Un café con Kafka en Praga

La ciudad natal del autor de El castillo acogió una importante diversidad cultural a inicios del siglo pasado: las lenguas alemana y checa, la fe católica y la judía. La condición de desarraigo de Kafka –su mirada sobre la extranjería y el exilio interior– ayuda a entender los personajes refugiados en sí mismos que creó.
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Me encuentro en Praga, a comienzos de la década de los años veinte del siglo pasado. El día es frío, la lluvia cae sobre los bajos techos de los barrios antiguos de Staré Město y Malá Strana. Me detengo en medio del puente de Carlos para admirar el panorama de las torres góticas y el Castillo. En esta lluviosa tarde de noviembre, el puente está desierto.

Advierto unos pasos cerca. Miro a la izquierda y descubro a un soldado, de aspecto ridículo, con su uniforme demasiado amplio; otros dos soldados, uno espigado, otro regordete, lo conducen desde el Castillo al barrio de Staré Město, o Ciudad Vieja; los tres conversan animadamente y ríen. Al desviar la mirada a la derecha, observo a otro trío: dos personas con aspecto anónimo acompañan, en dirección contraria a la de los soldados, a un hombre con aire de oficinista, pálido como si fuera la muerte. Ambos hombres bajo vigilancia, el soldado y el oficinista, se encuentran en medio del puente, se miran, se reconocen, pero cada uno sigue demasiado absorto en sus pensamientos como para interesarse por el otro.

Sí, el primero de ambos personajes, el risueño, es el buen soldado Švejk, protagonista de la novela homónima de Jaroslav Hašek, al que los soldados acompañan a casa del capellán castrense. El oficinista pálido es Josef K., protagonista de El proceso, de Franz Kafka, al que conducen en dirección contraria, de Staré Město al Castillo, para, una vez allí, ejecutarlo en una cantera. Este encuentro que acabo de presenciar en mi imaginación de lectora es el encuentro de la literatura escrita en checo con la del idioma alemán, ambas activas en Praga, representadas por sus mayores escritores: Hašek y Kafka.

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Las dos culturas, la checa y la germana, convivían en la Praga del primer cuarto del siglo XX. Ambas, como el buen soldado Švejk y Josef K., se veían, se reconocían, se respetaban, pero cada una seguía su propio camino a través de una tradición, unos puntos de referencia y unas fuentes de inspiración diferentes.

Doy un paseo por las calles principales de la capital. En la avenida de Ferdinand, hoy Národní, solo se oye el checo. Al atravesar la plaza de Wenceslao, que parece más bien una amplia avenida, llego a la calle Na Příkopech, que antes de la Primera Guerra Mundial se llamaba Am Graben, y donde los elegantes señores y señoras que deambulaban por allí conversaban en alemán.

Uno de los encantos de la Praga de aquel tiempo era su multiculturalidad, hechizo que se perdió con el acceso al poder de Hitler. La Praga de las primeras décadas del siglo XX tenía menos de un millón de habitantes; en ella residían unos 415 mil checos y 34 mil germanohablantes, de los cuales 25 mil eran judíos. Aunque pequeña en número, la minoría alemana era económicamente poderosa y culturalmente fuerte: poseía dos esplendorosos teatros, una espaciosa sala de conciertos, una universidad, nueve institutos de enseñanza media y dos periódicos. Alemanes, checos, judíos, católicos, protestantes, anarquistas y republicanos, todos convivían entre los muros ennegrecidos de las callejuelas sinuosas de la Praga gótica.

¿Cómo se relacionaban los checos y los germanohablantes? Según el escritor Egon Erwin Kisch, al igual que a un checo no se le ocurriría nunca entrar en un café alemán, un alemán jamás habría tomado una copa de coñac en un café checo. Cada uno de los dos grupos lingüísticos tenía sus restaurantes, casinos, jardines públicos, hospitales y hasta depósitos de muertos.

Sin embargo, el escritor Max Brod, autor de novelas y obras teatrales, amigo y biógrafo de Kafka, matiza esta situación: llama a Praga la “ciudad polémica”. Se refiere a su unicidad de capital formada entre la convivencia y las disputas de distintos grupos étnicos, lingüísticos y religiosos. Mientras que muchos escritores anteriores a Brod y Kafka, tanto checos como alemanes, se posicionaban en un nacionalismo exclusivista y militante, su generación alcanzó una postura tolerante y de comprensión mutua entre los distintos grupos.

