La última escena que Orange is the new black nos suministró en su primera temporada, hace un año, se interrumpía a la mitad de la golpiza brutal que el personaje principal, Piper, le propinaba a una secundaria maligna, Pennsatucky. Era un final telenovelero, lo que los estadounidenses llaman un cliffhanger, que obliga a imaginar numerosas posibilidades y variaciones, y que garantiza la fidelidad e interés del espectador en el siguiente capítulo.
La esperada “solución” apareció, con el resto de la segunda temporada, en junio pasado. Trece horas –su duración total– después de liberada en Netflix, ¿cuántas personas la habían visto de principio a fin? Inventemos una cifra a la segura: millones.
El motivo fundamental de este éxito, la razón más objetiva y desapegada tras su encanto de oropel, es que Orange is the new black es excelente. Es una droga que consumes porque es excelente. De haber podido eludir la oficina y otras obligaciones, la habría consumido de golpe, sin mediación alguna, en una sobredosis de Litchfield y compañía que me habría dejado mareada y ansiosa pero (de momento) feliz.
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Piper Chapman es la protagonista de la serie pero a la vez no tanto. De pronto es molesta o rodeada de personajes aburridos (su prometido, su mejor amiga); la preeminencia de su enfoque narrativo es más bien un mecanismo para acercarse a las historias, mucho más ricas, de las mujeres que cumplen una condena en Litchfield, la cárcel donde se desarrolla la trama.
La serie original de Jenji Kohan (Weeds), basada en el libro de Piper Kerman, es una comedia pero no del todo. Su mérito no está en representar individuos de variado talante, estrato social o mezcla racial (Ross, en Friends, alguna vez tuvo una novia negra), darles antecedentes narrativos, adjudicarse una perspectiva amplia gracias a su presencia, sino en despertar empatía en el espectador, que termina amándolos de verdad. Ya no puedo pensar en una mamushka rusa sin pensar en Red, no puedo escuchar la voz rasposa de Natasha Lyonne (Nicky, exadicta a la heroína, mujeriega oficial de la prisión) sin reírme por pura asociación; cualquier cosa buena y dulce de la vida me trae a Poussey a la memoria, su sonrisa grande y contagiosa, su cara bellísima e inocente. A veces pienso en Uzo Aduba por el puro placer de pensar en Uzo Aduba, en su excentricidad y en la forma en que recita a Shakespeare (Uzo interpreta a Suzanne Warren, apodada Crazy Eyes por su mirada y por cierta forma intensa de entender la realidad, con lo que demuestra un enorme dominio de sus recursos actorales). También me hacen reír Big Boo, Cindy Black, Brooke Soso, Mendoza, las chicas de la lavandería, Yoga Jones, el administrador Caputo, la guardia llamada Susan Fischer. Me conmueven, a su modo, los personajes de Taystee, Sophia, Morello, Watson.
Dudo, después de listar sus nombres, agregar su identidad más “esencial”: dyke, negra, asiaticoamericana, hillbilly, transexual, anciana, latina. Cuando apareció el año pasado, esta parecía la carta más fuerte de Orange is the new black: la manera en que subsanaba un vacío de representación racial, sexual, de edad. Un show que contaba con una mayoría abrumadora de mujeres y, sobre todo, que hablaba de las relaciones entre mujeres (de carácter tanto filial como sexual, de amistad o rivalidad, de complicidad o de explotación). Sin embargo, lo más interesante era el modo en que estas mujeres se revelaban: con aristas y momentos inesperados, con gestos lo mismo emotivos que abyectos, con la capacidad de mostrar no morales ambiguas sino temperamentos con muchas capas de profundidad. “Malos” con gestos enternecedores (un Pornstache enamorado), “buenos” con aspectos desagradables (Sophia Burset o la hermana Ingalls: adorables dentro de la cárcel, poderosas por medio de la bondad y no del abuso, pero narcisistas o egoístas en libertad). Personajes que obligaban al espectador a cuestionar su propia identidad, a preguntarse cuál sería su lugar en prisión, si formaría parte de las líderes o de las sometidas, de las optimistas o de las derrotadas, a qué cofradía pertenecería, bajo qué identidad se le reduciría.
