James Joyce (1959), de Richard Ellmann, una de las biografías más aplaudidas del siglo pasado, empieza diciendo: “Todavía estamos aprendiendo a ser contemporáneos de James Joyce, a comprender a nuestro intérprete.”1 Estamos condenados a concurrir a la escuela de los clásicos, pues para eso están, para que cada generación aprenda en ellos. En 2022, cuando se celebró el centenario de la aparición de Ulises y se publicaron libros como El libro más peligroso. James Joyce y la batalla por Ulises, de Kevin Birmingham, no faltó el iconoclasta apolillado que pidió que se sacara del canon esa obra cuya impenetrabilidad (para no hablar del Finnegans wake) era una coquetería que nuestra madurez, no sé si posmoderna o retroconservadora, ya estaba en condiciones de desechar.
Y en un siglo como el XXI donde todo quien cree saber escribir se siente con derecho a contar su historia mediante la llamada autoficción y en el cual menudean, desde hace rato, biografías de toda clase de personas relacionados con un genio, o simplemente con un famoso, le tendría que llegar su hora a Ellmann (1918-1987), como le habrá llegado a Max Brod y a George D. Painter, los biógrafos canónicos de Franz Kafka y de Marcel Proust. Pero a diferencia del resto de los casos, los biógrafos cuentan con una bendición de origen, la del doctor Samuel Johnson, quien al contarle su vida a James Boswell, en la Vida de Samuel Johnson (1791), autorizó la licencia. Antes que ningún otro, el biógrafo se ganó su biografía. Género y subgénero nacieron juntos.
Con sensatez, Zachary Leader –previamente biógrafo de Kingsley Amis y de Saul Bellow– dividió su libro en una primera parte, la dedicada a la vida del biógrafo, y una segunda, a la confección de su obra clásica. Me temo que esas primeras ciento noventa páginas bien pudieron no haberse escrito por una razón tristona: la vida del respetable profesor Ellmann, previamente biógrafo de William Butler Yeats (Yeats. The man and the masks, 1948) y poeta aficionado al estilo eliotiano, no fue muy interesante, como no suele serlo la de los académicos, ni la de nosotros los críticos literarios (ya me regañaron en el Club de Traductores de Buenos Aires por autorreferencial, así que, por hoy, desaparezco).
Ellmann, hijo de una familia judía llegada a los Estados Unidos a principios del siglo XX, se estableció en Michigan. Fueron tres hijos de padres orgullosamente judíos y muy activos en la sinagoga, pero no especialmente religiosos, pues ni Dick –como llamaban al futuro biógrafo de Joyce– ni sus hermanos recibieron el bar mitzvá.2 Simpatizaron con el sionismo y solo hasta ingresar en la marina (en servicios administrativos, por miope) Ellmann se interesó por el mundo. Después, pasó por esa zona gris donde acaba la burocracia y empieza el espionaje a nivel recortes de periódico, y oído atento a las conversaciones ajenas, bajo la supervisión de Archibald MacLeish. Años más tarde, en 1992, se mencionó a Ellmann como un verdadero agente reclutado en Londres en 1945. No queda claro cómo habría contribuido el biógrafo de Joyce a las desventuras de la Guerra Fría.3
Pero durante la Segunda Guerra Mundial, Ellmann padeció, por primera vez, de disgustos ocasionados por el antisemitismo aunque ello no impidió que su esposa Mary, la madre de sus hijos, fuese una gentil. En 1935, al ingresar a la Universidad de Yale, la cuota de judíos admisibles era del 10% y su interpretación de por qué Joyce hizo de un judío (Leopold Bloom) el protagonista de Ulises, acaso por esa pertenencia distante, la de Ellmann, es plausible sin sectarismo.4
A diferencia de otros intelectuales judíos de su generación, Ellmann fue casi apolítico. Más bien aislacionista y cercano al no intervencionismo del tipo trotskista, hasta el ataque naval japonés a Pearl Harbor en 1941, no se tomó en serio ni la guerra ni a Hitler, y sus hermanos se paseaban por Escandinavia mientras la Wehrmacht invadía Polonia en 1939.5 Es lógico así que su biografía de Joyce no fuera muy bien recibida en Dublín –a donde Ellmann viajó varias veces habiendo sido un investigador generosamente financiado por la academia y las fundaciones durante los años cincuenta– por dejar pasar las pasiones políticas de Joyce, que para encontrarlas, hay que levantar la alfombra. Más bien, la reacción irlandesa a James Joyce fue típicamente provinciana: ¿por qué ha de ser un estadounidense su biógrafo?
