Tres caminos a György Ligeti (1923-2006)

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1. Kubrick, ni modo. La referencia obligada para quien escribe hoy sobre György Ligeti es Stanley Kubrick, o al menos así lo parecen indicar las notas más recientes de la prensa: sin duda, la inclusión de fragmentos de piezas suyas en las bandas sonoras de 2001 y Ojos bien cerrados ha llevado la música del compositor transilvano a más gente de la que él habría imaginado. Dejando aparte la demanda (justa) por regalías que Ligeti lanzó contra la MGM, quiero creer que la película le ganó adeptos: que varios de los escuchas quisieron conocer las obras enteras y se adentraron más en el catálogo, y que Kubrick tuvo la sensibilidad para descubrir que la música para el cine es, en el mejor de los casos, música de segunda, y que por ello, y no por accidente, haya preferido usar piezas más sólidas en sus películas.

Lo cierto es que el éxito de la banda sonora es engañoso y oscurece tanto las otras maneras en las que Ligeti es accesible para un público poco interesado en la música contemporánea, como la admiración y el reconocimiento que le brindaron sus críticos y colegas. En primer lugar, hay en varias de sus piezas un acercamiento al diatonismo que, sin denotar un querer “darle al público lo que quiere”, sí proporciona una puerta suficientemente abierta: el Trío para violín, corno y piano y algunos de los Estudios para piano son los ejemplos más claros. Por otro lado está su sentido del humor, poco común en su generación y a veces engañoso, pero que lleva insospechadamente al escucha hasta el corazón del pensamiento de Ligeti. El Autorretrato con Reich y Riley (y Chopin al fondo), el Poema sinfónico para cien metrónomos, el preludio para cláxones de Le grand macabre y la musicalización del abecedario inglés en uno de los Nonsense Madrigals no son a simple vista más que boutades. Pero también son, respectivamente: un comentario sobre el significado de las raíces musicales; la primera muestra de una obsesión por los desoladores mecanismos inestables que aparecerán en el Segundo cuarteto o el Concierto de cámara; un homenaje al contrapunto del siglo XIV, y su última declaración de lo superfluo que puede ser un texto para la música vocal. El humor de Ligeti atrae a los curiosos y los convierte en adeptos.

Su éxito en el medio musical es, por otro lado, indiscutible: consentido por radicales y conservadores, logró en vida algo envidiable para casi cualquier compositor de hoy: poder gozar de la grabación sistemática de sus obras reunidas, primero por Sony Classical y, tras la muerte cerebral de ese sello, por Teldec. Proeza no pequeña para un músico que no hizo carrera dirigiendo sus propias obras. Kubrick sin duda abrió una puerta, pero no ha sido la mejor ni la más importante.

2. Homenaje a Frescobaldi. Tras escapar de los campos nazis y llorar la muerte en ellos de su familia, Ligeti sufrió la dictadura comunista hasta que se decidió a huir de Hungría en 1956. Desde entonces, sin la mirada vigilante de la censura sobre sus hombros, el músico absorbió los sonidos de la vanguardia occidental con una curiosidad e inteligencia crítica que nunca lo habrían de abandonar.

Esta capacidad de absorber influencias externas y hacerlas propias con una originalidad deslumbrante, sin embargo, no se limitó a los músicos de avanzada de Darmstadt: llegó a sus estudios del folclore africano y centroeuropeo, a los polifonistas de los siglos XIV y XV, a Scarlatti, Schumann, Chopin y Liszt como grandes exploradores del piano.

A diferencia de tantos otros músicos dedicados al rescate de lo que sea, Ligeti emplea la cita, el homenaje y el pastiche para mostrar su orgullosa relación con el pasado, y eso resalta —al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con su talentoso contemporáneo Luciano Berio— la fuerza de su enorme personalidad musical. Cuando Ligeti rinde homenaje a Frescobaldi, a Brahms, a Verdi, a Bartók, no sólo guiña a los aficionados a estos precursores y los críticos que se deleitan en “descubrir” y declarar estas referencias: obliga como pocos, sin soberbia ni servilismo, a reconocerlo como miembro indiscutible de una tradición. La proeza de ligar a esos grandes maestros del pasado con la creación de finales del siglo XX, sin limitarse a pergeñar arreglos fáciles, no ha sido ponderada suficientemente.

3. Stravinsky y el resumen del siglo. A mi ver, György Ligeti es a la segunda mitad del siglo XX lo que Igor Stravinsky es a la primera. Aunque una comparación entre ambos autores puede explorar caminos como su acercamiento tangencial a la ópera o su discreta conmoción ante la muerte, el elemento que más hermana sus obras respectivas es el constituir un resumen crítico y lúcido de la música de su época. Como el gran maestro ruso, Ligeti fue capaz de asimilar lo que escuchaba sin perder su originalísima voz ni su escepticismo ante la trascendencia de cualquier filosofía musical que se anclara en elementos extramusicales o en imbatibles condiciones a priori. En el catálogo de Ligeti encontramos ecos del minimalismo sin la ramplonería pedestre que tanto aqueja al movimiento estadounidense (Autorretrato); un ejemplo como pocos de un serialismo que no se convierte en camisa de fuerza (Fantasía cromática); un serio estudio del folclore que no lleva al rescate condescendiente sino al mejor homenaje de la recreación (Estudios húngaros); homenajes a la ciencia moderna que no caen en el exhibicionismo ni a la esterilidad intelectual (Relojes y nubes); exploraciones tímbricas y armónicas expresadas con una solidez estructural inimaginables en casi todos sus contemporáneos (el órgano “asmático” de Harmonías, los contrastes en el Trío).

Contra lo que suele suceder últimamente cuando fallece un músico de primera, hoy es perfectamente accesible a todo público lo mejor de la herencia de Ligeti: los Estudios, los cinco conciertos, las cuatro grandes piezas orquestales, las obras para coro, el Trío. Los caminos para acercársele son innumerables, y el mejor homenaje posible –y la mayor ganancia– es entrar sin paracaídas en el mundo del músico cuya muerte cierra oficialmente el inigualable siglo XX. ~

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