De pronto, la sonrisa se le ha ido a Karl Rove, el estratega del presidente George W. Bush. Lo que hace un mes parecía un escenario soñado para el equipo republicano se ha convertido, gracias a un giro sorprendente, en una verdadera contienda. Ahora, Howard Dean, el ruidoso gobernador de Vermont que parecía dueño de la candidatura demócrata, se ha inmolado. Entre gritos desaforados, errores de táctica electoral y un mensaje cada vez más débil, el candidato rabioso ha perdido el paso, víctima de su propia vorágine. Era predecible: Dean no está hecho para los grandes escenarios políticos, donde la sinceridad y la estridencia no tienen cabida. Nada mejor podría haberle pasado a la causa demócrata que la implosión de Dean. De no haber ocurrido ahora, es probable que el gobernador de Vermont hubiera perdido la cabeza en algún momento clave de la elección presidencial. Dean no era el hombre para vencer a George W. Bush.
Ahora, los republicanos tendrán que hacerle frente a un candidato demócrata articulado, lleno de experiencia y, hasta donde se sabe, poco menos que blindado cuando se trata de ciertos asuntos que importan a los votantes estadounidenses. John Forbes Kerry, senador por Massachusetts, nació para ser presidente de Estados Unidos. Kerry presumía, desde pequeño, de sus futuras credenciales políticas, incluidas sus míticas iniciales. El senador será un rival formidable para George W. Bush. No sólo es un hombre con experiencia política y amplia cultura. Kerry es, además, un héroe de guerra. En Vietnam se distinguió como capitán de una embarcación que, a finales de febrero de 1969, atacó con arrojo una posición contraria en la ribera del río Mekong. Pero Kerry no es ningún halcón: de regreso en Estados Unidos, fundó una respetada asociación de veteranos que repudió la injusta guerra en Asia.
En uno de los pocos capítulos que los republicanos probablemente usarán en su contra, Kerry fue el brazo derecho del malogrado gobernador de Massachusetts, Michael Dukakis. El historial de Dukakis puede ser un obstáculo cuando Kerry trate de conquistar aquellas zonas del país donde ser un liberal del noreste equivale a pertenecer a otro país. Kerry tendrá que fortalecerse de alguna manera si pretende vencer a Bush en aquellas zonas donde los “valores” del republicano son un activo. Curiosamente, también en esto la suerte parece estar del lado de John Kerry. Las primarias demócratas no sólo acabaron con Dean, también le dieron a Kerry una respuesta inesperada para su “problema liberal”. El mejor camino para congraciarse con el Estados Unidos conservador tiene nombre y apellido: John Edwards.
Además de la desaparición de Dean y la consolidación de Kerry, la otra gran historia de las primarias demócratas es el senador de Carolina del Norte. Edwards, abogado carismático, tiene al menos dos características útiles en una elección: una admirable historia de éxito personal y un acento sureño que resulta irresistible cuando se trata de vender, entre los votantes, la imagen del hombre común. Edwards es el mejor compañero para formar la mancuerna ideal con John Kerry. El senador de Massachusetts, liberal del noreste, criado en colegios privados en Europa y héroe de guerra; y el apuesto senador sureño, educado en escuelas públicas, lleno de valores cercanos a la gente. La combinación no suena mal.
Y lo cierto es que la lucidez demócrata llega en buen momento. A juzgar por las últimas noticias salidas de Washington, un relevo en la Casa Blanca se antoja incluso necesario. El presidente se ha vuelto una caricatura. La guerra en Iraq ha resultado, al menos, un fracaso de inteligencia (en ambos sentidos). Y luego está la imagen de la administración Bush que arrojan algunos libros de reciente publicación. Ninguno puede compararse con el escalofriante relato que hace Paul O’Neill, secretario del Tesoro durante buena parte de la presidencia de Bush, en The Price of Loyalty, de Ron Suskind. El George W. Bush que aparece en las páginas del libro de Suskind es una marioneta bajo los hilos de Cheney, Rove y demás titiriteros. Pero Bush es algo peor: un tonto. A juzgar por los recuerdos de O’Neill, Bush es un niño distraído, impaciente e impulsivo, que prefiere encontrar los túneles secretos de la Casa Blanca (y aquí no hay metáfora: me refiero a los verdaderos túneles secretos) que comprender el significado de un recorte impositivo en tiempos de déficit o la seriedad de una guerra.
Quizá lo que más sorprende del libro de Suskind sea la amistad que había unido a O’Neill con Donald Rumsfeld, George Bush padre y el propio Cheney. ¿A qué grado habrán llegado las cosas para que O’Neill, un hombre honesto, republicano de cepa, haya decidido prestar sus memorias para una causa de este estilo? Hace treinta días, el mundo parecía destinado a soportar cuatro años más del presidente que indignó a ese grado a Paul O’Neill y a millones de estadounidenses más. Ahora, la presencia de John Kerry y John Edwards parece inclinar la balanza hacia la cordura. Habrá que esperar, ahora, la inevitable campaña de descrédito que los republicanos lanzarán contra Kerry. Pero eso, como tantas otras cosas en materia de política, ocurre, siempre, después del cierre. ~
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.