Mi interés cada vez mayor en las imágenes y su elaboración en la Iberoamérica colonial se inició con una desgracia imprevista. Hace seis años, perdí mis documentos docentes y de investigación en un incendio de camino a un nuevo lugar de residencia y un nuevo empleo.
Por sus características, la mayor parte de las diapositivas que había reunido para dar clases sobre el periodo colonial, colocadas en la parte delantera del camión de mudanzas, lograron sobrevivir al incendio, el humo y el agua.
Así pues, tuve que comenzar un nuevo semestre sin mis apuntes, mis materiales de lectura, de investigación, mis libros y otros documentos de trabajo, pero con varios miles de diapositivas reunidas para ayudar a mis estudiantes a imaginar la creación de “América” en una vasta superficie del mundo, y transmitir que la vida de las personas en tiempos lejanos era tan extraordinaria, apasionada y compleja como la nuestra. Se trataba, en 1993, de un mero deseo, porque todavía no le había dado a esas diapositivas otro uso que no fuera decorativo, y no las había mirado con atención para utilizarlas en mis clases y, al mismo tiempo, obtener información de ellas. John Dewey expresó mi anhelo de aprender a la vez que se imparten clases, en Democracia y educación:
Pensar es un proceso de investigación, de mirar con atención, de indagar. Adquirir siempre es secundario, y consecuente al acto de investigar. Es una búsqueda, una pesquisa de algo que no está a la mano. A veces nos expresamos como si la “investigación original” fuera prerrogativa de los científicos o, por lo menos, de los estudiantes avanzados. Pero todo pensamiento es investigación, y toda investigación es autóctona, original de quien la realiza, aunque todos los demás tengan absoluta certeza de lo que esa persona apenas esté buscando.
Pero ¿qué hacer con estas fotografías de planos urbanos, edificios, altares, pinturas, dibujos, impresos, esculturas, fuentes, cerámica, bancas y garabatos realizados en los siglos XVI, XVIII y XVIII? No me quedaba sino mirarlos con más atención, fijarme mejor en lo que parecían describir y cómo, y tratar de aprender más de las personas que los habían elaborado, por qué y para quién. Es decir, me interesé en cómo verlas más por sí mismas, con sus propios misterios y sorpresas, y en cómo darles un contexto acorde a su tiempo y después. No puedo evitar hablar de algunas partes de esas imágenes, pero trato de tener presente la amistosa advertencia de E. B. White respecto a desarmar un buen chiste. “Se puede hacer una disección del humor —escribió White—, como de una rana, pero se muere al hacerlo y las entrañas son decepcionantes, salvo para la mente científica”. Intento estudiar algunas imágenes de los inicios del periodo colonial en una forma un poco diferente: tratando de mirar y sumar, más que desarmar.
Lo que busco es ese “pensar en imágenes” del que habla Italo Calvino, inspirado en su lectura juvenil de los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola y las tiras cómicas estadounidenses como El gato Félix y Los traviesos Katzenjammer. Sus periódicos italianos ponían las caricaturas sin los globitos, y metían en cambio al pie de cada imagen unas rimas. “Esas rimas simplonas no daban información —escribió Calvino—. A menudo eran palos de ciego… Yo prefería ignorar lo escrito y seguir mi ocupación favorita de fantasear sobre esas imágenes y su secuencia”.
Sigo siendo historiador —alguien que sitúa las cosas en determinado contexto y ve las imágenes, sobre todo, como residuos de ciertos episodios—, pero me gusta la idea de Calvino de “fantasear sobre esas imágenes”. El propósito es situar las imágenes en el mismo plano que los textos escritos, como seguramente fueron muchas de ellas para su público original. Como dijo Calvino: “Se puede distinguir entre dos tipos de procesos de la imaginación: uno que empieza con la palabra y llega a la imagen visual, y otro que se inicia con la imagen visual y llega a su expresión verbal”. Esto no significa que las imágenes y el lenguaje sean órdenes perfectamente separables de representación. Más bien se entretejen en todas las formas posibles (como hace Calvino en El castillo de los destinos cruzados), pero la idea de Calvino de iniciar con una imagen o con palabras es una forma de no reducir automáticamente el valor de las imágenes de otras épocas y lugares, o convertirlas siempre en ilustraciones, como si nosotros y los otros siempre comenzáramos con la palabra.