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Los escritores en lengua alemana de Praga se reunían en el elegante café Arco, en la calle Hybernská, justo delante de la estación Masaryk. Allí, las figuras esbeltas vestidas de negro, a veces muchas, otras veces pocas, fuman y sorben café turco y conversan en un alemán singular, el alemán de Praga, sobre literatura, música, pintura y política. En el terciopelo azulado de sus sillones vemos a Max Brod. En la misma mesa veo el perfil de Paul Leppin, el “rey sin corona” del ambiente bohemio de los literatos en lengua alemana de Praga. Junto a Leppin está sentado Gustav Meyrink, un dandi y autor de cuentos sobre la Praga judía, mística y de las novelas El Golem y La noche de Walpurgis. Egon Erwin Kisch, célebre por sus crónicas y por sus reportajes lúcidos y ágiles sobre los bajos fondos de la capital, cada noche divierte a los habituales con sus historias vividas la noche anterior.

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Franz Kafka también está. Lo estoy observando desde una mesa vecina. Lee en voz alta fragmentos de un manuscrito suyo, un cuento que se titula “Las preocupaciones de un padre de familia”, con los ojos centelleantes y sonrientes, mientras quienes lo acompañan en la mesa de vez en cuando se echan a reír.

Kafka fue uno de los desarraigados y sobre ello escribió en “Las preocupaciones de un padre de familia”. En ese cuento un padre de familia, un “hombre de bien”, tiene en casa un ser extraño al que llama Odradek.

Kafka vivía y se movía entre el checo y el alemán, aunque escribió su obra literaria en alemán, la lengua de su madre (la del padre era el checo). La etimología de la palabra odradek puede referirse a ambas lenguas, según Kafka mismo admite en las primeras frases sobre su significado al comienzo de su cuento. En checo, odradek se parece a odpadek (solo se ha cambiado una letra): odpadek significa basura, lo que se tira. Odradek es un ser rotundamente opuesto al padre que, para Kafka, era esencialmente su propio padre, perfectamente establecido en el orden de la sociedad de su tiempo. Odradek se puede referir a cualquier persona alejada del orden, a un marginado, a un judío, pero básicamente es el autor mismo. Es Kafka, que nunca tuvo hijos ni se casó y cuyas relaciones con las mujeres casi siempre acabaron mal. Odradek es ese ser que “vive en vestíbulos, huecos o pasadizos”. Odradek no es un miembro de la familia, no se sienta con ellos a la mesa; “a veces no se deja ver durante meses; seguro que se ha trasladado a otras casas; aunque acaba volviendo infaliblemente a la nuestra”, dice el cuento. El “hombre de bien” no sabe cómo hablarle a Odradek, a veces le pregunta cosas como si fuera un niño. A veces recibe respuesta, otras veces Odradek permanece silencioso. Está mudo, tiene una risa que “suena como un crujir de hojas caídas”; Kafka, enfermo de tuberculosis, tenía una risa algo ronca.

Odradek es el prototipo del otro, del extranjero y el extraño, del exiliado exterior e interior.

Pero volvamos al café Arco. Los amigos del café se ríen primero de la visión que su compañero Franz tiene del extranjero y del que se refugia en sí mismo, pero luego se ponen a hablar de las últimas novedades en las librerías. Y entonces Kafka interviene:

–A mi juicio, solo deberíamos leer libros que nos muerden y nos pican. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un puñetazo en la crisma, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también podríamos ser felices sin tener libros y, dado el caso, hasta podríamos escribir nosotros mismos los libros que nos hicieran felices. Sin embargo, necesitamos libros que surtan sobre nosotros el efecto de una desgracia muy dolorosa, como la muerte de alguien al que queríamos más que a nosotros, como un destierro en bosques alejados de todo ser humano, como un suicidio; un libro ha de ser un hacha para clavarla en el mar congelado que hay dentro de nosotros. Eso creo yo1.

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Entre las mesas del café me dirijo hacia la salida y sigo pensando en Kafka, que fue testigo de la Primera Guerra Mundial, cuyo final trajo la caída del Imperio austrohúngaro y la creación de pequeños estados como Checoslovaquia. En sus libros partía de situaciones íntimas que había experimentado: en El proceso, de su compleja relación con la mujer de negocios Felice Bauer y del “proceso” con el que le sorprendió su familia; en El castillo, de su pasión por la periodista y traductora Milena Jesenská, cuyo marido retrató en Klamm, el señor del castillo; en La transformación (o La metamorfosis), de la compleja relación con su padre. Sin embargo, a todas esas situaciones dio un trato metafórico que va mucho más allá de las realidades íntimas hasta otorgarles una dimensión universal y marcar en ellas la tendencia social y política no solo del siglo XX –que apenas llegaba a su primer cuarto cuando el escritor moría, en 1924, en un sanatorio de Viena a los cuarenta años– sino más allá de su siglo.

