Ilustración: Alejandro Magallanes

¿De dónde surge la impunidad de los gobernadores?

La ventajosa relación que los mandatarios estatales mantienen con los diversos actores políticos de sus regiones ha provocado que el combate a la corrupción dependa del cálculo electoral. Habrá pocos avances mientras el sistema favorezca esta complicidad.
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La corrupción en México no es un fenómeno nuevo, los escándalos debidos a la corrupción –y sus modalidades– no son distintos a los del pasado y, sin embargo, en los últimos años nuestra preocupación por este tema nos ha llevado a asumir una posición más activa al respecto. Ahora negamos que robar de nuestros propios bolsillos sea un legado cultural, y hemos decidido intentar, al menos en el discurso, una transformación completa de nuestro entendimiento de la política y su funcionamiento. En la actualidad usamos conceptos como rendición de cuentas y conflicto de interés, asociamos el voto de castigo con la corrupción e incluso nos preocupa, de unos años a la fecha, el nombramiento del secretario de la Función Pública. Los ciudadanos nos hemos convertido en actores legislativos clave. ¿Por fin estaremos aprendiendo a vivir en democracia más allá de las elecciones?

Esta transformación, que empieza a dictar la agenda política, ha puesto no solo a la defensiva a nuestros partidos, sino que ha devuelto la mirada a los estados. Esos feudos quedaron rezagados cuando el principal dilema de nuestra vida política era terminar con un presidencialismo omnipotente. En estos momentos, los estados vuelven a ser una arena prioritaria en la política y sobre todo en el combate a la corrupción. Y, al tiempo que nos indignamos por la“casa blanca”, nos preocupan por igual las deudas en Coahuila, los ranchos y bancos en Sonora, la simulación de obras en Veracruz, las líneas de metro en el extinto Distrito Federal, la infiltración del crimen organizado en Tamaulipas y el desfalco en Chihuahua.

Este regreso a lo local no es ninguna coincidencia. Una vez concluido el control informal del presidente sobre los gobernadores, los avances en transparencia y acceso a la información que se dieron a nivel federal carecieron de un eco a nivel estatal y, después de años de olvido, los estados terminaron siendo hoyos negros donde año con año inyectamos recursos públicos sin saber a dónde van a parar. No cuesta trabajo imaginarse que la corrupción es la principal responsable de esto, pero sí llama la atención que, a pesar de los múltiples escándalos y la evidencia, la mayoría de los gobernadores ha quedado impune. Vale la pena preguntarse entonces, ¿de dónde nace este poder? ¿Por qué las élites partidistas no se atreven a tocarlos? Y, sobre todo, ¿cómo atacamos la corrupción en los gobiernos locales?

Discreción igual a corrupción

La corrupción no es un concepto fácil de delimitar: no existe un solo acto o tipo de corrupción y dado que se compone de distintas acciones no existe una solución única, sino que es necesario elaborar distintas medidas que ataquen acciones específicas. Por ejemplo, las condiciones que llevan a un policía de tránsito a pedir una mordida son distintas de las que ocasionan que un gobernador desvíe recursos. Por ese motivo los mecanismos para evitar uno y otro caso deben ser totalmente diferentes. No obstante hay un elemento que estos dos (y otros más) tipos de corrupción comparten: la discrecionalidad.

El policía puede extorsionar porque tiene el poder de decidir si impone la multa de tránsito o no. El conductor, por falta de información o por los mecanismos rudimentarios de apelación, está a merced del comportamiento del oficial. El policía puede actuar conforme al reglamento si así lo decide y también puede, si quiere, pedir una mordida para olvidar la infracción. El mundo de las sanciones viales que le confiere el reglamento de tránsito es suyo y puede hacer con él lo que desee. Por supuesto que cualquier comportamiento corrupto está penado, pero los mecanismos de sanción son largos y complicados, y la probabilidad deser descubierto y castigado es mínima, y él lo sabe.

