarizarse con (o que enfrentar a) el doble filo de la ironía garciaponcesca, el carácter corrosivo de su escritura en su demoledor escarnio de los valores absolutos y en su exaltada defensa de los negativos. Por lo que toca al carácter conducente de sus ideas, como se ha dicho incontables veces, García Ponce apela a la complicidad del lector. Pero no lo hace sólo para que el lector vea lo que él está dispuesto a mostrarle, sino para que, más allá de la complicidad pasiva, lleve al mundo las formas de vida posible propuestas por su arte. En el reconocimiento de sus imágenes y deseos más íntimos, puestos en acción por los mecanismos de la obra, el lector de García Ponce es tentado a hacerse cargo de la puesta en vida de la obra.
Por eso, el lugar donde se resuelven las oposiciones centrales de ésta (arte-vida, obsesión-conciencia, misterio-forma, etcétera) no son los ensayos, sino las novelas y los relatos, en los que “el intelecto se aboca a lo instintivo para iluminarlo y darle sentido”, convirtiendo los impulsos en formas, el pensamiento en arte. Si bien su narrativa surge de las mismas fuentes, no debe, sin embargo, tomarse como una pura ilustración de sus pensamientos, sino más bien como la representación de éstos en el terreno del arte, como su floración, digamos, en el terreno abonado de una tradición sobre la que descansa y a la que enriquece con nuevos frutos. La aparente facilidad de sus novelas y cuentos estuvo sustentada desde un principio en la búsqueda de un sistema narrativo que le permitiera penetrar la realidad para extraer de ella su sentido. Es decir, García Ponce encaró la literatura como investigación. Y la forma como el factor principal de su obra. De modo que ésta, en conjunto, tiene tal coherencia que es posible transitar por ella —de las obras de teatro a los cuentos y de éstos a las novelas y viceversa— encontrando en sus múltiples variaciones su unidad y su sentido. Obra hecha de repeticiones y variantes; de brillantes superficies y de hilos ocultos. Sus temas están en ella desde el principio. Los críticos han destacado el amor y la mujer. Pero todos sabemos que las novelas de amor de García Ponce son otra cosa de lo que estamos acostumbrados a entender bajo el rubro de “novelas de amor”. En la secuencia que va de Imagen primera a Inmaculada y Cinco mujeres, García Ponce no sólo llega a hacerse dueño de un lenguaje erótico pleno, lo que no es decir poco, sino que desarrolla a través de sus ficciones una concepción del amor como búsqueda de conocimiento a través del erotismo; una concepción del amor como pura esencia espiritual, impersonal, sin límites, en la que aun la traición es vista como una forma superior de la fidelidad. En lo que toca al tema de la mujer, creo que lo trata a la manera de los pintores, volviendo una y otra vez sobre un mismo modelo, cambiando los detalles o el escenario, pero conservando la figura central, que se vuelve central en la medida que vuelve a ella una y otra vez. De modo que podría hablarse del desdoblamiento incesante de una sola mujer en los distintos libros de García Ponce —se trata a fin de cuentas del tipo de mujer creado por García Ponce—, si no fuera igualmente importante y notable la diversidad desplegada en ellos —o vale más decir: ofrecida, donada. Como que por uno de esos juegos de contradicciones a los que es tan afecto, todas las mujeres de sus libros son una sola al tiempo que cada una es siempre otra. Si hasta las diosas son intercambiables… Y en este juego de fuerzas liberadas cobra relevancia y un nuevo sentido la capacidad de García Ponce para asumir la voz femenina en sus ficciones.
