Primero, una observación: la ciudad de México tiene casi tantos museos de arte como Londres o París: veintitantos. Desde luego, comparado con Nueva York (que cobija cerca de cincuenta museos –e insisto: nada más de arte), es un número discreto (claro que quién puede competir con una ciudad que en una sola calle tiene nueve de los más importantes museos del mundo1), aunque notable al lado de otras ciudades, como por ejemplo Buenos Aires (que no llega a diez). Visto así, parecería que no estamos tan mal. Pero tampoco hemos de estar tan bien si continuamente se tiene la sensación de que no se está exhibiendo todo el arte que se debería, y probablemente se podría exhibir. Luego, la realidad: nuestros museos no se dan abasto. Y no es, me temo, un problema de cantidad, sino de inercia: nuestras instituciones tienen la mala costumbre de no moverse un milímetro hasta que no les queda de otra. O acaso vamos a creer, por ejemplo, que el arte contemporáneo llegó a los museos de manera natural (es decir, poco a poco, conforme iba cobrando vigor), debido a la amplitud de miras de los funcionarios culturales: siempre al tanto de lo que ocurre al margen de la institución, siempre pendientes de los postulados menos ortodoxos, de las innovaciones. No, el arte contemporáneo entró en su campo de visión cuando su existencia era ya una tremenda obviedad. En otras palabras, si por nuestros funcionarios fuera, el muralismo seguiría aún vigente. Y con esta lentitud de reacciones, es claro que tendremos que esperar algunos años más para que a alguien se le prenda el foco de que con los museos que tenemos no basta.
Si nos detenemos de nuevo a pensar en el arte contemporáneo, se hace muy evidente que los museos (por lo menos seis2) que –más por azares del destino que por otra cosa– han asumido la tarea de darle salida, lo hacen, todavía, muy a medias. Hay, por supuesto, rubros (el del arte contemporáneo internacional, por ejemplo3) que se cubren con esmero y buen tino; otros, sin embargo, permanecen inexplicablemente desatendidos. El entramado de las prácticas contemporáneas es vasto (y agitado y difícil de acotar). Los museos, por tanto, tienden a inclinarse por las pequeñas parcelas, a las que intentan dar cierta visibilidad, a pesar de todo (de los presupuestos irrisorios, de un sindicato regido por la funesta ley del menor esfuerzo, de contar con espacios de exhibición en muchos casos inadecuados, etcétera). Es inevitable, no obstante, que de este modo (que podríamos llamar de supervivencia) no se abran algunos huecos.
Si uno observa el panorama de las exposiciones recientes, salta a la vista sobre todo una terrible omisión: la generación de los artistas nacidos en los sesenta (o por ahí). Fuera de un par de exposiciones colectivas, de algunas muestras en galerías privadas, de las tímidas incursiones en los museos,4 es como si la obra de estos artistas no existiera. Los museos la desdeñan, sin rodeos, a pesar de su irrefutable solidez (estos artistas tienen detrás una carrera de veinte años). Es casi como si la pregunta acerca de cuál es la cultura posible, interesante y significativa de nuestro tiempo estuviera permanentemente vetada. Nuestros museos parecen movidos más por la caridad que por otra cosa: ¿cómo es posible que tengan mayor cabida los artistas emergentes que los artistas que están produciendo obra de indiscutible relevancia?
¿En qué momento nuestras instituciones consideran que la carrera de un artista merece ser atendida? ¿Solo hasta el final? Esto es grave por una razón: mientras la gente no tenga acceso al trabajo de estos artistas –esencial para entender el arte actual–, se quedará, forzosamente, con una idea equivocada (por incompleta) del arte contemporáneo y, lo que es peor: del presente. Me parece que ya va siendo hora de que los museos comiencen a tapar los agujeros. Hay una veintena de artistas (entre ellos, Eduardo Abaroa, Abraham Cruzvillegas, Thomas Glassford, Silvia Grüner, Daniel Guzmán, Teresa Margolles, Damián Ortega, Santiago Sierra, Melanie Smith, Sofía Táboas y Pablo Vargas Lugo) cuya obra el público necesita conocer, y con urgencia. ~
1. La llamada “Museum Mile” (milla de los museos) de la Quinta Avenida, donde descansan, entre otros, los museos Metropolitano, Guggenheim, Judío y del Barrio, al lado de la Nueva Galería (que se especializa en arte alemán y vienés de las primeras décadas del siglo xx).
2. El Museo de Arte Carrillo Gil, el Museo Rufino Tamayo, Ex Teresa Arte Actual, Laboratorio Arte Alameda, el Museo de Arte Moderno (mam) y, más recientemente, el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (muac).
3. Por la atención que le prestan el Tamayo y el muac.
4. Como la reciente exposición de Yoshua Okón (nacido en el filito: 1970) en el Carrillo Gil, por ejemplo.
(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.