En el caso del gobernador sucede lo mismo. Dado que las instituciones que debieran servir como contrapeso (congresos locales y órganos de fiscalización) son débiles y están, en su mayoría, bajo su control, los recursos públicos estatales y toda la maquinaria gubernamental se encuentran a su disposición. Ello le permite elaborar políticas públicas cuyo único objetivo sea el desvío de recursos: grandes hospitales que nunca van a funcionar, escuelas lejanas a las comunidades que las necesitan, compraventa de terrenos para pagar favores, etcétera. El gobernador puede ejercer todos los recursos de manera limpia y transparente si así lo decide.Pero si decide desviarlos a su favor o el de terceros, también puede. Una vez más el comportamiento corrupto está penado por ley, pero la probabilidad de ser castigado es mínima, y él también lo sabe.

Para comprender y combatir los actos de corrupción de los gobernadores primero debemos entender que las causas que permiten el manejo discrecional de los recursos públicos se explican por la opacidad misma con la que se ejercen estos recursos. Según los distintos Índices de Información Presupuestal elaborados por el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO),a pesar de que han existido mejoras, gran parte de los presupuestos estatales está todavía lejos de cumplir con las obligaciones básicas de contabilidad gubernamental. Hoy por hoy es muy difícil encontrar datos básicos sobre los presupuestos estatales y casi imposible sobre proyectos u obras en específico. Si nadie conoce cómo ni cuánto dinero debería ser gastado en ciertos ramos, es difícil detectar el mal uso o desvío de los recursos públicos.

Por otro lado, un problema mucho más complejo que la transparencia –y una de las principales fuentes de poder e impunidad entre los mandatarios estatales– es el uso de la corrupción como herramienta de control político. Es decir, cuando un gobernador comete un acto de corrupción, no lo hace únicamente con el propósito de enriquecerse, sino que también utiliza los recursos para ejercer control y poder sobre otros actores políticos. Un estudio elaborado por Joy Langston

((Joy Langston, “Governors and ‘their’ deputies: New legislative principals in Mexico”, en Legislative Studies Quarterly, vol. 35, núm. 2, mayo de 2010, pp. 235-258
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revela cómo los gobernadores llegan a influir en las decisiones de diputados federales al utilizar como arma principal los recursos financieros, programas sociales, contratos y cargos en el gobierno. Estos funcionan como una suerte de moneda de cambio para que un gobernador posicione su agenda incluso fuera de su entidad.

Para comprender el control que los gobernadores ejercen sobre otros actores políticos, es necesario enfatizar que, incluso en condiciones de ilegalidad, los partidos y actores políticos locales están siempre buscando capital humano y financiero que les permita ascender en sus carreras. Al contar con una gran cantidad de recursos públicos en sus manos, los gobernadores pueden permitirse la compra de lealtad e impunidad. Cuando el financiamiento público electoral es fallido como en el caso mexicano

((María Amparo Casar, “Absurdos y abusos electorales”, en Excélsior, 8 de abril del 2015, y Luis Carlos Ugalde, “Democracia a precio alzado”, en Nexos, agosto de 2015.
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–es decir: cuando la autoridad electoral reparte dinero entre los partidos pero no puede garantizar que este llegue a todos los candidatos y establece topes de campaña sin tener la capacidad de detectar irregularidades– los gobernadores pueden movilizar sus recursos para favorecer las carreras políticas de quien quieran. Dado que el éxito profesional de la mayoría de los actores políticos locales depende del apoyo del gobernador, nuestro sistema institucional comete el absurdo de encargar a políticos con necesidad de recursos (actores locales) la responsabilidad de vigilar a políticos con una infinidad de recursos a su discreción (gobernadores). Así es como se crea el círculo vicioso.

Del dicho al dato, ¿qué nos dicen los escándalos de gobernadores?

¿Es posible probar que la impunidad de la que goza la mayoría de los gobernadores es producto del desvío de recursos hacia sus partidos u otros políticos? Si bien la clandestinidad de los actos de corrupción dificulta la documentación de todos los casos –y más cuando existe una protección sistemática de los responsables–, sí es posible conocer qué tanto se les permite hacer.

