Carpe diem con miedo

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El carpe diem ha desaparecido. Es un tópico utópico. Hay que resucitarlo: por rebeldía, por hacer algo, por innovar el modelo de negocio, para confundir y marear al yo que nos crea el algoritmo. (El yo que nos crea el algoritmo siempre sabe a poco, quizá porque se parece demasiado al original; una leve aproximación, en el libro de Eli Pariser El filtro burbuja. Cómo la red decide lo que leemos y lo que pensamos).

El carpe diem de Horacio, enunciado en su versión moderna como disfruta el presente, ha desaparecido por falta de presente. Por eso, mentar el carpe diem ya es hacer carpe diem. Indicios colaterales de la desaparición del carpe diem: Luciano Concheiro no lo nombra en su luminoso y veloz Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante; tampoco lo mencionan en sus respectivos tomos misceláneos James Gleick, Viajar en el tiempo, ni Simon Garfield, Cronometrados. Cómo el mundo se obsesionó con el tiempo.

El carpe diem ha desaparecido porque ya no hay presente: el presente es futuro, y siempre está urgido por el siguiente futuro que succiona o aspira. El futuro solo es dinero posible, High-Trade-Frequency, futuros y derivados. El cuerpo humano, que por algo ha llegado hasta aquí saliendo de un charco, presiente que alguien, o muchos, o una máquina, está apostando en asuntos que pueden modificar o determinar “su” vida. Puede ocurrir que esa influencia sirva para mejorar (seamos optimistas en este párrafo): aun así, aunque el resultado de cierta apuesta ignota en futuros o derivados propicie una mejora, la intuición del cuerpo es certera: esa remota apuesta ya devoró el presente.

El futuro del que manda es tan largo como su poder. El futuro del que obedece es corto, apenas alcanza al instante siguiente, y consiste en esperar: órdenes, premio, castigo, sueldo, despido, apremio, embargo… El futuro del que debe todo –en última instancia, la vida, su futuro– es tan impensable, tan imposible, que casi hasta podría tener presente. (El pasado del que debe, con el frame neoliberal que abrazamos o nos abraza, es todo culpa/deuda, cadena de errores; así que mejor dejarlo).

El que manda (el famoso 1%, en el que me incluyo por empatizar, a efectos epistemológicos) se ha de conformar con manejar el futuro de los demás, lujo low cost que apenas se valora, quizá porque los demás son tantos, intercambiables, indistingibles, mero big data, metadatos. El que manda podría tener el consuelo de disponer del presente de los demás y ejercer una suerte de carpe diem vicario, colonial. Pero este usufructo, aunque siendo barato, o gratis, no es el suyo. Es lo propio del carpe diem, que no se puede subarrendar o sacar a Ebay: esta característica ha sido su perdición.

El dinero, el poder (que se sepa no hay nada más) son muy valiosos y no se pueden despilfarrar entregándose al carpe diem. Si te quedas en el presente, aunque sea ese instante tangencial que propone Concheiro en Contra el tiempo, puedes perder una fortuna: el hombre más rico del mundo puede caer al abismo del segundo puesto si se despista un momento. Podría saltar de Forbes a Forges por frivolear con el instante.

El poder y el dinero están muy amenazados. Son futuro, chupan de él y no pueden convivir con el carpe diem que los niega. La ansiedad de ese 1% es inimaginable para el resto. Pobre 1% entre las olas solo.

Podría disfrutar de aquel presente la clase media, pero casualmente ha desaparecido también. A lo mejor el declinar del carpe diem guarda relación con esa extinción. ¿Puede hacer carpediemismo un emprendedor? El carpe diem es el mayor peligro para la humanidad porque cuestiona el valor económico de esta milésima. En el monólogo Tiempo que Jorge Sanz representa por la España vacía, el actor, al que en la función le quedan unos minutos de vida, hace un corte de mangas al flash del radar. Quizá es la mayor afrenta al sistema. El último carpe diem.

Lo único que puede restaurar el carpe diem es el miedo. El miedo puede resucitar cualquier cosa. Es barato, casi gratis (la inversión para infundir miedo ya se hizo y está amortizada, como dictaminó Naomi Klein en La doctrina del shock). Incluso hay un gran excedente de miedo que no sabe dónde posarse. Hay gente que ya no admite más miedo. Entonces, la función biológica de dar la alarma se anula cuando el miedo se vuelve rutina. Al revés, el aterrorizado permanente se embota, se paraliza y se queda en un estupor zombi o purgatorial, lo que explica la vigencia de Rulfo como diagnóstico –tac– de esta temporadita atroz en la que es obligado reconocer que todo va siempre mejor (negar el miedo). Para entender muchos miedos hay que atravesar Contra el odio, de Carolyn Emcke.

La propuesta consiste en utilizar ese excedente de miedo como combustible para resucitar el carpe diem. Ese miedo, inyectado a presión, como un chute o latigazo metafísico, puede propiciar una suerte de carpe diem perpetuo, el instante frenético, el tembleque que, por lo menos, se expresa, se manifiesta y vive.

Tenemos así un carpe diem inverso –¡sufre el presente!– alimentado indefinidamente por miedo. Esta simbiosis insólita permite paquetizar el miedo por momentos, medirlo y ¡venderlo! El sistema necesita nuevos mercados. Más etéreo era el mercado de emisiones de co2 y ahí está, o estuvo. El pack carpe diem + miedo puede crear un mercado del miedo que permita objetivar y comercializar los derechos del miedo en cada momento. Es lo suficientemente confuso para convertirse en un producto financiero. Mil millones de personas, contando por lo bajo, pueden hacerse millonarias. ~

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(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).


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