Vivir se me ha vuelto ver morir, sufriéndolo. Ahora es el poeta y crítico italiano, brillante y quizás harto de serlo, inteligente y discreto, de cultura derramada en todos los sentidos, Edoardo Sanguineti, el que se retira de un escenario que queda empobrecido, sin que se pueda obviar ese lugar común.
Hay personalidades con las que no siempre se coincide en todas sus facetas, pero a las que no se puede dejar de tener en cuenta, aunque sea para discutirlas, y los italianos parecen haber inventado el cambiante molde de este tipo de criaturas. Pero no me siento capaz de repasar la rica trayectoria de este hombre inagotable. Que integrara con Paz el cuadrivio de Renga lo acerca a México. A mí me lo acercó años antes un libro sobre la vanguardia publicado en Venezuela y, muchos años después de eso, el que coincidiéramos en Colombia en un congreso inquietante, como a veces lo son, cuando no tocan soporíferos. Lo de inquietante no es arbitrario. A medianoche, un ruido impropio de la hora me llevó a pensar, por costumbre, en un grupo de rioplatenses en tren de festejar algo. Digo por costumbre, porque algunas veces me ha tocado descifrar así ruidos impropios. La primera vez me equivoqué: apenas se trataba del coletazo del terremoto de Valdivia. Esta, también: era sólo la explosión que había puesto fin a una robusta paloma en bronce de Botero y, de paso, a un montón de pacíficos vendedores callejeros que no sé qué festejarían los pobres, tan a la mano de revolucionarios sagaces, a unas cinco o seis cuadras del hotel.
También me habían pedido leer un extenso y desubicado poema al maíz, de una colega japonesa, obligada por el refinamiento oriental a descender a un tema que, siéndole del todo ajeno, ella suponía obligado en un congreso latinoamericano, aunque no fuese agrario. Me sentí incapaz de leerlo sin un cepillado intenso, que debe haber arrastrado también anteriores ajustes de otro colaborador, que no había llegado al fondo, como tampoco lo hice yo. La labor resultó agotadora y balsámica la oferta de los organizadores de visitar el notable jardín botánico de Medellín. Cuando llegué corriendo al autobús que nos esperaba para no quedar sin asiento, descubrí que todo él era para sólo dos interesados: Sanguineti y una servidora. Escritores hay que se despreocupan de los elementos de la naturaleza, aunque echen mano de las sílabas que los representan, si piensan que dan lustre en un poema.
Sanguineti iba provisto de libreta y lápiz. En una oficina acopiamos un folleto con nombres científicos, orígenes de cada individuo o ejemplar, datos sobre cultivo, etc., pero él además inquiría nombres distintos según los países, traducciones, más detalles científicos. Me sentí en riesgo de reprobar tanto examen pero nunca había tenido a mano alguien con tan visible interés en un campo que, según me consta, está cada vez más desahuciado.
Regresamos tarde. Creo que el Botánico no estaba cerca de la ciudad, a la que llegamos casi de noche. Cada uno en un doble asiento –había que justificar el derroche mecánico–, lo veía dormitar o quizás rumiar tanto verde visto y caminado –sin que dejara de masticar un palito, no sé si siempre el mismo de todos los días.
Todavía no he dicho que Edoardo Sanguineti parecía carecer de dientes. Sabía que venía de una operación y presumí que había sido al corazón y seria. En algunos casos de complicaciones cardíacas los médicos buscan orígenes en infecciones dentales y suelen no andarse con remilgos. Me extrañaba que la víctima no hubiese buscado ayuda en una dentadura postiza, pero quizás aun no había tenido tiempo. Pensaba también que sin duda había sido un fumador implacable y que el palito le hacía la ilusión de un cigarro. Iba reflexionando sobre estas cosas, apenada por el problema de mi curioso compañero de paseo, cuando “desde el fondo de mí y arrodillado”, saltó el orozú o licorice. Era un gusto que nunca fue mi favorito, pero con el que tenía una relación sentimental. De niña, una tía y su amiga me llevaban a ver programas especiales de cine a una gran sala de conciertos y me compraban pastillas de goma, mientras ellas compartían las de negro orozú que yo rechazaba. In memoriam, décadas después compré en París los palitos perfumados originales y supe que se criaban a orillas de arroyos. La explicación se me dio repentina y se exteriorizó: “¡Claro! ¡Es orozú!” Desde su asiento en la penumbra del autobús llegó la aceptación de Edoardo Sanguineti: “¡Bien! Al fin alguien se da cuenta…”
Muchísimos años después, saqué de la biblioteca de Austin Il gatto lupesco y allí encontré, para mi sorpresa y cierta emoción, su registro de aquel paseo al Botánico. El orozú no es mencionado. Aunque Sanguineti fue uno de mis “inolvidables”, soy culpable de no haber intentado agradecerle el recuerdo (mis pecados en ese plano son muchos y me sé irredenta). Qué pena que haya llegado esta ocasión.
Traduzco la referencia, cuyas bastardillas implican español en el original:
Poema 30
no es un casco de vaca, tan solo, que es un vegetal, como se verifica en el pseudoedénico
jardín botánico, donde un pájaro me ha dicho, cantando, no sé bien si habrá sido
un benteveo, un bicho feo (y no supe así qué responderle): (me consolé
pensando que hasta el sol fue, al principio, un hombrecito feo, muy mal hecho y quizás
un hombre pájaro cualquiera, un ave zonza y tonta, con pantorrillas preñadas, deformadas:
entonces digo que me consolé, que ahora me confundo, entre personas, bestias,
astros, frutos:
pero son vegetales incluso los besitos, malditos, desgraciadamente,
(como los cuernos, como los cuernos de luna): e inaceptables e inaprovechables
por la pobre Pahola:
me puse en el ojal, al comprar el “Boletín sao” (Vol. iii,
Nº 6), como caída de la planta, el buñuelito de áurea miel de un velero veraz
(o bien, es verdad, de una cassia moschata):
y a mí me ha dicho (me ha hecho decir y redecir,
con la intermediación de una Ida uruguaya): no me importa el poeta: (me va bien, [está bien,
pero no lo conocía, no me importaba: (por tanto no me importa): así es el hombre
[que importa,
que me importa): el ser humano, ha dicho: (éste que, para entendernos, ayer escolté
a comprar una campera, para su mujer, con su piel de nutria:
(estamos henchidos de amor, los hombrecitos, estamos llenos: bajo las rodillas, sobre
[los tobillos:
y arriba y abajo, en un desbarajuste: para parirnos, al menos en los pulpejos, las
[pasiones, las congojas): ~