No pretendo haber avanzado mucho en este propósito, pero quiero pensar en las imágenes de los lugares coloniales como algo más que información de apoyo, que la ilustración de conclusiones ya formadas a partir de fuentes escritas. Quiero juzgarlas como algo que ha de verse y estudiarse, algo elaborado en ciertos tiempos y lugares, con determinados valores y propósitos específicos. Sigo tendiendo a rodearlas de fuentes escritas que indican su público y cómo fueron elaboradas, recibidas y utilizadas. Pero al tratar de ordenar lo que quedó después del incendio, he podido poner más atención a fuentes primarias que no sean palabras escritas, que exijan atención por sí mismas.
Quiero considerar aquí dos imágenes conocidas, realizadas a inicios del periodo colonial, en el siglo XVI, que siguen intrigándome y parecen contener muchos posibles significados de cómo algunas partes del hemisferio occidental se estaban transformando en iberoamericanas sin meramente reproducir a España o Portugal. La primera imagen es una descripción de 1579 de una ciudad indígena del sur de México. La segunda imagen es un retrato de tres señores negros de la costa de Ecuador, pintado en 1599. Ambas fueron obra de artistas indígenas para el rey español, por encargo de un gobernante colonial.
EL PLANO DE TEXUPA DE 1579
Cientos de miles de españoles vinieron a América durante el periodo colonial, pero no vino rey español alguno; ni tampoco los consejeros más importantes del rey que juzgaban los asuntos americanos, salvo unos cuantos. Sin embargo, España gobernaba una gran parte de América, y los españoles que se quedaban en su país eran grandes consumidores de noticias e información sobre sus “Indias”. La vasta documentación alojada en el Archivo General de Indias de Sevilla da fe de esta sed de información y voluntad de administrar. Para el historiador, tienen un valor especial los informes presentados en respuesta a los interrogatorios de los reyes, que periódicamente se extendían por las colonias, y exigían detalles de los lugares, los recursos y la vida entre los súbditos americanos del rey.
Felipe ii, que reinó durante casi toda la segunda mitad del siglo XVI, fue un recopilador inveterado de este tipo de información. Su largo cuestionario de 1577 hizo que se elaborara un rico conjunto de informes o relaciones geográficas de distritos locales de América. El cuestionario pedía información específica de los lugares, los recursos naturales, la actividad económica, la política, la historia, la religión y otros aspectos de la cultura local. Además del informe escrito, las instrucciones del rey exigían una pintura de la zona.
Del pueblo de Texupa, de la Mixteca Alta de Oaxaca, llegaron un informe y un plano misteriosos. El informe escrito fue elaborado por el corregidor español con ayuda de dos frailes dominicos, a partir del testimonio de indígenas mixtecos de la comunidad cuyos nombres no se mencionan. Según parece, la pintura fue elaborada por uno de los informantes indígenas y no por el gobernador del distrito ni por los dominicos.
La pintura y el informe escrito se complementan como dos puntos de vista distintos, en contrapunto, de Texupa y sus alrededores como una comunidad indígena al final de la gran epidemia que arrasó todo el virreinato de la Nueva España a fines del decenio de 1570.
En sus respuestas directas al cuestionario del rey, el informe escrito identifica algunos cambios dignos de mención en la vida material de la población de Texupa: se usaba un nuevo tipo de indumentaria, se consumían nuevas variedades de alimentos, había nuevas actividades económicas (como la ganadería y el cultivo de arbustos de morera y la cría del gusano de seda), se construían tejados y circulaban monedas de plata. En el informe se reconoce claramente la drástica disminución de la población desde la llegada de los españoles. Las personas ya no son tan sanas como antes, dice el informe, pero el juez o sus informantes indígenas no toman directamente en cuenta las epidemias llegadas de Europa. Más bien, se alude a un exceso de alimentos y a su contenido más sustancioso. Aunque las respuestas del informe a las preguntas formuladas salen del embudo de la perspectiva del corregidor, y se tamizan en su desaprobación de las prácticas religiosas prehispánicas, se percibe el orgullo indígena local en las descripciones de la indumentaria guerrera indígena y en el gobierno tranquilo de otros tiempos.
