La mía fue una de las muchas generaciones que creció con la presencia ubicua del PRI y que se afanaba ya fuera en buscar las larguezas del ogro filantrópico, ya en crucificar al dinosaurio. Y es que el PRI no solo era un partido, sino un fenómeno de la cultura política y de la política ficción. Acaso por eso, ahora que el PRI vuelve al gobierno federal, en una alternancia normal en las democracias, se escuchan griteríos que invocan los fantasmas de la regresión. Este temor no parece razonable, pues las virtudes o vicios no se agrupan en un solo membrete político y sin duda en el PRI, como en los demás partidos (adonde ha exportado innumerables cuadros), existe una variada fauna en la que abundan pícaros y trepadores, pero también políticos prácticos que deben entender que los mandatos democráticos son acotados y sujetos a resultados. Solo un arraigado síndrome de indefensión aprendida, y un desconocimiento de la tortuosa pero innegable evolución de la democracia mexicana, pueden hacer pensar que, hoy, algún partido o persona dispongan del margen de maniobra para realizar involuciones históricas. Por eso, creo que las voces escandalizadas por el triunfo de un partido y, sobre todo, la condena moral que se ha pronunciado contra el votante de ese partido constituyen un resabio de discriminación e intolerancia por parte de cierto progresismo ilustrado que tiende a ignorar que el voto del otro, ese otro al que oscila entre tutelar y despreciar, vale igual que el suyo. ~
(ciudad de México, 1964) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'La pequeña tradición. Apuntes sobre literatura mexicana' (DGE|Equilibrista/UNAM, 2011).