La plataforma Infolatina 

((Infolatina es una base de datos que cuenta con información de más de doscientos cincuenta publicaciones nacionales como periódicos, revistas y agencias de noticias.
))

da cuenta de trescientos tres escándalos políticos 

((Pablo Montes, ¿Proteger o castigar? Las reacciones de los partidos políticos ante un escándalo político (CIDE, 2015).
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(entendidos como cualquier acusación hacia un gobernador de un acto ilegal o “inmoral” que haya tenido aparición en, por lo menos, dos periódicos nacionales y tres locales) de 62 gobernadores que fungieron en su cargo entre 2000 y 2013.

((Solo fueron considerados los gobernadores que ganaron una elección popular entre 1997 y 2013. Los gobernadores interinos o provisionales no fueron incluidos en la investigación.
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Con esa información es posible analizar bajo qué condiciones un partido político estuvo dispuesto a castigar (deslinde de las acciones, exhorto a investigaciones, condenas públicas o expulsión del partido) el “mal comportamiento” de sus gobernadores. Conocer esta reacción es de gran utilidad ya que refleja la “voluntad política” de investigar y sancionar un posible caso de corrupción. Los partidos políticos se encuentran así entre la espada y la pared: por un lado, defender al gobernador envuelto en un escándalo afecta la imagen del partido ante la opinión pública, pero, por el otro, castigarlo significa renunciar a los beneficios que el mandatario aporta para las contiendas electorales. Al final de cuentas, ¿qué pesa más: el costo de promover la impunidad o el beneficio de tener a un gobernador como aliado electoral?

De los trescientos tres escándalos analizados solo en treinta (menos del 10%) hubo algún tipo de sanción o reprimenda por parte del partido. Eso significa que, en la mayoría de escándalos de gobernadores, garantizar la impunidad es más la regla que la excepción. El amplio número de escándalos (trescientos tres en trece años de estudio) muestra que para los partidos políticos los escándalos de gobernadores son cosa de todos los días y, dado que esos mandatarios les brindan un apoyo importante en materia electoral, no están dispuestos a sancionarlos salvo en condiciones extraordinarias. Esta forma de actuar es consistente para todos los partidos según lo muestra la siguiente gráfica. Aunque parece que el PRI destaca por número de escándalos políticos, esto es simple apreciación por el mayor número de gobernadores priistas (33) en comparación con el PAN (diecisiete) y el PRD (doce).

Ahora bien, ¿qué sucede cuando los partidos sí responden a los escándalos? ¿Qué condiciones los llevan a dar la espalda a sus gobernadores? Para contestar esas preguntas puse a prueba seis variables:

1. A mayor difusión en medios, mayor el costo para el partido y mayor la probabilidad de castigo al gobernador.

2. Los escándalos electorales son especialmente sensibles para los partidos, por lo que será menos probable que acepten el involucramiento de un gobernador.

3. A menor proximidad de unas elecciones, menor será la probabilidad de castigo.

4. Mientras más competitivas sean las elecciones en un estado, mayor la probabilidad de castigo político.

5. A mayor popularidad del gobernador implicado (votos en la última elección), menor probabilidad de castigo.

6. Si el político implicado ya no es gobernador al momento del escándalo, la probabilidad de castigo será mayor.

((Los escándalos políticos no siempre surgen en el momento en que la acción fue cometida. La mayoría de las veces surgen años después. Esta variable permite comparar cómo un partido político reacciona hacia acciones del mismo individuo cuando es gobernador y cuando deja de serlo. Así es posible analizar qué tan importante es para un partido mantener buenas relaciones con un gobernador.
))

Los resultados estadísticos encontrados muestran efectos significativos de algunas variables en la probabilidad de castigo político. Dos hallazgos son interesantes: 1) a mayor difusión mediática del escándalo, mayor probabilidad de castigo y 2) un escándalo electoral muy difícilmente será sancionado por el partido político. 

((Tan solo un escándalo electoral de 58 fue reprimido por los partidos políticos.
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Esto pone en evidencia que, ante una acusación, los partidos realizan cálculos electorales para decidir su reacción, y dejan en un segundo plano la veracidad de la acusación. Votos matan justicia.