La pintura que acompaña al informe (figura 1) es un paisaje, “una organización del espacio, un deseo persistente de recrear la tierra a imagen de algún cielo”, como dijo J. B. Jackson de todos los paisajes. Éste ilustra dos grandes transformaciones en Texupa a principios de la Colonia: una consiste en una reorganización material de la comunidad de acuerdo con la habitual cuadrícula urbana española colonial; la otra es la llegada del cristianismo (representada por el conjunto de la iglesia, el monasterio y el huerto). Pero la composición y su paisaje también indican importantes continuidades en la concepción artística indígena de su comunidad, que mitigan la sensación de transformación de la vida local bajo el gobierno español. Igual que en los códices prehispánicos, la historia se narra con dibujos estilizados. Como en algunos registros mixtecos producidos antes de la llegada de los europeos, se describe el “espacio real” situando las características materiales más sobresalientes de la zona, de forma que lo entendieran los espectadores. También se mantiene la representación convencional de las características importantes —sobre todo las colinas, los templos, los caminos y los manantiales—, y se identifican los asentamientos humanos no sólo con la ciudad, sino con sus alrededores. No obstante, la forma de representar esa percepción del lugar y el espacio se ha transformado. Mientras que los registros prehispánicos de la Mixteca situaban al espectador en el paisaje a través de una cadena sinuosa de signos de los lugares (las colinas, las montañas, los ríos y los templos), que podían verse en secuencia desde algún punto conveniente, esta pintura de 1579 ofrece una noción más europea de la elaboración de planos y paisajes, donde las características físicas se organizan según los puntos cardinales y la ilusión óptica de una vista de pájaro.
Permítaseme describir con mayor detalle esos cambios y continuidades. En la imagen 2 hay un fragmento del Códice Vindobonensis, probablemente producido en Tilantongo, otro pueblo de la Mixteca Alta, no lejano de Texupa. Pintado antes de la llegada de los europeos, se consideró durante mucho tiempo sobre todo como un texto pictórico de lo sacro, que describía a las divinidades y los sitios y acontecimientos sacros. Gracias a la actividad reciente de los arqueólogos John Pohl y Bruce Byland, sabemos que parte del conocimiento sagrado de este antiguo texto está expresado desde el punto de vista de un paisaje específico, que representa sitios visibles desde un lugar cercano a Tilantongo. Pohl y Byland denominan este agrupamiento de formas “La vista desde el Atado Rojo y Blanco”.
En la parte superior de la imagen 3 está la misma parte del Códice Vindobonensis vuelta a dibujar por Pohl y Byland, para destacar la procesión de formas. El paisaje está descrito con una línea sinuosa de signos de lugares que comienzan en la esquina derecha de abajo. (Pohl y Byland han puesto flechas para indicar la orientación y el orden). Comienza en un lugar que llaman el Atado Rojo y Blanco. Luego hay un templo en ruinas con una serpiente que surge de él, que es la ciudad de Tilantongo; luego están la Colina de la Avispa, la Colina del Conjunto, la Colina del Pedernal y demás, para terminar con la Peña del Jaguar y una variante del Atado Rojo y Blanco. En el dibujo que aparece en la parte inferior de la imagen 3, Pohl y Byland imaginan el mismo paisaje en una forma europea más esquemática, con el Atado Rojo y Blanco como punto de referencia del espectador y las diversas colinas y otros sitios desde ahí visibles organizados en el sentido de las manecillas del reloj. Hubiera sido conveniente que en su recreación Pohl y Byland hubieran puesto el sitio que está al norte del Atado Rojo y Blanco directamente por encima del espectador imaginario. Un paisaje estilo europeo también trataría de rellenar los espacios intermedios con características materiales.
