¿Vuelta al ultraexpansionismo imperial?

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En el invierno de 1920-1921, el historiador nacionalista alemán Erich Marcks llenaba sus cuadernos de apuntes con amargas observaciones sobre el poderío de Inglaterra:

Ha conseguido el doble objetivo de su imperialismo: dominar la ruta desde El Cairo hasta El Cabo y desde ahí hasta Calcuta. El Océano Índico en su totalidad ha pasado a ser un mar británico. En la propia India, Inglaterra ha desplegado poderosas fuerzas. Al fortalecer su pujanza y su comercio se ha hecho con valiosas regiones de Mesopotamia, Persia y África. Esto le ha dado un poder y un sitial en el mundo sin precedentes; Inglaterra es el único vencedor de esta guerra, Inglaterra así como Norteamérica: podemos ver levantarse sobre el horizonte el dominio anglosajón del mundo.
Palabras fuertes, aunque comprensibles al porvenir de un alemán que acababa de ver cómo se confiscaban las colonias de su patria y desmovilizaba al ejército de Prusia. Por ello es fascinante comparar las palabras de Marcks con las que escribió, precisamente en el mismo tiempo, el consejero militar de más alto rango en la Gran Bretaña, el mariscal de campo Sir Henry Wilson, jefe del Estado Mayor Imperial. Wilson estaba cada vez más atemorizado ante el hecho de que las fuerzas armadas británicas se desperdigaran por todos los puntos de conflicto del mundo —Egipto, la India, Irlanda, Persia, Mesopotamia—, es decir todos aquellos sitios donde Marcks sólo podía ver a un imperio británico triunfante, dominante y creciente. Desesperado, Wilson advirtió a su gobierno de “el peligro, el extremo peligro de que el Ejército de Su Majestad se desparrame por todo el mundo sin fuerza en ningún lado, débil en todos y sin reservas para enfrentar una situación comprometida ni conjurar un peligro inminente.” “Debe procurarse que nuestra política exterior guarde cierta relación con [las fuerzas militares] disponibles”, imploraba.
     Opiniones tan contrastantes resultan de interés por varias razones. Primera, nos recuerdan que “los de casa”, en muchas organizaciones, tienen a menudo una conciencia más profunda de las debilidades y fallas propias que la que pueden tener los observadores externos, quienes sólo pueden ver la imponente fachada. Segunda, se prestan a una reflexión escalofriantemente parecida a la que hoy día tiene lugar dentro y fuera de Washington dc, en lo relativo a las políticas militares de Estados Unidos y sus compromisos en todo el mundo. Por un lado, podemos ver el “shock and awe” que produjo la proyección de largo alcance de las fuerzas estadounidenses para aplastar la régimen talibán de Afganistán y derrocar al régimen de Saddam Hussein en Iraq. Muchos países han hecho lo imposible por subirse al carro de Estados Unidos con la esperanza de conseguir los favores de la Casa Blanca o cuando menos evitar disgustarla. Otros han tratado de reducir el poder y la influencia colosales de Estados Unidos haciendo que las Naciones Unidas limiten sus acciones. Y mientras los patriotas estadounidenses alardean de que ahora vivimos en un “mundo unipolar”, intelectuales europeos, como el filósofo alemán Jürgen Habermas y el crítico literario francés Jacques Derrida lanzaron un manifiesto llamando a la unidad europea con el fin de contrapesar el poderío estadounidense. Pese a las diferencias de enfoque, lo que todas estas voces tienen en común es la convicción de que Estados Unidos se ha convertido (en palabras de Marcks) en “el único ganador”, en el país poseedor del “dominio mundial”.
