La prueba del ácido de Élmer Mendoza

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¿Por qué interesa la narrativa de Élmer Mendoza? Novelas negras que se desarrollan en tierra de narcos. ¿Interesan por su pericia literaria, por su manejo diestro del lenguaje, por su temática –tristemente de moda? ¿Sus personajes son interesantes (bien construidos, de tres dimensiones, complejos) o son instrumentos que le sirven al autor para dar cuenta de un contexto específico: Sinaloa, cuna de la mayor parte de los capos del narcotráfico, a finales de los noventa y principios de este violentísimo siglo? Sostengo que este solo elemento: narrar la vida cotidiana de una ciudad marcada por la violencia (traiciones, balaceras, venganzas, estirpes malditas, granadas, sicarios, sangre y más sangre), es de entrada un elemento interesante que distingue las novelas y relatos de Élmer Mendoza. La pregunta, sin embargo, es: ¿más allá de este registro cotidiano de la violencia hay algo? No mucho más, me temo.

La prueba del ácido es una novela policiaca. Durante mucho tiempo se dijo que en México no se había desarrollado el género policiaco porque nuestra policía era corrupta. No era creíble en nuestro ámbito un policía que investigara y resolviera un crimen por puro prurito profesional. La novela negra (esa veta abierta por Dashiell Hammett) es en cambio terreno propicio para nuestros narradores. Policías cínicos, que investigan hasta donde pueden movidos por oscuros resortes, que se desenvuelven en climas corruptos y donde la línea divisoria entre los representantes de la ley y los criminales es bastante ambigua. La narrativa de Élmer Mendoza se desarrolla con soltura en esas coordenadas. En La prueba del ácido hay un policía –Édgar “el Zurdo” Mendieta–, hay un par de asesinatos de bailarinas de cabaret, hay una estructura policiaca corroída e ineficiente y un clima mafioso: los cárteles de narcotraficantes son casi dueños de la ciudad, circulan libremente, se balacean a placer, los tentáculos de sus negocios turbios invaden todos los rincones. El Zurdo Mendieta circula con libertad entre ambos mundos: el de la ley y el de los criminales. Ese es un elemento importante que aporta Élmer Mendoza y que nos sirve para comprender por qué la “guerra” contra los cárteles emprendida por el gobierno es una guerra perdida. Quien más, quien menos, todos en Culiacán tienen algún tipo de relación con el mundo del narco: un primo, un amigo, un conocido, un socio, una novia, el negocio donde se compran los carros, la tienda que vende comida, los hoteles, los cines. El narco es una presencia constante y cotidiana: se escuchan en los radios los narcocorridos, se ven en la calle las camionetas blindadas, en cualquier restaurante o lonchería uno convive codo a codo con tipos con grandes cadenas de oro y una pistola en el costado.

Como novela policiaca La prueba del ácido es fallida, no ofrece al lector un buen enigma a resolver, las claves del crimen las tiene el autor y las va soltando poco a poco. Es un juego que a él solamente divierte. Como novela negra es un poco más entretenida, cumple con las normas del género. El hecho de que el policía detective haya estado enamorado de una de las asesinadas apenas le da interés a la historia: un recurso fácil que sirve para explicar por qué a un policía mexicano le iba a interesar resolver un crimen. Su jefe en la delegación se lo repite varias veces: ¿a quién le interesa la muerte de una bailarina, la muerte de una mujer que no es influyente? El amor explica entonces el interés del Zurdo Mendieta. (Uno de los rasgos que atraen a Mendieta de esa bailarina, por cierto, además de su cuerpo escultural, es que es lectora… de novelas negras por supuesto: otro más de los elementos gratuitos que aparecen en esta novela.) Esos ingredientes básicos del género no le bastan a Élmer Mendoza, porque ya los ha empleado en sus novelas anteriores, por lo que ahora añade detalles de interés “internacional”: la presencia de agentes del fbi, el padre del presidente de Estados Unidos que viene a cazar a Sinaloa y que es víctima de un atentado por parte de unos activistas que protestan contra el muro fronterizo y algunos otros más. Es de suponer que la próxima entrega de Élmer Mendoza y su detective Mendieta incluirá narcotraficantes afganos, miembros de la mafia italiana, muerte de luchadoras sociales de Chihuahua, y más balaceras, y más narcocorridos, y más corrupción policiaca, y más revelaciones de las intimidades de las vidas de los narcotraficantes.

La vida de una novela está en su lenguaje. Y el de Élmer Mendoza es apenas eficiente. Cumple para contar su trama. Pero no puede decirse que registre notablemente el habla del bajo mundo, ni que explore los giros locales con pericia. En el estrecho marco de su lenguaje coloquial de pronto aparecen fugaces palabras sacadas de un diccionario de sinónimos que Élmer Mendoza debería desterrar de su escritorio. La técnica que le sirve para contar su convencional novela negra tampoco es digna de tomarse en cuenta: novela lineal, diálogos entrecruzados donde a veces se confunden (todos hablan igual) los sujetos enunciantes, largos párrafos digresivos.

Las mesas de novedades están repletas de obras periodísticas y literarias con el tema del narcotráfico. No pocos opinan que las de Élmer Mendoza son las mejores. Eso nos habla de que todavía no se escribe la novela que explore a fondo ese mundo de violencia extrema, que no condescienda a contar con chabacanería hechos escabrosos, aquella obra que nos revele la mentalidad de los sicarios y de los capos, sus motivaciones familiares, sociales, económicas, su imaginario, sus miedos. La novela negra, al ofrecer fórmulas hechas para contar estas situaciones, estorba más que ayuda. No permite explorar más allá de sus límites. Los caminos del Zurdo Mendieta, si lo que le interesa a Élmer Mendoza como narrador es indagar, a través de la literatura, los resortes del mundo en vez de figurar en las mesas de novedades, están cerrados. Su personaje no da para más. Lo supo en su momento Conan Doyle y arrojó a Holmes al fondo de una barranca (cierto, luego lo revivió porque su público y editores así se lo exigieron).

No me cuesta nada reconocer que he disfrutado las novelas y relatos previos de Élmer Mendoza, y que La prueba del ácido se lee de un tirón. Pero tampoco me cuesta decir que no aporta nada esta nueva novela en relación a sus narraciones anteriores, que me dice poco o nada respecto a la cotidianidad del mundo narco, que su personaje protagonista cada vez es menos creíble, y que Élmer Mendoza parece engolosinado con un éxito fácil porque el tema que domina (la violencia del narcotráfico) por desgracia se ha puesto de moda. Espero, con ganas y entusiasmo anticipado, que la próxima novela de Mendoza se tarde un poco más de tiempo en ser escrita, que explore y baje a sus propios infiernos, que se pula en sus recursos narrativos, que jubile a su detective amargado y cínico, que arroje lejos su diccionario de sinónimos, que salga a la calle de Culiacán y vea y oiga y huela y palpe el miedo y la desesperanza que está corroyendo a este país. ~

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