En la pintura de Texupa de 1579, el oriente —la dirección del sol naciente (en vez del norte)— figura “arriba”, aquí con su concentración de colinas sagradas y altares, pero su descripción sitúa los arroyos, las colinas y la fértil depresión en relación con la ciudad por medio de los puntos cardinales a la manera europea. Las filas de colinas y montañas que rodean la ciudad en la pintura de 1579 se aproximan más a una vista de pájaro que el paisaje prehispánico del Códice Vindobonensis. El plano de 1579 también se parece más a un paisaje ilusorio europeo. Se representa una cordillera sobreponiendo el símbolo autóctono de colina. Pero la vegetación exuberante quizá tenga menos que ver con una aproximación fotográfica a los alrededores que con una descripción idealizada de promontorios y depresiones que parecen ondular con la vida y ofrecen un abundancia de agua que mana, valiosísimo recurso donde hoy es una zona escueta y árida durante los ocho meses que hay entre las temporadas de lluvias. El pintor decidió iluminar de colores los frutos naturales. El opulento paisaje también puede expresar autoridad política y legitimidad. Los libros prehispánicos de imágenes de esta región describen a las familias gobernantes como nacidas de la tierra, literalmente descendientes de sitios específicos.
Este plano es demasiado complejo con su “doble significado” (según B. Mundy) para que una interpretación satisfaga a todos los espectadores que pudieran partir de alguna propiedad específica. ¿Se trata sobre todo de oposiciones? ¿De la identidad autóctona contra la organización colonial? ¿Representa un rechazo o indiferencia ante el régimen español y las transformaciones coloniales? ¿La organización de las formas y la transformación de los colores del paisaje amagan con un asentamiento colonial semejante a una aparición? ¿Las líneas curvas de los arroyos y los viejos caminos sobrepuestos a la cuadrícula urbana subvierten de algún modo la organización colonial de la comunidad, “rasgándola” o “atravesándola”, según sospecha cierto especialista? En el informe escrito no se mencionan los caminos, y por estar encima de la cuadrícula parecen indicar caminos más importantes que las calles rectas de la nueva ciudad.
Si se acepta esta interpretación de la superposición de las formas en el plano, hay una forma colonial que no aparece cubierta ni cancelada: el monasterio y la iglesia con su jardín tapiado de abundantes frutos nuevos.
Aparece en la parte superior de los antiguos caminos que cruzan la ciudad, y que convergen, los tres, en ese sitio, lo que aparentemente le da más importancia (como decir que todos los caminos conducen ahí o parten de ahí). La única otra estructura hecha por el hombre de aspecto igual de importante que el conjunto de la iglesia es el templo prehispánico que está al pie de la colina en el margen oriental de la ciudad. La prominencia y equivalencia general de estos dos edificios indica una reverencia por lo sacro y sus instituciones que no hace distinción entre el pasado y el presente.
Otra interpretación, quizá más interesante, de la pintura de Texupa que también haría énfasis en el pródigo tratamiento de las propiedades naturales, le da menos importancia a la superposición de los caminos y los arroyos en el plano urbano como rechazo del gobierno colonial. De acuerdo con esta interpretación, la descripción del paisaje tiene menos que ver con una competencia con la ciudad que con un concepto prehispánico del espacio, en el que los asentamientos humanos se consideraban temporales y se identificaban por su ubicación, es decir, por las propiedades permanentes y los sitios sacros que los rodeaban. Con todo y que las descripciones de las tierras en algunos registros mixtecos antiguos eran mapas políticos donde las élites gobernantes aparecían como herederas de la autoridad territorial que ejercían, esta pintura de 1579 parece ser una declaración política, una celebración de Texupa como sitio central, una manifestación más bien predominante que prolonga el reclamo antiguo de autoridad local antes que enfrentarse con el poder colonial o desafiarlo. Si no es el ombligo del mundo, Texupa por lo menos parece el centro de las cosas, la ciudad sin referencia a otras, rodeada de sitios sagrados que rebosan de vida vegetal y fuerza espiritual, una comunidad que evidentemente no está subordinada a ningún orden político impuesto desde fuera. Muchas comunidades indígenas del centro y el sur de México se reorganizaron en el siglo XVI de acuerdo con los planes comunes españoles de la vida urbana, pero no creo que esas ciudades organizadas en cuadrícula o el mapa de Texupa puedan considerarse sólo como una conquista española del paisaje, y borrar las ideas indígenas de los espacios organizados, los sitios sacros y la comunidad.