     Pero si pudiera Sir Henry Wilson volver desde su tumba (irónicamente, fue asesinado por el ERI en 1922), tendría una conversación muy interesante con su equivalente actual estadounidense, el general Eric Shinseki, quien hasta hace poco era el jefe del Estado Mayor del Ejército. Fue Shinseki quien, el pasado mes de febrero [de 2003], atizó el fuego de una discusión de por sí acalorada al afirmar que Estados Unidos podía necesitar sostener a varios cientos de miles de soldados en Iraq por mucho más tiempo del que se había planeado en un principio, observación que perturbó profundamente a los belicistas neoconservadores del Departamento de Defensa, quienes habían opinado que Iraq sería pacificado rápidamente una vez destronado Hussein, que la rápida recuperación de la economía iraquí cubriría los costos, y que las fuerzas de ocupación de Estados Unidos y los aliados muy pronto se reducirían a unos treinta mil soldados. El señor Rumsfeld, conocido por su beligerante oratoria, opinó que la estimación de Shinseki estaba fuera de toda proporción. En estos momentos, las sinceras observaciones de un soldado profesional parecen más cercanas a la verdad que las optimistas opiniones de los neoconservadores (y acaso sea ésa la razón de que Rumsfeld sea mucho menos popular ahora).
     Pero ¿cuáles son las verdades fundamentales en este asunto del “expansionismo imperial”? En primer lugar, desde luego, está que, mientras que el gasto de defensa estadounidense ha aumentado fuertemente en los últimos años, el número de personas en los servicios armados ha disminuido. Está claro que preferimos las máquinas a los seres humanos: el presupuesto de defensa puede subir espectacularmente (con consecuencias que veremos más adelante), pero muy poco de él se asigna a incrementos del personal. Las fuerzas armadas estadounidenses ascendían a un total de 3.5 millones en el apogeo de la guerra de Vietnam; eran de alrededor de 2,130,000 en 1988, cuando el presidente Reagan dejó su cargo; y ahora ascienden a 1.4 millones. Desde luego que éstas son todavía cifras impresionantes. Acaso solamente China y la India poseen un número mayor de hombres armados (probablemente Rusia también, aunque muchos de sus batallones sean ineficaces). Pero ninguno de esos Estados tiene nada parecido a la amplia gama de compromisos mundiales de Estados Unidos: nadie más está en el juego del “expansionismo”.
     El desplazamiento de unidades del Ejército de uno a otro punto en Estados Unidos (o que entran y salen de las bases estadounidenses en Alemania y el resto de Europa), casi cada semana, hace difícil proporcionar cifras exactas; pero un puñado de fuentes generalmente confiables (Reuters, Time, los informes DoD, artículos de la revista International Security) arrojan cifras muy parecidas en sus totales. Aproximadamente tenemos 140,000 soldados estadounidenses tratando de estabilizar a Iraq, otros 34,000 en Kuwait y diez mil en Afganistán, todos ocupados, por así decirlo, en la gran estrategia de llevar la ley, el orden y el estilo de vida occidental al Oriente Medio. Tenemos también otros cinco mil en los Balcanes. Existen 36,000 en el resto de Europa, con su centro principal de operaciones en Alemania.
     Lo que es más importante, en estos días seguimos apostando un ejército de 37,000 en Corea del Sur, asunto sobre el cual se pueden archivar cualesquiera planes de reducción (planes que se hacían frecuentemente en época de Clinton y con visos de viabilidad), dada la temeridad del régimen de Corea del Norte. Podemos dejar de lado docenas y docenas de contingentes y misiones militares estadounidenses más pequeños —ayudando a la guerra en contra de los capos de la droga en Bolivia y Colombia, apuntalando la democracia en Asia central, asesorando al ejército filipino sobre cómo desterrar a los extremistas musulmanes de allá—, pero el esfuerzo colectivo es impresionante. Quizás no exista región del mundo (¿la Polinesia?) donde el ejército estadounidense no haya hecho sentir su presencia. El Departamento de Defensa declaró recientemente en la revista Time que el ejército tiene más de 368,000 soldados en ciento veinte países del extranjero. Esta “expansión” física no tiene precedentes en toda la historia, ni siquiera en la Segunda Guerra Mundial. Y es también de lo más agotadora.
