No es tan seguro que el PRI esté regresando. Si, por una parte, nunca se fue del todo, también es cierto que los modos de sus nuevos abanderados son muy distintos de los que observaron los figurones inolvidables de antaño. El profesor Hank, por ejemplo, no tuvo una “Gaviota” para echarla por delante en los mítines (¿quién habría estado bien? ¿Fanny Cano?), y habría sido al menos embarazoso que a Javier García Paniagua se le hubiera ocurrido vestir blusones floreados y agarrar la guitarra a la menor provocación. Para aquellos personajes adustos, ceremoniosos, de guayabera barrigona y lentes ahumados, que parecían decidir su outfit copiando un cartón de Abel Quezada, lo institucional era ante todo una cuestión de formas, y la aprensión neurótica con que se tenían por respetables los guardaba –y a sus gobernados nos libraba– de gansadas estrepitosas, desfiguros imperdonables o exabruptos demasiado fuera de lugar. Sí, bueno: José López Portillo (las patillas al viento, el tórax henchido, el testuz en alto) podía permitirse algún trotecito jovial sobre Rosa Luz Alegría, o cualquier diputadote terminaba a balazos la discusión en una cantina; pero en la hora decisiva (desfiles, informes presidenciales, discursos en campaña, boletines de prensa) el distintivo tricolor en la solapa imponía la quijada apretada, las elocuciones hieráticas y, si acaso, un abrazo con dos revolucionarias palmaditas –todo lo cual, desde luego, constituía una inconfundible variante mexicana de la ridiculez.
Aceptemos, con todo, que el PRI vuelve, si bien habrá que ver antes qué tan perplejos estarán sus integrantes, y cómo saldrán a escena, para poder afirmar que se trata del mismo actor septuagenario, maloliente y terco que creímos ver jubilarse cuando los reflectores enfocaron a otra parte –donde resultó que había otro actor terco y maloliente. Además de que hoy las formas son diferentes, las posiciones que el PRI recuperó tiene que agradecerlas a una cosa que debe resultarle rarísima y hasta incomprensible: el voto a su favor. En los años que corrieron desde que Cárdenas ungió a Ávila Camacho como su sucesor y hasta que un pasmado Zedillo llegó por bomberazo a ocupar su candidatura, no había que preocuparse de tener que ganar una elección (o vayámonos hasta los días de Calles y Portes Gil, da lo mismo): cambiaban sus hombres fuertes, pero el partido sencillamente se limitaba a obtener lo suyo. Luego comenzaron a sucederse los traspiés, y los priistas propendieron cada vez más frecuentemente al adefesio, a la parodia lamentable de sí mismos: de la roqueseñal o Romero Deschamps al Góber Precioso o Ulises Ruiz, pasando por la idea de elegancia de Jorgito Hank Rohn, la huelga de hambre de Salinas, la trampa de Madrazo en el maratón de Berlín o las defecciones y las escisiones que fueron prohijando, entre otras cosas, al PRD y similares. Encima, se les terminó de morir Fidel Velázquez. De modo que, en el tiempo transcurrido desde que Ernesto Ruffo se convirtió en el primer, insólito, gobernador no priista (¡hace 20 años!), y más cuando resultó que no podía seguir teniendo al presidente de la república viviendo en su corazoncito (porque no había salido de entre los suyos), el partidazo tuvo que ir aprendiendo a convertirse, meramente, en un partido más.
No hay que rascar mucho para dar con las causas que han reinstalado al pri en una considerable proporción del territorio nacional. Son dos: el rencor y el descuido. Basta un vistazo al caso jalisciense. En Guadalajara el priista que terminó electo alcalde, Aristóteles Sandoval, se promovió en espectaculares como una de las “bellezas” que la ciudad tiene para presumir (es como un Peña Nieto región 4), pero no es probable que haya sido sólo su supuesta guapura la que le ganó el triunfo después de cinco trienios panistas. En una democracia que obliga a elegir entre el cínico, el bruto, el idiota y el mezquino –según vengan en una de estas dos presentaciones, no más: mañoso y tantito menos mañoso–, o bien entre plataformas vacías de imaginación, inteligencia, pertinencia y relevancia, lo natural es que sean el hartazgo y el ansia de venganza los trazos que dibujarán la cruz sobre la boleta (o los motivos para anular o para mejor quedarse en casita). Además del tapatío, el PAN vio cómo se le escurrían todos los municipios importantes del estado, un buen número del resto y la mayoría de las diputaciones locales y federales. “¡Gracias!”, fueron a gritarle, al otro día, los panistas al gobernador panista, Emilio González Márquez, por la larga temporada de estupideces y trapacerías con que había conseguido volver automáticamente insoportables a los candidatos azules en esta elección. El descuido fue que, mientras se desquitaba, exultante, el electorado no vio a quién estaba regresándole el balón.
Si ha resucitado el PRI (o lo que sea que sea el PRI hoy) es porque la memoria es flaca, y además poco interesa, así que cuál misterio. También porque la razón de ser de este partido siempre ha sido la perpetuación. Como quiera, la ineptitud, la ruindad y las ganas de medrar desde el gobierno no saben de colores ni de credenciales, y la corrupción, el despotismo y la desvergüenza gozan de estupenda salud. Así que lo único por verse es cuánto de los pésimos modos de sus ancestros querrán los nuevos priistas poner otra vez en circulación. Los fabricantes de guayaberas deben estar dichosos. ~