LOS CABALLEROS NEGROS DE LAS ESMERALDAS
He aquí mi segunda imagen principal, un extraordinario retrato de grupo pintado en 1599. Es la pintura colonial sudamericana más antigua que sobrevive con su fecha y firma. Las tres figuras, casi de tamaño natural, están claramente identificadas con nombre y edad: don Francisco de Arobe, de 56 años, en el centro, flanqueado por su hijo don Pedro, de 22 años, y otro joven, don Domingo, de 18. Esta pintura me ha intrigado desde que la vi por primera vez en su sitio permanente de exposición, el Museo de América de Madrid. La única explicación del museo era que estos hombres procedían de la provincia costeña de Esmeraldas, del Reino de Quito, es decir, el moderno Ecuador. Dado que estos hombres quizá llegaron a América como esclavos, o eran hijos de esclavos, ¿por qué inmortalizarlos en este retrato formal de gran tamaño, con indumentaria aristocrática y el título de “don”, reservado en aquellos tiempos a las personas distinguidas de la sociedad española con pretensiones a la nobleza? ¿Qué explica los adornos faciales y los elegantes ornamentos de oro? ¿Eran de origen africano occidental? ¿Por qué llevan lanzas en una mano y con la otra se quitan el sombrero? ¿Por qué, para empezar, se pintó ese retrato tan profesional y por qué vino a dar a Madrid? ¿Se trata más bien de un modelo (es decir, de cómo deberían lucir estos hombres) que de una semejanza? He aquí el problema de las perspectivas múltiples: la del pintor, la del objeto del cuadro, la de quien encargó el cuadro, la de los espectadores contemporáneos de la obra y la de los actuales. ¿Se puede aspirar a entender otra perspectiva aparte de esta última (es decir, la nuestra)? ¿Es posible desenmarañarlas?
Con tan poco para avanzar, tuve más o menos la libertad de seguir el ejemplo de Calvino mientras se imaginaba las aventuras del gato Félix. Sabía que a fines del siglo XVI había piratas ingleses en las costas de Perú y Ecuador. Pensé que los hombres retratados podían ser esclavos fugitivos reclutados por el gobernador español de Quito para defender las costas, posteriormente recompensados con una emancipación oficial y diversos privilegios, inclusive algunos arreos de la nobleza.
Mi curiosidad sobre esta enigmática imagen dio un giro hace tres años, cuando escuché a Tom Cummins, especialista en historia del arte de la Universidad de Chicago, hablar de ese cuadro. Él sabía por una nota, enviada con la pintura a la corte española, que el gobernador de Quito había encargado el cuadro, que los tres hombres retratados habían ido a la capital de las tierras altas para conocerlo y posar para el retrato, y que el pintor era Andrés Sánchez Gallque, conocido pintor indígena formado por sacerdotes españoles. Tom también sabía por sus estudios de los artefactos precoloniales que los adornos de la cara eran indígenas y no africanos. Tom encontraba en el retrato una especie de discreto encarcelamiento de estos hombres, como contenidos por las líneas verticales de las lanzas como barras de la celda de una cárcel; y en su vestimenta elegante y el quitarse los sombreros interpretó un acto de sumisión, una bien lograda domesticación de su libertad, una victoria de la cultura sobre la naturaleza. Este relato era diferente del que yo había imaginado, era un relato de homenaje a la captura de esclavos fugitivos.