     La mayor carga recae sobre los hombros del Ejército estadounidense y, en segundo lugar, sobre los de los infantes de marina. Habiendo concluido y ganado la guerra contra Iraq, hace poco tiempo zarpó del Golfo Pérsico el último de los portaaviones. Los escuadrones de bombarderos B-1 y B-52 de la Fuerza Aérea volaron de regreso a Nebraska o descansan en la base Diego García. Pero los soldados rasos no pueden volver a casa porque se les necesita para mantener la paz terrestre, por lo que hasta el momento las noticias de ese frente no han sido tan buenas. Y el Ejército tampoco puede mantener sus operaciones actuales si dispone sólo de las fuerzas en servicio regular. (Hace cuarenta años tenía 1.6 millones en el ejército regular; hoy día, 480,000.) Las fuerzas estadounidenses en Iraq comprenden a tres mil soldados de la Guardia Nacional y a cinco mil reservistas del Ejército. Recientemente, el general Richard Meyers declaró ante el Comité de Servicios Armados del Senado que el Ejército solicitaría dos brigadas más de la Guardia Nacional para el servicio en Iraq. Esto, desde luego, sin contar a los numerosos miembros de la Guardia Nacional que han sido movilizados para la guerra contra el terrorismo interno: alrededor de 212,000 reservistas y soldados de la Guardia Nacional incorporados al servicio en los dos últimos años.
     Dado el estado de agotamiento de, digamos, la 101 División Aérea, es comprensible que se infundan nuevas fuerzas en Iraq. Pero lo que esto nos dice también es que el Ejército está a punto de quedarse sin gente; y que no se trata tan sólo de tropas regulares, o especialistas (lingüistas, decodificadores, equipos médicos), sino de reservistas e integrantes de la Guardia Nacional a quienes se ha dicho que no podrán volver a sus hogares durante mucho tiempo. En 1914, ciertos generales imprudentes de Prusia y Austria prometieron “einen frisch-froehlichen Krieg” (“una guerra fresca y feliz”), lenguaje no muy diferente del que nuestros belicistas civiles empleaban hace un año. Si observamos los rostros exhaustos de los jóvenes reclutas del Ejército en Tikrit o Bagdad, nos haremos una idea muy distinta. En casa, sus aterradas y frustradas familias dan un testimonio muy diferente de la guerra (a menudo a través del correo electrónico) del que nos transmiten las entrevistas de Rumsfeld, e indefectible, espantosamente los costos son cada vez más altos. Así como los neoconservadores hicieron caso omiso de las advertencias del general Shinseki a propósito del número de soldados, también se burlaron de los cálculos provisionales de economistas como el profesor William Nordhaus (de la Universidad de Yale), en el sentido de que la campaña de Iraq podría consumir cientos de miles de millones de dólares. Es absurdo, dijeron: la guerra terminará muy pronto, los iraquíes se verán liberados y empezarán a fluir las ganancias petroleras. Se antoja haber sido una mosca parada en la pared junto a los neoconservadores el 7 de septiembre, cuando el presidente Bush declaró públicamente que solicitaría al Congreso una asignación adicional de 87,000 millones de dólares, cantidad apabullante y la mayor parte de la cual se asignaría, más que a la reconstrucción, a las operaciones militares. Para poner esto en perspectiva, Paul Bremen, administrador estadounidense en Iraq, informó más tarde a la prensa que la Casa Blanca solicitaba al Congreso la autorización de cantidades diez veces mayores de las que jamás hubiera invertido Estados Unidos en un país en un solo año. Como Yogi Berra o Will Rogers habrían dicho, no es poca cosa. Hasta ahora, si se incluyen estos 87,000 millones adicionales, la guerra de Iraq le ha costado a Estados Unidos alrededor de 150,000 millones de dólares. Podemos tranquilamente dejar que los maestros de escuela, los administradores públicos y los proveedores de servicios de salud calculen lo que podrían haber hecho con la cuarta parte de esa cantidad. Un grupo de abogados liberales, el Centro para el Progreso Estadounidense, ha afirmado ya que los 87,000 millones solicitados vienen a ser como dos años de seguro de desempleo, o más de diez veces el presupuesto asignado a la Agencia de Protección al Ambiente. Si la Casa Blanca cree que le alcanza tanto para armas como para el rancho, sus críticos cada vez más numerosos no son de la misma opinión.