El formato de comunidad cerrada, de pueblo chico o microcosmos, genera una narrativa arriesgada, con muchas fuerzas en tensión y destinos interconectados. Si la primera temporada planteaba las circunstancias, la segunda se siente confiada y agrega un elemento disruptivo con la llegada de Vee, figura matriarcal que se va revelando poco a poco como antagonista verdadera. No es casualidad que la temporada inicie con los flashbacks de dos niñas –Taystee y Suzanne– que a la larga terminarían por ser las que más sufrirían el carácter manipulador de Vee. La figura de la madre es el tema principal de esta segunda parte: la madre como anhelo o vacío, la madre sustituta, la madre enemiga, la maternidad como obligación y destino. La mayoría de las mujeres en Litchfield tuvo relaciones difíciles con sus madres, y allá dentro se buscan o se afirman, forman lazos que las circunstancias ponen en conflicto una y otra vez; cuentan, únicamente, unas con otras. Como prueba está que el peor lugar al que pueden caer es la unidad de reclusión, donde se encuentran temporalmente expulsadas de la red humana que les permite sobrevivir.
Orange is the new black es compasiva pero no se engaña respecto a su tema, que es la vida al interior del sistema carcelario de Estados Unidos, el país con mayor población prisionera del mundo, un modelo donde abundan la explotación, la corrupción, la segregación y las injusticias legales. Finalmente, no intenta justificar a sus personajes, convertirlas de un brochazo en víctimas, pero comprende, desde una firme postura política, las circunstancias materiales que las vuelven blanco fácil de una vida en prisión. El enemigo real pero invisible, aquel al que las reclusas se refieren constantemente, es El Sistema. Es la necesidad de Daya Díaz de tener sexo con el detestable guardia de seguridad Pornstache, las regaderas rebosantes de mierda, la separación arbitraria de una madre de su bebé, la “liberación humanitaria” de una mujer que sufre demencia senil, el cáncer incurable (e impagable) de Rosa. Emily Nussbaum, crítica de The New Yorker, escribió a ese respecto: “Orange is the new black echa luz sobre la injusticia a través de historias tan brillantes y luminosas que sencillamente no puedes ignorarlas.”
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Mientras se adentra en la vida de cada uno de sus personajes (nos enteramos incluso del drama de Fig, la administradora de la prisión), Orange is the new black comparte rasgos con la novela realista, por ejemplo, la tendencia a zambullirse en monólogos interiores. Brilla cuando reúne en un gran montaje a todos los involucrados y entonces el caos se vuelve fiesta; ejemplo de esto último es la celebración de San Valentín –uno de los episodios más conmovedores de la segunda parte, gracias a las particulares definiciones del amor que comparten las reclusas–. Provoca risas de complicidad con algunos chistes elaborados, como cuando Larry dice que se formó dos horas para conseguir un “bagnut”, mezcla de bagel y dona, trasunto del infame “cronut” (mezcla de croissant y dona) que el año pasado generó filas imposibles en una pastelería de Nueva York.
De pronto, Orange is the new black recuerda que es una comedia, que el humor es una forma efectiva de decir cosas serias. Hacia el final emprende una táctica propia de las telenovelas: soluciona algunos cabos sueltos de manera apresurada aunque satisfactoria, a fin de permitirse un último chiste mordaz. En las telenovelas mexicanas, el “castigo” del villano generalmente llega con la muerte (mientras más grotesca y dolorosa mejor: no faltan en los melodramas quemados, atropellados, envenenados, incluso personajes devorados por lobos). Este castigo, de ribetes cristianos, funciona como una suerte de venganza gozosa para el espectador, la sublimación de todas las horas de angustia anteriores.
Como la exitosísima Shonda Rhimes, showrunner de Grey’s Anatomy y Scandal, Jenji Kohan mantiene a su público cautivo, lo embelesa a través del conflicto y el ritmo constantes, pero mientras una manufactura dramones para toda la familia, la otra busca incomodar con sexualidad explícita y temas espinosos. En esto reside la cualidad adictiva de Orange is the new black, y a esta premisa debe sus marcas de fábrica: una estructura sencilla, la disponibilidad absoluta de todos sus capítulos, el cliffhanger constante que impele –exige– a consumirla de corrido. Al volver a ella, después de un año de no verla, tuve dificultad para recordar situaciones y momentos clave; la historia exigía estar al tanto de muchos detalles que poco a poco, como el alcohólico rehabilitado que prueba una gota de vino y recuerda por qué era alcohólico, volvieron con intensidad. De todos modos preferí suministrarme dosis pequeñas, paladear cada capítulo, tomarme mi tiempo, todo lo cual no pudo evitar que al final de la temporada, con un cosquilleo, experimentara algo que solo podría definir como síndrome de abstinencia. Seguido de unas ganas enormes de abrazar a todos los involucrados en que Orange is the new black exista. ~
Escritora y periodista.