El resultado más relevante es que la probabilidad de castigo político es mucho mayor en los casos que surgen cuando el “acusado” ya terminó su periodo como gobernador. Es decir, los partidos políticos casi nunca reprueban las acciones de sus gobernadores, pero en los casos en que sí lo hacen el político acusado ya no tiene el control discrecional de los recursos estatales que podrían beneficiarle electoralmente y por tanto su defensa deja de ser rentable. Esto refuerza el argumento expuesto sobre el uso discrecional de los recursos como principal fuente de poder e impunidad para los gobernadores.

La historia se repite si estudiamos el comportamiento de las autoridades hacia escándalos que únicamente tratan de corrupción. Con la misma base de datos sobre escándalos políticos de gobernadores mexicanos se realizó un análisis sobre la cantidad de investigaciones judiciales que produjeron los trescientos tres escándalos. De 72 escándalos de corrupción, 

((Cada uno de los trescientos tres escándalos fue clasificado en uno de los siguientes rubros: abuso de autoridad (55), corrupción (72), electoral (58), políticas de gobierno (64), narcotráfico (23), partidistas (12), personales (19).
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en donde se vieron involucrados 41 gobernadores mexicanos, solo dieciséis fueron investigados. 

((Esta cifra también fue recabada mediante un análisis periodístico. En dieciséis ocasiones la autoridad emitió un comunicado o declaración acerca del inicio de una investigación al respecto. No fueron consideradas las investigaciones sin evidencia mediática.
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Para el resto de los casos ni siquiera hubo una averiguación.

Las cifras son aún más alarmantes si consideramos que solo cuatro gobernadores han sido consignados 

((Luis Armando Reynoso Femat (Aguascalientes, 2004-2010), Narciso Agúndez Montaño (Baja California Sur, 2005-2011), Pablo Salazar Mendiguchía (Chiapas, 2000-2006) y Andrés Granier Melo (Tabasco, 2007-2012).
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por delitos de corrupción en ese periodo de tiempo. De esos cuatro, dos ya han sido exonerados. En el caso del exgobernador de Chiapas, Pablo Salazar Mendiguchía, los cargos presentados por el gobierno de Juan Sabines fueron retirados súbitamente, mientras que el exgobernador de Baja California Sur, Narciso Agúndez Montaño, acusado de peculado, obtuvo su libertad después de siete meses encarcelado y tras pagar una fianza de 2,400 dólares. Resulta interesante que, en el caso de las consignaciones, la inmunidad de los gobernadores en funciones se mantiene. Ninguno de los consignados seguía en funciones al momento de su detención.

La complicidad de los partidos políticos en los casos de corrupción de los gobernadores es clara. De hecho, no solo se muestran tolerantes, sino que sacan todo el provecho posible de la impunidad de los gobernadores acusados. Así lo demuestra la evidencia estadística, pero el comportamiento de los partidos durante 2016 lo hace mucho más notorio. En la actualidad no queda duda de las irregularidades cometidas durante las administraciones de los exgobernadores Javier Duarte, Guillermo Padrés, César Duarte y Roberto Borge, entre muchos otros. Las acusaciones de corrupción hacia dichos gobernadores datan de muchos años atrás, pero sus partidos políticos hicieron caso omiso de ellas. Incluso, cuando necesitaron del apoyo de los entonces gobernadores, salieron a desmentir los supuestos hechos de corrupción y a defender a sus militantes incómodos. Sin embargo, inmediatamente después de las elecciones (una vez que el apoyo del gobernador dejó de ser rentable) las cúpulas partidistas dieron la espalda a sus mandatarios estatales.

Llama la atención el cinismo y la irresponsabilidad de nuestros partidos. Durante años forman y apoyan la carrera de quienes irán a gobernar los estados de la república. Durante el mandato de sus militantes se hacen de la vista gorda y desmienten las acusaciones en su contra al mismo tiempo que extraen todas las rentas posibles del gobierno que les permitan tener una buena contienda electoral. Una vez que pasan las elecciones se deslindan de las acciones de los gobiernos que ellos impulsaron y dan una muestra de su compromiso con la rendición de cuentas al expulsara los mandatarios de sus filas. Después de años de saqueo y endeudamiento patrocinado por sus marcas, su responsabilidad se limita a quitar una membresía.