     La primera guerra del Golfo, manejada en todos sus aspectos por el equipo formado por Bush padre, Scocroft y Baker (de la que hoy se mofan cordialmente los actuales neoconservadores, por considerarla inadecuada y deficiente), resultó sorprendentemente barata para Estados Unidos: su costo total fue de unos siete mil millones de dólares. Esto se debió, desde luego, al hecho de que el equipo de Bush, bien entrenado en diplomacia internacional, se las arregló para convencer a buena parte del mundo (Japón, Arabia Saudita, Europa, Kuwait y los Estados del Golfo) de que pagaran la cuenta, lo que hicieron de buena gana en su mayoría, porque la campaña orquestada por Estados Unidos contaba con la bendición del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, así como con la legitimidad que ello le confería.
     A la vuelta de los años las cosas se antojan bastante más desoladoras. Como lo puede atestiguar cualquier general experimentado, lo que se necesita para ganar la guerra son tropas y dinero, ambas cosas en enormes cantidades. No obstante, en esta segunda guerra de Iraq se echa de menos la cuantiosa contribución de las naciones extranjeras. Alrededor del 85 por ciento de las fuerzas de tierra en Iraq son estadounidenses y, pese a las afirmaciones del señor Rumsfeld, difícilmente podría reducirse de manera considerable tal porcentaje. Los británicos poseen una fuerza numérica respetable y ahora envían más tropas. (¿Qué perciben esos profesionales consumados que aún no hayamos visto?) Luego está la división políglota al mando de los polacos, que ahora sustituye a los infantes de marina estadounidenses en la zona intermedia entre los sectores al mando de estadounidenses y británicos. Nadie puede dudar del heroísmo y profesionalismo de los polacos (su actuación bajo el Ejército británico en la Segunda Guerra Mundial constituye, por sí sola, todo un capítulo), pero las fuerzas en su totalidad ascienden tan sólo a nueve mil hombres de más de una docena de países: ¿qué pueden exactamente ciento veinte ciudadanos de Letonia o de El Salvador llevar a cabo en esos parajes extraños y hostiles, entre los valles del Tigris y el Éufrates? Y no es que se les desee daño alguno, pero si existe ya una resistencia iraquí organizada frente a la ocupación capitaneada por Estados Unidos, sin duda debe preverse que habrá ataques deliberados en contra de la zona polaca. ¿Por qué recurrir al Servicio Aéreo Especial cuando pueden lanzarse granadas a unas cuantas docenas de soldados de las Islas Fiji? Se dispone, desde luego, de tropas que ciertamente pueden mantener la paz, pero no al precio político que el gobierno de Bush está hoy dispuesto a pagar. Gracias al debilitamiento de la OTAN y del Pacto de Varsovia, a la naturaleza virtual de la mayoría de los ejércitos latinoamericanos, al aislacionismo chino y al lacerante pasado del Japón, así como al caos social que se extiende por toda África, pueden contarse con los dedos de una mano los ejércitos preparados, numerosos y competentes (es decir, los países que pueden enviar a un par de divisiones o a un cuerpo de hombres armados). Turquía es uno de ellos (con más de cuatrocientos mil soldados), aunque cualquier movimiento importante en el norte de Iraq avivaría un gigantesco levantamiento kurdo. El ejército de Francia se ha reducido a 137,000 hombres y mujeres, y participa decididamente en África, pero sus tropas paramilitares, la Legión Extranjera, sus marinos y fuerzas especiales serían de gran eficacia para imponer la paz. Rusia, como se dijo arriba, dispone de unidades seriamente debilitadas, pero sus 320,000 soldados son tal vez lo más granado de lo que queda; tiene además un buen apoyo aéreo y enorme capacidad artillera. No obstante, el pez gordo lo constituye la India (con un ejército de 1,100,000) con tres divisiones artilladas, cuatro divisiones rápidas y dieciocho divisiones regulares de infantería; a mayor abundamiento, cuenta con una verdadera tradición de orgullo en el regimiento y una despiadada competencia entre sus cuerpos de oficiales. Con treinta mil ghurkas y punjabis patrullando el centro de Iraq, las fuerzas armadas estadounidenses podrían sentirse tranquilas (sin los problemas de idioma que entraña un batallón búlgaro).