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Los críticos e intelectuales que compartieron con Kafka el siglo XX no entendieron enseguida su enigmática obra: hablaron de su mundo “surrealista” hasta que se impuso una nueva realidad: la de la Segunda Guerra Mundial. Entonces los que buscaban los documentos necesarios, en Marsella y en Lisboa, para huir de Europa hablaron de El proceso como de una obra profética, y una vez en los barcos transoceánicos se acordaban de América. Paulatinamente, el término kafkiano se fue introduciendo en la mayoría de las lenguas.

El proceso llegó a convertirse en el símbolo de la impotencia del individuo a merced de la maquinaria estatal. Como en toda la obra de Kafka, también aquí las ventanas son unos ojos que nunca se cierran y todo lo ven. Al inicio de la novela, una pareja de ancianos mira por la ventana cómo dos señores entran en la habitación de la casa de enfrente, donde detienen a K., el protagonista del libro, no sin antes devorar su desayuno. Al final de la novela, minutos antes de la ejecución de K. en una cantera, se abre una ventana y en ella aparece un hombre que mira; K. sabe que ese hombre será el testigo de su humillación.

Si en el mundo de Kafka ser observado significa que hay alguien que es testigo de tu vergüenza y humillación, en nuestra contemporaneidad, las personas en la ventana, además de observar con el móvil, tomarían un video y lo colgarían en las redes para que millones pudieran presenciar la humillación de un hombre. Y si Kafka señalaba lo intimidantes que resultan las miradas ajenas –en El castillo, Josef K. y Frieda hacen el amor bajo las miradas de dos ayudantes-perseguidores– y buscaba la máxima privacidad, en la época presente los ojos de las cámaras nos acechan en el metro y las calles; los ojos de los móviles nos apuntan en cualquier lugar; en los aeropuertos hay controles de huellas digitales que nos convierten en culpables potenciales; como en nuestro mundo en que los movimientos se controlan a través de las aplicaciones, los funcionarios de El proceso controlaban los horarios y hábitos de K., al cual detuvieron sin dificultad. Lo que Kafka señaló en su momento como horror, nuestra época lo ha convertido en universal.

Los Josef K. y los Gregor Samsa, esos oficinistas y vendedores que pueblan el universo kafkiano, un día cualquiera quedan atrapados en una ciudad donde sin embargo no logran conseguir el permiso de residencia o se despiertan transformados en un insecto. También ellos padecen las mismas inseguridades y desequilibrios que la sociedad líquida de nuestro siglo.

Salgo del café a la calle y pienso en que los personajes kafkianos, huraños y solitarios a su pesar, recuerdan la sociedad contemporánea cada vez más ensimismada. Hasta el apellido del personaje principal de La metamorfosis, Samsa, reproduce el sonido de “estoy solo” en checo. En la Carta al padre, la letanía de reproches que el hijo dirige al padre recuerda las difíciles relaciones entre padres e hijos en el mundo de hoy en el que el individuo está cada vez más aislado en ese universo de la infelicidad cósmica: la kafkiana.

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Me alejo del café Arco por las calles de la Praga modernista y recuerdo que, a la muerte de Kafka, su amiga y su traductora al checo Milena Jesenská –a la cual le había dirigido una apasionada correspondencia que tres décadas después se publicó como Cartas a Milena– escribió en su obituario:

Hace dos días, Franz Kafka, escritor en lengua alemana que vivió en Praga, murió en el sanatorio Hoffmann de Kierling, cerca de Klosterneuburg, en los alrededores de Viena. Pocas personas le conocían aquí, pues era un hombre solitario, sabio, un hombre aterrorizado por la vida; llevaba años sufriendo de una enfermedad pulmonar, y aunque se ocupaba de ella, al mismo tiempo la alimentaba a conciencia y la apoyaba en el pensamiento. “Cuando el alma y el corazón no pueden soportar la carga que llevan, colocan una mitad sobre el pulmón, para que el peso se reparta en partes iguales”, escribió una vez en una carta, y esa era su enfermedad. Le confirió una delicadeza casi milagrosa y un refinamiento intelectual tan intransigente que asustaba. Era tímido, ansioso, amable y bueno, pero escribió libros crueles y dolorosos. Veía el mundo como lleno de demonios invisibles que hieren y destruyen a los desprotegidos. Conocía a los hombres como solo pueden conocerlos personas de gran sensibilidad nerviosa, que están solas y pueden ver proféticamente al hombre entero a partir de un único guiño de su rostro. Era un hombre y un artista de conciencia tan aguda que llegó a oír hasta allí donde otros, sordos, se sentían fuera de peligro. ~


  1. Franz Kafka, Cartas 1900-1914, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2019. ↩︎
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es escritora y traductora checo-española. Este año apareció su novela Soy Milena de Praga (Galaxia Gutenberg).


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