Recalada en mares inexplorados

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I

Con sólo navegar en una nueva dirección
     tú bien podrías ensanchar el mundo.
      Has escogido a tu capitán,
     entusiasta de los descubrimientos, con suficiente
      fuerza para hacerlos,
     sin importar qué naves quedaran dispensadas
     de algún otro servicio más urgente para aventura anual.
     Inventarió las más probables conjeturas
     sobre la travesía por lo Desconocido,
     suposiciones de doradas costas e historias sobre
      monstruos
     para ser digeridas como instrucciones simples
     en situaciones probables e improbables.

Con todo esto ya resuelto y hecho, te lanzaste con tu
      tripulación
     una hermosa mañana, el mejor clima que ha tenido el año;
     ampliándose los cielos y las furias oceánicas
     subyugadas por la iluminación veraniega; con tiempo
     para ir embelesados, navegando
     una hermosa mañana, en el Nombre de Dios
     por las aguas sin nombre de este mundo.

Oh tú, que todo riesgo habías estimado
     en tu negocio con aquellas aguas, aguas del mundo
     aún inexploradas.
      Pero más que el cañón
     del imperio del mar, perros de bronce y ladridos de hierro,
     de la isla de Timor a los Estrechos, pudieron apoyar el desafío.
     Entre el Sur y tú una antigua enemistad
     fue alojada en la mente exploradora, aquella que jamás toleraría
     tan grande hegemonía de ignorancia.

Allá, donde tus Indias habían ya esparcido
     sus tribus como lluvias del océano, apuntaste tu viaje;
     como ellas invocaste a tu Dios, diste mares a la historia
     e islas para nuevos mañanas peligrosos.

II

De pronto el alborozo
     se disparó como pistola, todo
     el horizonte, hecha la gran caza,
     al pairo. Allá estaba la marina
     tan harta de la costa, sorprendiendo
     como lo harán las nuevas tierras al marinero
     moviéndose en el rostro de las aguas,
     observando a la tierra tomar forma
     en torno a cumbres sobrenaturales, más brillante
     que su propio color cuando emergía.
     Y sin embargo esto, no muy lejos de ser misión inútil,
     no fue lo que esperaba el corazón.
     En su indio y viejo sueño
     los deslumbrantes golfos ascendían
     por palacios antiguos y montañas,
     haciendo arquitectura.
     Aquí la estructura levantada,
     cumbre y pilar de nube
     —oh esplendor de la desolación— fue alzada
     en lo alto desde el foso, mar adentro,
     con una sombra, un dedo de viento, en ánimos
     pacientes de desembarcar con bien.

Para el isleño, siempre es un peligro
     lo que viene del mar.
     Sobre las amarillas arenas y los claros
     fondos altos, el romo filamento
     parpadea, la sangre de los desconocidos:
     la muerte descubrió al Marinero,
     oh, en un fulgor, en una calma llana;

un estruendo de barcos en bahía
     y el día se tiñó de asesinato.
     Los muertos no tuvieron más aviso
     de mantener distancia.
     El resto, tras haber notado su fracaso,
     siguió adelante con reconocimiento
     rumbo al norte, haciéndose a la mar.

III

Pues bien, el Marinero es el hogar, y ése es un capítulo
     en un libro de texto, mañana relevante

del que creímos conocerlo todo, cuando pudimos ser
      mucho más aptos
      para lucrar, seguros de nuestro territorio,
     sin asesinos soltando sus amarras en la Bahía Dorada.

Pero ya no hay más islas que puedan descubrirse
     y el ojo explora riesgosos horizontes por su cuenta
     en un clima variable, y murmullos de ahogados
      espantan en sus playas familiares.
     ¿Quién es el que nos lleva a navegar provincias

desconocidas pero no improbables? ¿Quién nos alcanza
     algún futuro desde el alto estante
     de audacia espiritual? No los discursos
     sujetos al Pasado cual condecoración
     al mérito que a sí se felicita;

oh, ni celebración tan presuntuosa
     o historia concienzuda podría liberar
     la corriente de júbilo de un descubridor
     y a las voces que dicen en silencio:
     “Aquí está el fin del mundo donde el milagro cesa”.

Sólo con fiel memoria, mientras yace
     sobre él la media luz de una modesta gloria,
     el Marinero vive y se coloca al lado de nosotros,
     largando al interior de nuestra ola de tiempo
     la mancha de sangre con que se escribe la historia de una isla. ~
     


     — Versión de Hernán Bravo Varela


Allen Curnow (Auckland, 1911) está considerado como uno de los poetas más importantes de Nueva Zelanda en el siglo XX. Ha publicado diversos libros de poesía y ensayo. Sus poemas escogidos, que abarcan casi seis décadas de trabajo lírico, aparecieron en 1999 bajo el nombre de Early Days Yet (Días tempranos aún), título con el que obtuvo el Commonwealth Poetry Prize y la Queen’s Poetry Gold Medal.


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