     Pero ese alivio sólo se conseguiría a cierto costo político. Las negociaciones políticas previas a la guerra para asegurar las bases turcas para un asalto a Iraq desde el norte —cuyas pláticas se suspendieron muy pronto— mostraron la magnitud del precio que podía exigir Ankara por mantener la paz tras el conflicto, aunque la Casa Blanca estuviera deseosa de incomodar a los kurdos. Pero lo que todavía es más importante, Francia y Rusia fueron los miembros más permanentes en el Consejo de Seguridad de la ONU que se opusieran a las acciones militares comandadas por Estados Unidos y, pese a toda la cháchara desplegada en los medios a propósito de la necesidad de “darse la mano y hacer las paces”, tanto París como Moscú querrían que se les hicieran importantes concesiones a cambio de cancelar sus reservas. En cualquier caso, existe el deseo, por parte de estos gobiernos extranjeros, de colocar a Iraq bajo un control de las Naciones Unidas mucho más estricto de lo que sería deseable para el Pentágono. En noviembre pasado, los belicistas estadounidenses podían descartar por improcedente al Consejo de Seguridad, pero el resto del mundo (y el gobierno de Bush padre así lo hizo) bien sabía que sólo él confiere legitimidad y autoridad internacional a las operaciones militares. Éste es el sentir que expresa aún con mayor firmeza la India, país que persigue un objetivo adicional en su proyecto, a saber: su deseo, tan a menudo manifiesto pero difícil de satisfacer, de que Estados Unidos apoye su petición de que se le otorgue condición de miembro con veto permanente (asunto tan enredado que merecería un artículo aparte).
     Aunque podemos esperar otras manifestaciones de apoyo de otras naciones —el gobierno alemán expresó recientemente que, si bien entrenaría fuerzas de seguridad iraquíes, no aportaría dinero en efectivo—, éstas serían de carácter primordialmente condicional, y dejarían sobre los hombros del ejército y los contribuyentes de Estados Unidos el peso de la pacificación y la reconstrucción de Iraq. Y si las familias de nuestros soldados comienzan a elevar sus voces de inquietud y malestar, los contribuyentes apenas comienzan a movilizarse, en parte porque la infortunada combinación del alza sostenida de los precios a causa de la reconstrucción de Iraq (y en general por el aumento de los gastos del Pentágono), con la sorprendente caída de las finanzas federales, parece haber tomado a todos por sorpresa. Sin embargo, dentro de muy poco estarán expresando tantas inconformidades como los aldeanos y gente de las ciudades de Castilla, tan venidos a menos bajo la dinastía de los Habsburgo.
     No hace tanto tiempo que el presupuesto federal de Estados Unidos gozaba de un saludable superávit, y apenas en enero de 2001 la Oficina del Presupuesto del Congreso anunciaba que el total acumulado de excedente podría llegar a 5.6 billones de dólares en 2011; pero esa visión color de rosa no tardó en esfumarse, debido a dos golpes imprevistos y una decisión política perversa. Primero, la repentina y aterradora implosión de las ventas por internet, la cual habría sobrevenido tal vez en cualquier caso, aunque fue de una magnitud muy superior a la que esperaba la mayoría de la gente, tuvo repercusiones negativas a todo lo ancho de la economía estadounidense, y redujo la recaudación de impuestos por parte de la irs (la Superintendencia de Contribuciones), los estados y las ciudades. En segundo lugar, los ataques del 11 de septiembre (amén de otros golpes a la economía) produjeron alzas inesperadas en las compras, tanto en lo relativo a la seguridad interna como a las inversiones por concepto de defensa. La decisión política perversa fue proceder directamente a una serie de reducciones de impuestos en el 2002 (30,000 millones de dólares) y aún más en el 2003 (350,000 millones). Así que el déficit federal de Estados Unidos es de más de cuatrocientos mil millones tan sólo en este año, y se prevé que en 2011 el déficit acumulado sea de alrededor de 2.3 billones de dólares, lo que supone una diferencia de ¡ocho billones de dólares en la estimación en menos de tres años! Nos guste o no el término, esta potencia estadounidense sin igual confronta un “exceso de expansión”. Hoy por hoy, es difícil decir si el agotamiento militar es peor que el agotamiento fiscal, pero, ya que ambos existen, en lugar de negarlos y evitarlos hay que afrontarlos por igual. Dios sabe que nos vendría muy bien un poco de buena suerte para Estados Unidos: una mejoría constante en las condiciones de Iraq y Afganistán, distensión en la Península Coreana, mayores contribuciones por parte de la comunidad internacional para aliviar las excesivas cargas de Estados Unidos, una mejoría sostenida en la economía y la recaudación nacionales. Sin embargo, la magnitud de las insuficiencias presupuestarias y la ampliación excesiva de los servicios armados ha llegado a un nivel tal que es difícil pensar que unas cuantas mejorías cuantitativas puedan modificar mayormente el panorama general.
