El británico Nick Hornby explica en 31 canciones el extraño embeleso de la música country, y por qué la prefiere a lo que la industria musical llama “novedad” con sospechosa euforia adolescente. “Me parece que, para mi generación –nació en 1957–, la música country cumple la misma función que el death-metal para los que son treinta años más jóvenes: una cuerda sostenida y un ritmo de vals todavía pueden despertar el miedo en los corazones más tímidos”, explica el narrador. “La música country es demasiado embarazosamente sincera, demasiado respetuosa con el pasado, para ser absorbida en el año cero de las boutiques de vestíbulo de hotel; todos los grupos de viejo country de los últimos años conservan en sus botas justo la tierra suficiente para disuadir a la mayoría de los que quieren creer que el mundo es algo permanentemente nuevo y reluciente.”
En su reflexión, Hornby acierta, y explica el repunte que dicho género ha tenido en los últimos años en el siempre horizonte, siempre sorpresivo, de la dominadora música estadounidense. Sin embargo, a su vez elude, seguramente sin pretenderlo, que hay otras razones detrás de su auge, y del surgimiento de una cuadrilla de voces renovadoras que representan una de las vertientes más imaginativas en la canción contemporánea. Baste tirar un póker de nombres: Lucinda Williams, Jeff Tweedy, Ryan Adams y Willy Vlautin. Siendo un género procedente de los albores del siglo pasado, el country no ha cedido terreno a la fascinación desmedida que otros estilos han mostrado por la tecnología, pese a los bien logrados experimentos que el mismo Tweedy ha hecho con su banda Wilco en discos como Yankee Hotel Foxtrot. Ello explica entonces su apego a la ortodoxia, pero, a su vez y a mi juicio, ésta es su gran virtud: su veneración por la literatura, recurso que le garantiza vigencia a través del tiempo.
A la usanza del blues, que en su tono doliente recuenta la historia del hombre negro en los campos de cultivo y los barrios más pobres de la Luisiana segregacionista, el country hace lo propio en cuanto a los mitos y leyendas de los emigrantes blancos: recoge sus creencias más descabelladas, exalta su libertad y describe los episodios de cómo se consiguió en los tres escenarios donde de igual manera se desarrolló la obra de Faulkner: el campo, el pueblo y el yermo. No se trata, pues, de una música urbana como lo son el rock y el jazz, y es precisamente su aliento bucólico, su constante referencia al polvo que tapiza los caminos vecinales, a la profunda soledad que habita sus más enterrados parajes, uno de los rasgos que la definen. Ninguna figura más simbólica de su modernidad que el hoy tan celebrado Johnny Cash. “El hombre de negro” –que surgió a la par que el “Rey del rock and roll”, Elvis Presley–, y que encarnó a un personaje siniestro, umbrío y vagabundo, cuyos únicos acompañantes eran el raspado estuche donde guardaba su guitarra y su larga gabardina ceniza, nunca a tono. Son Cash y Bob Dylan –quien en discos como Nashville Skyline y Desire, ha hecho evidente su pasión por ese estilo musical– los primeros en recontar historias con un rigor literario muy por encima de sus contemporáneos, que hoy es retomado por una inquieta generación, lo mismo en sus letras que en sus incursiones en el relato y la novela.
Uno de ellos es Willy Vlautin. El cantante de Richmond Fontaine que, a pulso, se ganó el que Harper Collins publique The Motel Life, su primera novela, que asimismo será impresa en Inglaterra por Faber and Faber. Ya las austeras canciones de sus álbumes más recientes denotaban su compulsión por narrar. “Willamette” del celebrado Post to Wire: la frustración confesa de un personaje ante el carácter nómada y aventurero a la Jack Kerouac de su hermano es un mero ejemplo de ello. Es precisamente su indagación en el siempre ambivalente territorio de la fraternidad lo que detona el debut literario de Vlautin.
Con la misma versatilidad que Vlautin, Rennie Sparks alterna su faceta literaria con su labor como letrista y cantante del proyecto musical que desarrollan desde 1996 ella y Brett, su marido: The Handsome Family. Lo suyo no es la poesía hecha canción, sino el relato. Su primer título, Evil –que solamente puede adquirirse a través de su página de Internet–, reúne trece historias que concentran su atención en la vida marginal de la mujer del suroeste estadounidense. “Palabras que en su cotidiano surrealismo no tienen paralelo en la literatura contemporánea”, ha escrito Greil Marcus acerca de las letras de su álbum más reciente, Singing Bones.
Haciendo suya la fantasía del urban cowboy, Jim White pisa las calles de Nueva York con botas vaqueras y su inseparable Stetson sobre la cabeza. En uno de sus tantos paseos citadinos concibió “Blessings and curses”, uno de sus relatos más difundidos, publicado en un folletín por Luaka Bop, su casa disquera. La anécdota, basada en un hecho real, recuenta su fortuito cruce con un absurdo vago que a la postre terminará siendo Samuel Beckett, quien días antes de su muerte en París pasó una temporada en Manhattan. Pero el singular experimento de White radica más que nada en escribir historias para posteriormente musicalizarlas. Utilizando de una manera poco acostumbrada el cuadernillo del primero de sus tres discos, redujo el espacio de los créditos para incluir en su lugar un cuento de considerable aliento: “The mysterious tale of how I shouted “Wrong-eyed Jesús!”, mismo que da nombre al álbum; una historia como la gran mayoría de su trabajo, que indaga en la reacia mirada de la Norteamérica rural blanca: ignorante y torcidamente religiosa. ~
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