Basta con leer James Joyce para saberlo: el novelista detestaba a su patria y a su jesuitismo, aunque este, dicen, no se quita. Pero contrario a otros biógrafos, Leader afirma que Ellmann evadió virtuosamente el efecto espejo y pocas veces se refleja, adrede o sin advertirlo, en Joyce. Ellmann, bebedor social de escasa intensidad, por ello, no le da mucha importancia al alcoholismo de los Joyce, tan destacado en las memorias de su hermano Stanislaus, cuyo acervo el biógrafo y sus amigos lograron poner a resguardo a beneficio de su viuda, en buen momento. Ellmann, debe decirse, no solo fue un biógrafo celoso, sino un hábil gestor de todos los fondos, que eran bastantes, que guardaban documentación sobre Joyce, colocándolos con justicia y buen criterio.
Bajo la influencia de T. S. Eliot y del New Criticism de John Crowe Ransom y I. A. Richards, los cuales lo llevaron pronto a Yeats, vía los poetas victorianos, bajo la dirección de Frederick A. Pottle, una eminencia académica que fracasó como biógrafo de Boswell, el joven Ellmann tomó nota de que llegaría con Joyce hasta el final.6 Es en Yale donde se empieza a reunir informalmente con los entusiastas joyceanos que tenían un club de discusión sobre Finnegans wake y es donde localiza a su primer rival de peso: Harry Levin (1912-1994), autor de James Joyce. Introducción crítica, que en 1941, fecha de su publicación, era la última palabra sobre el novelista irlandés quien moriría ese mismo año, apenas el 13 de enero, en Zúrich.
Si el James Joyce, de Ellmann, es de alguna manera insuperable es porque empezó a escribirlo siendo lo suficientemente joven para conocer en el París de la inmediata posguerra, registra Leader, al elenco que hizo posible la publicación de Ulises, en 1922: Sylvia Beach, Adrienne Monnier y lo que sobrevivía de Shakespeare & Company (la librería original, no la que puso un impostor años después y que hoy día tiene a tantos turistas formados en la cola como el Louvre) fueron entrevistadas por Ellmann, quien hasta pudo verse con el polígrafo francés Valery Larbaud, joyceano de la primera hora, quien respondió con señas, postrado por un derrame cerebral, a las preguntas del joven profesor.7 Tuvo tiempo de conocer y entrevistar a la parentela viva de Joyce, a vecinos y empleados, lo mismo que a los locos que se volvieron coleccionistas de toda la obra joyceana, acaso los personajes más simpáticos de esta primera parte de Ellmann’s Joyce. The biography of a masterpiece and its maker, de Leader. Y lo hizo sin haber conocido a Joyce, lo cual siempre es una carga para el biógrafo, aunque a veces indispensable. Por supuesto que buscó a Samuel Beckett, quien no le dijo nada de nada, como era usual en él. Y me enteré de que una vez fallecida Lucia, Stephen Joyce, nieto del escritor, quemó toda la correspondencia entre el padre y su hija bailarina, en un acto de fe autorizado por Beckett. Diagnosticada con esquizofrenia, entre otros, por Carl Gustav Jung, Lucia fue recluida en un manicomio desde 1934 hasta su muerte en 1982.8
El entuerto amoroso entre Beckett y Lucia habría desencadenado su extravío. Se supone que Finnegans wake transmite el diálogo entre Lucia y su padre, y que su impenetrabilidad, la de la novela, es el drama de la locura. Se supone que escenas escabrosas de la obra de Joyce ocultan o transparentan episodios de incesto. Apenas en 2020, murió Stephen, quien alguna vez le reclamó a Ellmann, en público y frente a Jacques Derrida (quien alcanzó a subirse al barco de Joyce), el haber publicado las llamadas “cartas sucias” entre Joyce y su futura esposa Nora, pudibundez del todo antijoyceana, pues esa correspondencia es un vivaz documento erótico.9
En ese primer viaje a la Francia recién liberada en 1944, Ellmann tuvo, gracias a Ms. Beach, otra suerte: la de conocer y traducir a Henri Michaux, quien lo acabó de pulir y lo puso a leer al otro gigante, Kafka, lectura que motivó al profesor de Michigan a una sesuda comparación entre el praguense y Joyce.10 Ya estaba más que preparado para escribir su primer libro, sobre Yeats, quien reafirmó su encuentro con Joyce, en buena medida maestro y némesis del autor de Ulises. Otra vez se quejaron los irlandeses, pues “la política de Yeats” como jefe espiritual de Irlanda fue desdeñada por Ellmann, a pesar de la influencia de la turbulenta Maud Gonne, amante de Yeats, sobre él. Gonne –antisemita rabiosa y, después de 1945, negacionista– fue entrevistada por Ellmann, pese a ser judío, según se le advirtió.11 Con todo, el libro sobre Yeats no pasa de ser una breve introducción al poeta nacional irlandés y nada más, en un momento en que Ellmann ya era una pluma frecuente en la prensa literaria neoyorquina.