     Todo lo cual deja a este gobierno, o a cualquiera que venga después, ante decisiones difíciles de tomar, como les ocurrió a otras grandes potencias de la historia. O se reduce la gama de compromisos, o se reducen los gastos. A juzgar por la tendencia de los políticos estadounidenses al aumento constante (en lo relativo a la defensa, en subsidios a la agricultura, para la educación, para los hospitales de veteranos, para la seguridad interna), no son de esperar reducciones considerables al gasto público. ¿Pero dónde, ay, dónde podría haber una reducción en cuanto a compromisos? Acaso en los Balcanes, donde por ahora sólo tenemos unos cuantos miles de soldados estadounidenses. ¿En África? Sí, allí no tendremos compromisos durante un buen rato, puesto que no hay amenazas a la seguridad en ese continente. Con todo, será mucho más difícil eludir las obligaciones en el Pacífico occidental, la Península Coreana, el Golfo Pérsico, Iraq, el Mediterráneo y Asia central; en cada caso, la retirada provocaría fuertes censuras, aparte del temor generalizado a que incluso una sola de esas retiradas pudiera alentar a los enemigos de Estados Unidos. Esto nos recuerda a los consejeros de España bajo el reinado de Felipe iv, cuando, al tratar de jerarquizar los objetivos estratégicos del imperio —Lombardía, Nápoles, los Países Bajos, Alemania, las Américas—, sacaron en conclusión, muy a su pesar, que con una sola región que se abandonara las otras habrían de verse castigadas. De manera que hubo que proseguir con la expansión imperial.
     Las presentes dificultades que afronta la Casa Blanca mal pueden proporcionar a ningún estadounidense —o amigo extranjero de Estados Unidos— la menor satisfacción, aunque la disminución de la soberbia de los neoconservadores no deja de ser un alivio. Una crisis fiscal obrará siempre, no en perjuicio de los ricos, sino de los pobres. El exceso de compromisos militares bien puede conducir a retiradas repentinas y a una política mundial más errática. Y ante un agotamiento comparable de las Naciones Unidas por insuficiencia de fondos, no es probable que se garantice la estabilidad internacional. El panorama, pues, no es nada halagüeño.
     El gobierno del presidente Bush propinó un duro golpe al execrable régimen talibán, hizo grave mella en Al Qaeda y, con la guerra contra Iraq, derrocó a uno de los regímenes más crueles del mundo. No hay duda de que, gracias a estas acciones, nuestro planeta es hoy un lugar mejor. Pero todo ello se logró a un costo considerable desde el punto de vista militar, económico y diplomático, y el precio se sigue pagando. En realidad, Estados Unidos apenas si ha comenzado a pagarlo. La tarea del estadista honrado y sensato es garantizar que exista equilibrio entre los medios y los fines, y que las políticas que se deriven de esto sean sostenibles a largo plazo. Tenemos la impresión de que en Washington, a ambos extremos de la Avenida Massachusetts, estas obviedades aún no se aprecian con cabalidad. ~

— Traducción de Jorge Brash

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