Comenzamos a tener una activa correspondencia sobre el cuadro y los diferentes aspectos del mismo en que habíamos hecho énfasis. Agotada mi imaginación, quería más documentación que ampliara la historia de los hombres del cuadro, si no es que la del cuadro mismo. Cerca de mi casa encontré lo que buscaba, ya que en los microfilmes que la Biblioteca De Golyer de la Southern Methodist University adquirió recientemente —parte de una maravillosa colección de registros de principios del siglo XVII del archivo del duque del infantado, de Madrid— había un informe de 1606 sobre la Provincia de Esmeraldas que menciona a los tres personajes del cuadro. El informe describe a don Francisco como un mulato de lengua española (es decir, descendiente de africanos y europeos o indígenas; en este caso, cabe suponer que de africanos e indígenas). Era gobernador de un asentamiento de 35 mulatos y 450 indígenas cristianos, algunos originarios de esa zona, otros procedentes de remotos sitios de las costas, gobernados por estos mulatos en calidad de súbditos. En otras palabras, don Francisco era el dirigente de una comunidad afroindígena independiente de la costa norte del Ecuador. En 1597, don Francisco y su comunidad habían aceptado la autoridad española y el cristianismo merced a la actividad militar y diplomática de un corregidor de la Audiencia de Quito y a la función evangelizadora de un sacerdote mercedario.
Cuando estos tres hombres fueron a Quito dos años después, el corregidor encargó el retrato y lo envió a España para conmemorar el acontecimiento y celebrar una versión dilecta del imperio sobre la conquista de nuevas fronteras y la conversión de los adversarios bárbaros.
Las tres figuras van vestidas en un estilo mixto y étnico de indumentaria cortesana. La lechuguilla y las mangas, así como los mantos de satín o de seda, eran la moda española del momento. El artista llama la atención hacia estas prendas mediante un énfasis en los pliegues y holanes y la riqueza del color y brillo de los mantos. Debajo del manto, cada hombre lleva un poncho de estilo autóctono elaborado con telas europeas y decorado con arabescos, así como una camisa con mangas a la europea y abotonada. La tela elegante y este modo de vestir son más adecuados para las tierras altas y frescas del Ecuador y dan a los hombres un aspecto de civilización y dignidad, desde el punto de vista europeo.
Los tres hombres parecen estar de pie ante el rey y sus súbditos leales, con los sombreros en una mano, sus nuevas lanzas con punta de acero en la otra, listos para defender las costas de los enemigos del rey, ya fueran piratas ingleses u holandeses, o grupos hostiles de indígenas y de esclavistas mulatos. El retrato sin duda se proponía lograr un parecido, ya que era un documento para el rey. Hoy se admira como obra de arte.
Pero además contiene otro elemento. A veces lo que queda afuera —sin percibirse o borrado— da forma al significado de una imagen más que lo directamente representado. Aquí no hay un espacio definido: no hay paisaje, no hay salón, ni columnas o cortinas, no hay dónde situar a estos hombres sino contra un cielo nublado que los ubica a la intemperie con sus galas. En cierto sentido son trofeos, disecados y colgados en la pared azul, un modelo de ese tipo de personas para los ojos del rey, apartados de sus dominios tropicales y de la nobleza de Quito. Me resultan tan extrañamente remotos y conocidos como las fotografías de estudio decimonónicas de los jefes indios con uniformes de oficiales del ejército de los Estados Unidos. La pintura nos dice poco, en todo caso, de lo que pensaban los tres hombres de su vestimenta y del acontecimiento de la elaboración del retrato. Pero creo que se puede suponer que no consideraban simplemente que se les colocaba en el lugar que les correspondía, como los vemos aquí.
