Imre Kertész ha insistido con vehemencia en las nuevas formas de existencia intelectual fraguadas a partir de las dictaduras del siglo pasado. “El hecho de que la política y la cultura –escribe– no sólo sean opuestas sino incluso enemigas es un fenómeno característico del siglo XX.” No hay que ir muy lejos para constatar que el proyecto socialista que pretende imponer el gobierno de Venezuela avanza por ese mismo camino. “Tenemos que inyectarle a la contrarrevolución todos los días una dosis de liberación a través de la cultura”, ha sentenciado el comandante Chávez al momento de lanzar su nuevo proyecto cultural: el “Plan Revolucionario de Lectura”.
Se trata de un programa oficial que busca democratizar la lectura bajo la nueva concepción del socialismo bolivariano. En diez puntos concretos, el gobierno logra justificar el carácter revolucionario de este nuevo plan. Ejemplos: busca fortalecer la identidad “latinoamericana y antiimperialista”, desarrolla la “cultura socialista”, ofrece herramientas para poder enfrentar críticamente “la tergiversación impuesta desde los laboratorios de alienación cultural”… todo esto, obviamente, organizado de manera comunal, a través de las “Escuadras Revolucionarias de Lectura”, suerte de comandos militares de la cultura, dedicados a “reivindicar la lectura en colectivo”, enfrentando así el egoísmo infernal, el libertinaje liberal, ese vicio peligroso que sorprende a cualquier persona cuando se encuentra a solas con un libro en la mano.
¿Qué presidente del mundo aparece en la televisión, como un animador incansable, pregonando que hay que “leer, leer, leer y leer”, que esa debe ser la “consigna de todos los días?” Probablemente ninguno. Todo forma parte de la misma ebriedad petrolera venezolana, donde se construye, lentamente y ante la mirada descuidada del mundo, un nuevo modelo de sistema autoritario, una suerte de democracia discrecional, un orden militar estilizado capaz de convivir y de controlar las apariencias de una sociedad pluralista.
En la lista de libros que ofrecerá el Estado, todos producidos por cuenta propia, sin ningún tipo de ayuda de la “satánica” empresa editorial privada, se encuentran obras de algunos autores latinoamericanos de peso literario como Julio Cortázar o Miguel Ángel Asturias. Pero por supuesto que no son la mayoría. Según dicta el informe oficial, el grueso de la librería tiende a ocuparse de la “batalla de las ideas”. Abundan los libros sobre historia, sobre política y economía, análisis social, crítica a los medios de comunicación social… Los eslóganes lanzados por Chávez tienen un profundo tufillo castrista: “¡La teoría se convierte en fuerza material en cuanto se apodera de las masas!” “¡Nada mejor que la lectura… para que la teoría se incorpore a las masas!”
Lo peor de las revoluciones suele ser su claridad religiosa, la certidumbre de que todo, en la vida íntima y en la historia social, tiene dirección, una misma y única dirección. Incluso los placeres más recónditos. Incluso la lectura. La posibilidad de que un libro sea una experiencia no controlada supone un peligro en ciernes, una amenaza.
En el Plan Revolucionario de Lectura, destacan, por supuesto, textos de Bolívar, José Martí, Simón Rodríguez, Mariátegui, Ernesto Che Guevara… pero también aderezan la propuesta otros libros firmados por miembros del propio gobierno, ministros o ex ministros de la revolución, incluyendo obviamente al propio presidente: El socialismo venezolano y el partido que lo impulsará, de Alí Rodríguez y Alberto Müller Rojas; ¿Por qué soy chavista?, del ex ministro de Cultura Farruco Sesto, o la singular edición de Ideas cristianas y otros aportes al debate socialista, una antología de fragmentos de discursos de Hugo Chávez sobre la idea de que Jesucristo fue el primer socialista de la humanidad.
En “La obra de arte en la época de su reproducción técnica” Benjamin analizaba la distancia entre el sentido original –de hechizo, de recogimiento personal– que la tradición otorgaba al arte y la experiencia de la modernidad, de las nuevas formas de comportamiento social. La vida en tiempos de la mercancía. La cantidad es el nuevo indicador de la calidad. Esa es la ruta que sirvió, también, para politizar el arte, para que la política se volviera una estética. Más aún: la masificación como elemento esencial –religioso, estético, afectivo– para la construcción de un poder único y autoritario. Es lo que permite un ejercicio de discernimiento perverso, que somete a la producción cultural a esa misma servidumbre del poder.
Roberto González Echevarría, tomando el espejo de Cuba, ha diagnosticado este tipo de procesos con una sola palabra: fidelidad. Eso es lo único que, con el tiempo, determina la calidad, la pertinencia, de una obra o de un autor: su fidelidad al gobierno, su devoción ante el poder. El arte oficial, el arte bolivariano, entonces, sólo puede nacer de la sumisión. “En la Cuba postrevolucionaria –afirma González Echevarría– el premio literario más sincero ha sido la persecución política.”
Cierto: Venezuela no es Cuba. Pero el gobierno lo intenta. Sigue haciendo el esfuerzo. “Cualquier cosa que pretenda ser arte pero que oprima al pueblo no puede considerarse como arte.” El comandante Chávez no habla, define. Él es el pueblo. Él sabe qué necesitas, qué te conviene leer. ~
(Caracas, 1960) es narrador, poeta y guionista de televisiรณn. La novela Rating es su libro mรกs reciente (Anagrama, 2011).