De irresponsabilidad electoral a política de Estado

Para los partidos políticos, hasta el momento, combatir la corrupción de los gobernadores ha sido una estrategia electoral, la cual defenderán o desecharán en la medida en que les permita aprovechar el control discrecional de recursos del que gozan sus simpatizantes en cargos de elección popular. Por eso no sorprende que, en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, México se haya mantenido estancado en calificaciones que no superan los cuarenta puntos, de cien, en los últimos veinte años. Pero más allá de las calificaciones en los índices de percepción, los pequeños y grandes actos de corrupción se traducen en servicios públicos deplorables, aparatos de seguridad infiltrados por el crimen organizado e inservibles políticas públicas.

Ante el creciente número de escándalos y noticias de corrupción y la reducida cantidad de casos de delitos castigados, la imagen que la ciudadanía recibe de la clase política es de despilfarro e impunidad. Esto se traduce en descontento e insatisfacción con la democracia, así como en desconfianza hacia los partidos, representantes e instituciones políticas. Según datos de Transparencia Internacional, 87% de los mexicanos cree que los funcionarios públicos u oficiales electos son corruptos, mientras que 91% opina lo mismo de los partidos políticos. A su vez, el Informe Latinobarómetro 2015 reporta que solo 19% de los mexicanos está satisfecho con la democracia.

Es necesario establecer una política de Estado que, ajena a intereses políticos o electorales, combata la corrupción. Un primer paso en esa dirección fue la creación del Sistema Nacional Anticorrupción y la promulgación de las leyes secundarias que le darán vida. Estas reformas pretenden evitar que las instituciones dedicadas a combatir la corrupción continúen trabajando por su cuenta y se erijan ahora en un sistema con objetivos compartidos. Esto permitirá elaborar políticas públicas con un enfoque mucho más amplio y también brindará la oportunidad de evaluarlas con indicadores concretos. Todos estos avances fueron posibles gracias a la constante presión que cientos de miles de ciudadanos ejercieron mediante la iniciativa ciudadana Ley 3de3.

No obstante, este sistema debe ser replicado en los 32 estados y estamos ante el riesgo de que una vez más los avances alcanzados a nivel federal no se vean reflejados en las entidades federativas. Para su propia adopción e implementación es necesario mantener el seguimiento y la vigilancia que la sociedad civil ha comenzado. De cierta manera el Sistema Nacional Anticorrupción no solucionará el problema: es simplemente el inicio de una serie de cambios institucionales que habrán de llevarse a cabo en los próximos años y que deberán ir acompañados de más reformas en materias como obra pública, permisos de servicios y arreglo institucional subnacional, entre otros. Dichas políticas públicas deben estar orientadas a minimizar la discrecionalidad en el ejercicio del gasto, sobre todo de los gobernadores, y a dotar de verdadera autonomía y herramientas útiles a las instituciones dedicadas a transparentar, fiscalizar y verificar el uso de los recursos públicos.

La frustración y el enojo (también referido como “mal humor”) sirvieron como catalizador para la conformación de una ciudadanía activa, que además de crítica era capaz de proponer soluciones institucionales. Este primer paso sirvió para un primer bloque de reformas que proveen al país del andamiaje institucional necesario para emprender una lucha verdadera contra la corrupción. No obstante, es fundamental que este despertar ciudadano no quede como una llamarada que se extinga ante la primera señal de éxito. Necesitamos ahora combatir una por una las distintas vertientes del problema, comenzando por las más dañinas para el país. Creer que lo alcanzado en materia de anticorrupción es suficiente para mitigar un problema tan extendido sería engañarnos. Pensar que es suficiente el encarcelamiento de un puñado de gobernadores sería minimizar el problema. No nos conformemos con los avances alcanzados e impulsemos el fin de una estrategia basada en la conveniencia electoral. Comencemos por terminar con la discrecionalidad de los gobernadores. ~

 

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Es coordinador anticorrupción del Instituto Mexicano para la Competitividad, A.C. (IMCO)


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