El informe de 1606 añade algo de la visión más extensa de ellos sobre ese acontecimiento y presenta una historia menos triunfante del imperio de cuanto indica el retrato de 1599. En 1605, ataques inesperados de esclavos y sangrientas batallas entre dirigentes mulatos rivales y sus súbditos y aliados indígenas convulsionaron la Provincia de Esmeraldas. Don Francisco y sus compañeros no fueron acusados de participar en los combates, pero los funcionarios coloniales estaban decepcionados porque no habían ayudado a llevar a los culpables ante la justicia. Al reprimirlos por su indiferencia, don Pedro, según se informa, amenazó con quemar los campos de su comunidad y desaparecer en la selva si los españoles enviaban una expedición punitiva. En 1606 el inquisidor colonial se quejó de que don Francisco y su gente eran borrachos y no verdaderos cristianos (“no son cristianos de corazón”, escribió), y concluyó que el dinero que se gastaba en ellos en Quito para darles cobijas, vasijas de vino y vestidos elegantes, quizá los mismos que se ven en la pintura, era un desperdicio. Incluso el propio retrato puede indicar algo más que una domesticación autoelogiosa de estos hombres “sin el ruido de las armas”, como se gustaba decir en los informes de las primeras expediciones españolas, vestidos con sus galas exóticas para que el rey los admirara. Su elegante indumentaria europea parece competir con la deslumbrante exhibición de joyería facial autóctona, y el esplendor de los trajes parece excesivo por sí mismo, como con la intención de separar a estos caballeros putativos del buen gusto más contenido de los auténticos aristócratas, según aparecen en los cuadros del Greco o de Sánchez Coello.
Se trate o no de mulatos (hombres nuevos desde el punto de vista racial), este retrato y el informe de 1606 muestran a don Francisco y sus compañeros como personas nuevas desde un punto de vista cultural: en parte africanos, en parte indígenas, en parte españoles y cristianos, y ahora americanos a su modo particular, como categorías sociales que se han aflojado y vuelto a modelar en los márgenes del imperio español. El retrato además expresa otro tipo de “americanización” —una impuesta, española— en la que se consideraba a los súbditos de las colonias incompletamente hispanizados, con necesidad de mayor tutela, restricción y reforma. Eran “dones” con lanzas, no caballeros de gusto impecable armados con elegantes espadas o armas de fuego.
Los hombres de la pintura, y la imagen misma, representan una transformación americana, pero no sólo la finalidad brutal del esclavismo, el desarraigo de sus ancestrales sitios de origen del África occidental, el trabajo forzado y la muerte prematura. Y podría haber más continuidad en sus vidas de la que comunican la pintura y el documento. Quizá sus pequeños cacicazgos de las costas del Ecuador eran más parecidos a la organización política de Benin o Dahomey de lo que hoy se sabe.
La pintura de Texupa, por el contrario, nos permite atisbar cómo veían los súbditos autóctonos la reorganización colonial en su tierra ancestral. En este caso, como en casi todos los asuntos culturales en que participan indígenas de las colonias del México central y del sur, el orgullo local y el apego al lugar siguieron siendo parte del orden espacial y político. El informe escrito del corregidor español describía un “paisaje” reorganizado, un lugar ordenado de nuevo, potencialmente abundante, bajo el concepto de la autoridad cristiana y española. La representación del pintor indígena de Texupa en esta imagen indica un paisaje y realidades coloniales en ciernes más bien diferentes. En estas colinas exuberantes, caminos torcidos y líneas rectas, al describir su tierra concede importancia a los alrededores conocidos e idealizados, rebosantes de vida sacra exaltada con el nuevo complejo de la iglesia cristiana, más que representar la nueva organización de la comunidad de acuerdo con el ideal español de ciudad (de aspecto más bien abstracto y fantasmal en la pintura). Esta imagen dice más de lo que permanece que de la imposición de un dominio español. También es algo más que una continuidad de la vida autóctona nacida de un enfrentamiento heroicamente victorioso con la presencia imperial.
Al ver estas imágenes busco más significado —y no el significado— de la paradoja de la supervivencia (la paradoja de la transformación que se está dando en el seno de la continuidad). Así de conocidas y directas como aparecen en ciertos aspectos, estas imágenes y sus protagonistas son de otra época y entrañan algunas formas de pensar desconocidas. Muchas de las hipótesis y percepciones, asuntos y preocupaciones que para ellos hubieran sido evidentes en estas imágenes, para nosotros son oscuras, están ocultas o aparecen desdibujadas. No podemos decir que vemos como ellos, que sentimos como ellos, o que escuchamos tanto como ellos. Con todo, con las fuentes de que disponemos, tratamos de entender sus episodios y experiencias, su forma de hacer las cosas, de transmitir una versión del mundo para orientar el presente. La historia está hecha de esto. –— Traducción de Rosamaría Núñez