Ahora bien, la narrativa de García Ponce tiene hacia atrás una larga serie de resurrecciones literarias, de cuentos que en ella vuelven a contarse hasta tomar conciencia de su realidad. Sus relatos surgen no sólo de obsesiones personales, sino también de obsesiones literarias que confirman aquéllas. Siempre hay una realidad literaria anterior, sus libros ponen en movimiento fuerzas, gestos y escenas que ya estaban en la literatura, de modo que sus personajes se encuentran representando un papel, actuando una novela dentro de otra. Y además, lo saben: sus acciones reinstauran mitos literarios. Los críticos, con la penetración que los caracteriza, han hablado a lo largo del tiempo de las “imitaciones” de García Ponce, de sus “plagios”, de sus “influencias”. Él mismo, tomando la delantera una y otra vez, fue diciendo: “Todo lo hacemos por imitación”, “El artista es un falsificador.” Y enfrentando el asunto desde dentro, en su libro sobre Musil, dice expresamente: “Provocar resurrecciones es uno de los fines del artista y uno de sus motivos más profundos.” Así su literatura se desprende de las costumbres e inicia un camino ascendente que lleva la obra hasta un terreno mítico, para recuperar el mito a través del gesto y darle un nuevo valor a las figuras tomadas en préstamo, tras las cuales se esconden sus propios impulsos y obsesiones. Lo notable es cómo esas figuras tomadas en préstamo corresponden en el caso de García Ponce a sus propios moldes instintivos, cómo él encuentra lo suyo en los autores y obras que lo fascinan, y cómo unas escenas y unos personajes se acoplan a otros —en el juego entre original y copia, modelo y retrato— desarrollando posibilidades antes tan sólo esbozadas y haciendo reaparecer en cada nueva obra fuerzas anteriores a todas ellas. De este modo “vuelve a manifestarse y a hacerse presente algo intemporal.” Y la manera de lograrlo, paradójicamente, es por medio de la imagen. Pues el sistema narrativo puesto en juego en los relatos y novelas de García Ponce parece tener como finalidad última la creación de imágenes, de cuadros vivos, de secuencias plásticas. Una vez más, a la manera de los pintores, pero también de los poetas. La imagen no sólo hace visible, sino que expresa lo que no se puede expresar, reúne lo disperso, sintetiza las oposiciones, cristaliza las ideas. Lleva la prosa y la novela hasta un terreno que ya no pertenece ni a la prosa ni a la narrativa. En la imagen confluyen acción y reflexión, tiempo y memoria, gracias a su capacidad para quedar a un lado de la contingencia temporal y, como dice García Ponce, convertir el pasado en presente. La imagen, pues, como única manera de conservar el absoluto y como absoluto ella misma. No la mujer, ni el cuerpo, sino la imagen de la mujer, la imagen y la idea del cuerpo. Y de igual modo, en la concepción de un amor que está más cercano del pensamiento y la sensualidad que del sentimiento, cobra un particular relieve la vieja noción de “amor por la figura” o “amor por la imagen”, que tan claramente define la pasión de García Ponce. Él lo dice: “La imagen triunfa constituyéndose como imagen a través de la disolución de la persona.” Y en este punto no está de más mencionar la función de la voz en su obra. Porque hay que recordar que García Ponce dicta lo que escribe, y entonces su voz, forjadora de formas, intermediaria y conducente como en el caso de los poetas ciegos, es la que hace aparecer lo interior, lo invisible, poniendo en contacto el pensamiento y la imagen, más aún, convirtiendo el pensamiento en imagen sensible. Por lo demás, antes de ser escritura, la voz está más cerca de la imagen: la envuelve, la eleva por el puro aliento y aun se complace en tocarla y transformarla desde dentro. Hay que leer entonces a García Ponce con el oído atento a esa voz profunda y suave que recorre sus libros y gozar de la oralidad ensimismada que los sostiene y les da vida. Porque como podría decir él mismo, esa voz, su voz, nos deja oír “el rumor de las palabras”, y éste es “la voz de la literatura”.
Por otra parte, creo que junto a esa conciencia del sentido de su obra que lo hace ser su primer crítico, García Ponce ha tenido también conciencia, desde siempre, tanto de la importancia de su obra dentro de la literatura mexicana, como de su infatigable labor como crítico literario y de arte, traductor, editor, etcétera. Porque su pasión por las literaturas extranjeras y en particular por las obras y autores que configuran esa inquietante constelación de la que García Ponce ocupa el vértice, no se agotó en sí misma. Por el contrario, más allá de conformar la tradición asumida por él para la creación de su mundo literario, es un mundo de autores y obras tomados entre lo más selecto de la literatura mundial del siglo XX que desde hace décadas son moneda común y viviente entre la gente que lee literatura en México, aunque no sepa por dónde vinieron, o, en el peor de los casos, aunque lo haya olvidado. Pavese, Mann, Musil, Broch, Klossowski, Bataille, Marcuse, Von Doderer, son algunos de esos autores, pero hay muchos otros y no todos extranjeros, y no sólo escritores, a los que García Ponce dedicó su atención y difundió sus obras. Porque de igual modo podemos decir que gracias a la pasión de García Ponce por las artes plásticas, se volvieron familiares y cobraron importancia nombres como Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Roger von Gunten y tantos otros pintores ahora reconocidos oficialmente, pero que hace treinta o 35 años tuvieron que enfrentar un medio hostil a las innovaciones y en ese momento la sagacidad crítica de García Ponce fue decisiva para darles el lugar que les correspondía. Pero además, García Ponce a través de sus lúcidos ensayos de crítica de arte no sólo dio a conocer a un grupo de pintores talentosos, sino que también desarrolló la sensibilidad para apreciarlos. Por lo demás, nos enseñó a ver, a contemplar, a penetrar con la mirada y la inteligencia la obra no sólo de aquellos pintores, sino también la de muchos de los más importantes artistas contemporáneos.