Yeatsiano, antes que joyceano, Ellmann empezó por preguntarse, en discusiones con su colega Ellsworth Mason –quien lo inició en la historiosofía de Vico, importante en Ulises–, qué función jugaba el mito en la literatura moderna. Renunció al mito viejo de Yeats, ritualizado, heráldico y sobrenatural, a cambio de la mitología casual, cotidiana, aceptando que las leyendas –como la homérica– caían destrozadas como vitrales destruidos a los pies del hombre moderno, quien igualmente podía reconstruirlas y regresar a Ítaca. Contra la idea de que el lector de Ulises debía ser un aristócrata de la vanguardia, Ellmann sugirió que había que invertir el tiempo más en leer a Joyce que en elucubrar sobre su obra. Y para ello, Ellmann, biógrafo y no crítico literario, cuando decidió escribir James Joyce se preocupó, antes que en interpretar, en las dificultades de escribir sobre un autor vivo, o apenas muerto, con familiares y malquerientes. Observando lo padecido por su predecesor Herbert Gorman, autor de una engañosa James Joyce. A definitive biography (1939), secuela de una primera parte aparecida en 1924.12
Como introducción o guía para leer a Joyce, definitivamente la biografía de Ellmann no sirve y algunos encallaron en la paradoja de que sea una “biografía tradicional” para el uso y a la medida del menos tradicional de los modernos. Ellmann no se dejó impresionar y, cuando le reclamaron la enorme cantidad de chismes y detalles baladíes que pudieron ser evitados en James Joyce –sus editores en Oxford University Press temían por las dimensiones del libro y le propusieron, sin éxito, a Ellmann que fueran dos volúmenes–, el biógrafo respondió que, si Joyce era el novelista de la banalidad tragicómica del hombre moderno, él no podía sino imitarlo. Y cuando, a partir de 1953, su universidad –la de Northwestern– le dio todas las facilidades para concentrarse en su biografía, su amigo Richard J. Hayes, director de la Biblioteca Nacional de Irlanda, le mandó decir: “We all reJoyce to hear you are coming back to your spiritual home.”13
“No es fácil ser un pariente de Joyce”, le dijo a Ellmann una de sus fuentes en una Irlanda aún intolerablemente católica donde era visto como un autor –además de ateo– antinacionalista y pornográfico.14 Pero Harriet Shaw Weaver (1876-1961), la editora de The Egoist, feminista y sufragista, y sobre todo recordada como la mecenas de Joyce, le abrió a Ellmann todas las puertas, incluyendo la del nada fácil Giorgio, hijo de Joyce, y la de Jung, testigo de la parte más delicada de la biografía, la de las relaciones entre el padre y la desdichada Lucia, asunto en el que fue en extremo prudente.
Cosas del tiempo: en la segunda edición ampliada y revisada de James Joyce, la de 1982, los nuevos joyceanos consideraron que Ellmann parecía casi victoriano al hablar de las sospechas sobre la verdadera naturaleza de las relaciones entre Joyce y su hija. De ser cierto el incesto, del carácter que fuese y del cual pudieron ser prueba las cartas destruidas a la muerte de Lucia, actualmente Joyce estaría en riesgo de cancelación. Maria y Eugene Jolas, este último escritor francoestadounidense, fueron una pareja muy cercana a los Joyce y ella temía que Ellmann topase con algo muy inconveniente si excavaba más hondo. En 1959, el biógrafo presentaba a los Joyce como una familia de clase media siempre en apuros pero en buena medida muy convencional; hoy día, de esas familias tradicionales se espera lo peor. En 1959, