Clarice Lispector, la escritura doble

Real heredera de los derechos de la opinión disertada y variada de Michel de Montaigne, Clarice Lispector llenó sus columnas de diatribas, digresiones, ideas sueltas acerca de todo y nada a la vez.
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[…] imploro humildemente una alegría, una acción de gracias, pido que me permitan
vivir con menos sufrimiento, pido para no ser tan puesta a prueba por las
experiencias ásperas, pido a hombres y mujeres que me consideren un ser
humano digno de algún amor y algún respeto. Pido la bendición de la vida.
Clarice Lispector

En Brasil existen tres categorías de famosos: los futbolistas, algunos músicos y Clarice Lispector (Chechelnik, Ucrania, 1920-Río de Janeiro, 1977). La fama, como la belleza, es un animal peligroso, sin duda. Bruja, madre, con porte de actriz de Hollywood (el antiguo, de ceja alzada al estilo Hayworth), escritora y periodista; cuenta la leyenda que cuando Maria Bethânia la conoce, se arroja a sus pies mientras le dice “Mi diosa”. Cosas de ese tipo le sucedían todo el tiempo.

Pero quién diría que de todos los escritores de todas las épocas y todos los continentes sería ella misma la verdadera y real heredera de los derechos de la opinión disertada y variada de Michel de Montaigne. ¿Qué es lo que dice el famosísimo francés en sus Ensayos?: “Quiero que me vean en mi manera de ser simple, natural y común, sin estudio ni artificio. Porque me pinto a mí mismo. Mis defectos se leerán al natural, mis imperfecciones y mi forma genuina en la medida en que la reverencia pública me lo ha permitido […] Así, lector, soy yo mismo la materia de mi libro; no es razonable que emplees tu tiempo en un asunto tan frívolo y vano.” Y escribiría esas diatribas, digresiones, ideas sueltas acerca de todo y nada a la vez, profundas y ligeras, con y sin referencias. Conversaciones con lo invisible, con el amigo que no está.

Clarice Lispector le habla al principio a un lector que le designan: al público femenino. Acepta la invitación de Rubem Braga para escribir una columna para mujeres en el periódico Comício, donde escribía con el nombre de Tereza Quadros; en el Correio da Manhã se hacía llamar Helen Palmer. Y en su columna “Solo para mujeres” era la ghost writer de la actriz Ilka Soares, esa se publicaba en el Diário da Noite. Daba consejos de belleza, recetas de cocina, consejos para conversar de manera elocuente, hablaba de buenos modales y de moda. Reflexiones que iban sobre el mundo doméstico, la vida de la mujer, los niños, maquillaje, ideas, cómo combatir a los ratones, cómo matar cucarachas (que luego sería un cuento propiamente), etc. Ahí, en esas columnas quizá frívolas (y que por eso firmaba con otros nombres) comienza algo que estaba ya marcado: un destino de escritor. Son experimentos, embriones de textos que hallarían después una forma final, más acabada. Escribir es como pensar, terminará diciendo. Pensar es como sentir y lo sentimental no deja de tener razón. Su trabajo periodístico lo vivió un poco entre la negación y la resignación:

Estas cosas que estoy escribiendo aquí no son, propiamente, crónicas, pero ahora entiendo a nuestros mejores cronistas. Porque ellos firman, no logran evitar revelarse. Hasta cierto punto nos conocemos íntimamente. Y en cuanto a mí, esto me desagrada. En la literatura de libros permanezco anónima y discreta. En esta columna de algún modo estoy dándome a conocer. ¿Pierdo mi intimidad secreta? Pero ¿qué hacer? Es que escribo al correr de la máquina y, cuando veo, revelé cierta parte mía. Creo que si escribiera sobre el problema de la superproducción de café en el Brasil terminaría siendo personal. ¿Seré popular en breve? Eso me asusta. Voy a ver qué puedo hacer, si es que puedo. Lo que me consuela es la frase de Fernando Pessoa, que leí citada. “Hablar es el modo más simple de volvernos desconocidos.”

La parte inicial de sus columnas dirigidas a mujeres puede leerse en Correo femenino (Siruela, traducción de Elena Losada, 2008). Sus demás textos, particularmente los de Jornal do Brasil (1967-1973) que son alrededor de 458 crónicas, pueden hallarse en varias ediciones en español: Revelación de un mundo (Adriana Hidalgo, traducción de Amalia Sato, 2004); Descubrimientos (Adriana Hidalgo, traducción de Claudia Solans, 2010); Aprendiendo a vivir (Siruela, traducción Elena Losada, 2018); Todas las crónicas (Siruela, traducción de Elena Losada, 2021); Todas las crónicas (FCE, traducción de Rodolfo Mata y Regina Crespo, 2021). Fue gracias a esas crónicas donde ella ya no se dirigía solo a mujeres, por un lado y, por otro, ya no firmaba con seudónimo, que sus lectores crecieron y se diversificaron.

Lo que conviene hacer notar es que Clarice usaba sus crónicas como borradores. Esos mismos bosquejos de texto servirían para conformar gran parte de sus cuentos y novelas. Y existen entonces las dos versiones: la publicada como crónica (texto acabado, claro, pero de una manera) y el texto final-ficción. Clarice tomaba notas todo el tiempo, palabras que le venían a la cabeza, citas… y luego veía para dónde se iría cada cosa. Se llenaba de notas, charlas, conversaciones con gente en la calle, la enorme cantidad de cartas que recibía por su columna, llamadas telefónicas. Todo, todo, era tema para escribir.

Era una escritora profesional, es decir, escribía para vivir. Sabemos que no vivía mal. Tomando en cuenta que era una escritora sudamericana, sin agente, sin secretario, como pregonaba. Se decía a sí misma aficionada compulsiva, en una charla con su amiga Maria Bonomi donde discutían la profesionalización del oficio de escritora. Bonomi tenía secretario, mientras Clarice no, pues ella defendía que sus asuntos eran pequeños, llamaba ella misma a sus editores, resolvía sus problemas.

Clarice Lispector fue comparada con James Joyce, con Katherine Mansfield y con Virginia Woolf, entre otros nombres tremendos de la literatura universal. Ella se negaba a aceptar la influencia o cualquier parentesco de forma, contenido, temas. Misteriosa no solo como escritora sino como creadora de su propia mitología, le gustaba alimentar la ambigüedad de lo que la hacía ser ella.

Lo que la convierte en una autora no solo más traducida y difundida, sino que su halo de culto se profundiza hasta el punto de ser llamada autora metafísica. Me gusta esa palabra. Es más fuerte que decir poética. Metafísica es algo que trasciende las reglas físicas, lo visible, lo palpable. Podría ser la que dé justo con la personalidad de su escritura.

Y todo es mucho para un corazón de pronto debilitado que solo soporta lo menos, solo puede querer poco y de a poco. Siento hoy, y también excitada, una especie de recuerdo todavía venidero del día de hoy. Y decir que nunca, nunca di esto que estoy sintiendo a nadie y a nada. ¿Me lo di a mí misma? Solo me lo di en la medida en que la incitación de lo que es bueno cabe dentro de nervios tan frágiles, de muertes tan suaves. Ah, cuánto quiero morirme. No tuve todavía la experiencia de morir –qué apertura de camino.

Esas crónicas no hablaban solo de lo que hacía o sus charlas con taxistas (afirmaba que ninguna charla con taxistas era trivial) o de los esfuerzos que hacía para que sus hijos, cuando eran pequeños, comieran, sino –justamente a la manera del francés erudito– se permitía contar qué era el insomnio y cómo no poder dormir la hacía ir al balcón en la madrugada a ver el mar o, más bien, adivinaba el mar en la noche y sentía que se dividía y notaba cómo salía ella misma de su cuerpo, ella siendo niña. Ahí, ella podía ser más directa, sin la protección de la ficción. Y mucho más expuesta. Vulnerable incluso. Esa crónica tan cercana al ensayo, en la desviación del tema, es la digresión exquisita de quien piensa siendo consciente de que está pensando. Clarice podía soñar dentro de la escritura que escribía. Y hacía matrioshkas de sentidos visibles y obscuros. Si uno regresa a esos textos después de la primera impresión (como haber conocido a alguien por primera vez) hallará las conexiones con un tipo de mente que funciona de modo intermitente: luz-obscuridad/pensamiento-sensación/cuerpo-espíritu. Y en esas dualidades radica un núcleo potentísimo, porque lo que ella descubre lo comparte y, claro, es inevitable no darse cuenta de lo que está frente a nosotros: una sospecha de acontecimiento, una revelación del juego, una persona que escribe, no al amigo ausente como Montaigne sino a todo lo que está afuera de ella misma. El lector es mera circunstancia, lo que ella busca es más terrible. Ella quiere el milagro. El milagro del instante en que uno se para, insomne, frente al mar y puede sentir que algo sale de uno mismo.

En Brasil el género de la crónica varía un poco al del resto de América Latina. Mientras, para nosotros, la crónica debe basarse en hechos reales y cumplir reglas de veracidad, allá es más libre. Algo que podríamos llamar crónica-ficción. El cronista puede contar lo que quiera, meter diálogos, personajes, no tiene que ser real, y puede no ser él mismo el protagonista. Eso fue el soporte de una escritura tremendamente valiosa para lo que haría Clarice. Contaba anécdotas, qué cenó con su amiga, a dónde fue de viaje, la culpa que le daba no ver a su ahijado que vivía en otra ciudad. Hablaba de rezar, de Dios, de la fe, de la falta de fe, de amor, de amistad, de haber conocido a alguien que le cayó mal. Su honestidad casi es infantil, pero no por eso ingenua.

La dualidad de Clarice es que era una autora popular y sencilla en sus columnas, y por otro lado una autora elitista, difícil y, muchas veces, inaccesible en sus libros de ficción. Pero es inevitable ver ese doble tono, registro, temática, porque es justo de ahí donde ella se alimenta: su literatura no surge de modo espontáneo: la fuente está ahí mismo, en el trabajo limpio de sus crónicas lleva agua al molino de lo difícil y lo “elevado”. De abajo hacia arriba.

Era la columna la que la hacía “bajarse” a la acera para conversar con la gente común y corriente. El periodismo le ayudaba también a entrar en contacto con temas que quizá como escritora de ficción podría no haber percibido.

Hay dos maneras de pensar la escritura: desde la invención-ficción y la reflexión-que-cuenta desde lo abstracto (prosa ensayística) y en la obra de Clarice hay una tercera posibilidad: una prosa que juega a la poesía, a lo abstracto y a lo concreto, a lo general y lo particular. Y, sobre todo, unos textos que a veces se descubren más íntimos que si hubiera hecho poesía en “directo”. Estamos ante la forma y el sentido, ante la estructura y el orden de pensamiento, pero este es sensible, sentimental, afectivo. Mientras la prosa de varias de las novelas de Lispector es difícil por su ambigüedad filosófica, por su dificultad semántica (no es la traducción, así es en portugués), su prosa como cronista revela otra intención, u otras intenciones, es una escritura de dos a tres de la mañana sola, mirando al mar, pensando que nadie la mira y entonces suelta esas oraciones, como si esa noche no fuera a amanecer nunca. Una escritura de la intimidad nocturna, fatal y hermosa, preapocalíptica, si se puede decir algo así. Posee un conocimiento antes del fin aun sin saber que ese fin se acerca.

En ella la división es casi quirúrgica: no es lo intelectual versus lo sentimental sino una ocasión para manifestar tanto la imaginación difícil como el pensamiento sensible. Una cosa contiene la otra. Una voz que en ocasiones parece hablar para sí misma. Quiere comunicar, pero el ejercicio de expresarse es costoso, es algo físico. Y se nota. Es una escritura que parte del dolor para hacerse lenguaje.

No es en vano que entiendo a los que buscan un camino. ¡Qué arduamente busqué el mío! Y cómo busco hoy con ansia y aspereza mi mejor modo de ser, mi atajo, ya que no me atrevo a hablar más de camino. Yo, que lo había querido. El Camino, con mayúscula, hoy me aferro ferozmente a la búsqueda de un modo de andar, de un paso seguro. Pero el atajo con sombras refrescantes y reflejo de luz entre los árboles, el atajo donde yo sea finalmente yo, no lo encontré. Pero algo sé: mi camino no soy yo, es otro, es los otros. Cuando pueda sentir plenamente al otro estaré salvada y pensaré: he aquí mi puerto de llegada.

En sus crónicas que son notas, viñetas, pensamientos en voz alta se advierte una preocupación constante y terrible por estar pensando, en gerundio. Pensaba en la gente, en la lengua, pensaba en los animales, pensaba en la creación de sus textos. En lo terrible que era escribir porque era dar a luz, y una vez que ese cuento o novela salían de ella los olvidaba por completo y quedaba solo el proceso. Ella era un recibidor, un médium, después no importaba más. Le llama estado de gracia. Y eso quiere decir el estar suspendida esperando algo. Una señal divina, una respuesta, una palabra que ayude a comenzar. Quizá de esas disertaciones se le ocurrió esa frase que viene en La hora de la estrella: “todo en el mundo comenzó con un sí.”

En la famosa última entrevista (para el programa de televisión Panorama, conducido por Júlio Lerner, en el año 1977, que se puede ver en YouTube, además), se notaba ansiosa, malhumorada y rejega. No la hizo sencilla y no ayudó mucho al entrevistador que hace trabajo de torero. Al final, dejó instrucciones para que esa entrevista no fuera pública sino hasta su muerte. La cual no tardó en llegar. Quizá sabía eso. Poner pausa a lo inevitable, pero había también otra razón: no amaba verse a sí misma o leerse después. Irónico para una mujer que tenía en la vanidad una aliada. Una mujer que reconocía en la prensa el poder que da el ser reconocida.

¿Dónde se halla la vocación literaria si no, quizá, en la necesidad de hacer válida una profesión que de otro modo se forja en la mayor comodidad y pereza, de modo natural? La escritura burguesa, que puede y hace referencia a sí misma. Aun así, viniendo de la clase media, ella misma no puede evitar caer en ello, en La pasión según G. H. es la señora blanca, la patrona de la empleada doméstica y esa confrontación que esperamos suceda nunca pasa, porque lo que se da en ese lugar pequeño dentro de la casa es el vacío, la luz, la limpieza inesperada. Esos espacios de no lugar y de sorpresa son los que hacen de esa sola escena un cuadro de Hopper inhóspito más que triste. Un cuarto de empleada es al mismo tiempo un desierto, una planicie, un mar calmado, pero estéril. ¿Qué descubre? ¿Cuál es el misterio? Dios, quizá. Un lenguaje propio, inventado. Un cuarto vacío en nuestra propia casa sin que supiéramos nada de él. Un lugar en el mundo, a solas, cuando es imposible dormir y el mundo comienza estemos o no estemos en él. De eso y muchas otras cosas son las crónicas de Clarice. Ahí es donde comienza todo. ~

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(Acapulco, 1975) es ensayista, poeta y traductora. Uno
de sus libros más recientes es Hombres de verdad (Turner, 2022)


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