Cabe mencionar, por otra parte, que García Ponce, que pertenece al grupo de escritores conocido como la Generación de Medio Siglo o de la Casa del Lago, representa, sin duda, la conciencia crítica de su generación. Lo que tampoco es decir poco, porque si algo caracterizó a ese grupo fue el desarrollo de la lucidez y la crítica como sustrato de la insuperable calidad de sus obras. Son los herederos directos de los Contemporáneos, aun no siendo poetas, pues prosiguen y culminan haciendo suya a través de los múltiples medios a los que tuvieron acceso la misma voluntad de abrir la literatura y el arte mexicanos a las influencias externas, “para no retrasarse al paso de la cultura universal”, como dijera Bernardo Ortiz de Montellano, de quien, por cierto, este año se cumplen cien de su nacimiento y cincuenta de su muerte, pero del que evidentemente nadie se acuerda o, en el mejor de los casos, nadie sabe ni quién fue. Pero volvamos a García Ponce, quien a partir de cierto momento de su vida parece retirarse de la vida pública para dedicarse (aparentemente) sólo a su obra. ¿Por qué aparentemente? Porque García Ponce, desde su alejamiento, ha sabido ser testigo y conciencia de su tiempo y de su medio. Y si él no lo dice, tenemos que decirlo nosotros: su obra y su labor cultural son de capital importancia para la literatura y el arte mexicanos del siglo XX. Así que podemos hablar de la figura de Juan García Ponce en la más alta acepción de esta palabra, primero porque en él y en su obra confluyen y culminan las de aquellos otros cuya radiante constelación es ahora parte de nuestro legado cultural, y porque su labor crítica sirvió para consolidar algunas de las manifestaciones, gustos e intereses más notables del arte contemporáneo en México.
Vemos cómo García Ponce, a cambio de su aparente alejamiento del mundo, pero dueño de todas las fuerzas y mecanismos que el arte y la vida le entregan, ha creado todo un mundo, que es su propio mundo, en el que las oposiciones iniciales se resuelven en el equilibrio entre fuerzas y formas y la belleza de éstas tiene su contraparte en el carácter osado de los pensamientos. Un mundo y una obra en los que confluyen diversas artes, que sólo la voz parece capaz de convocar y unir, y cuya grandeza está en su capacidad introspectiva. Un mundo literario que pone en juego los impulsos y deseos no sólo de sus personajes sino también de sus lectores, y en el que reencarna una y otra vez, bajo los más variados y provocativos vestidos, aquella “máxima intensidad” que es la vida misma y la sustancia del arte. Un mundo que es tierra fértil a los influjos externos y en el que han fructificado los elementos comunes e imperecederos de una tradición elegida a la que continúa y enriquece, más aún, a la que confirma y consuma. Un mundo y una obra que, arrancados del tiempo por el poder de la palabra y de la imagen, representan a su tiempo en sus aspectos más profundos. Un mundo y una figura que siendo signos de contradicción de la literatura y la cultura mexicanas, ocupan un sitio central en un mundo sin centro. Cada uno de sus libros es una invitación a la literatura, a la gran literatura. Para conocer a García Ponce, el mundo que ha creado y toda esa constelación de autores y obras que gravitan en torno a su figura no hace falta más que empezar a leerlo. No hace falta más que abrir uno de sus libros y entrar en materia. –
Texto leído en el homenaje a Juan García Ponce en el Palacio de Bellas Artes, 1999.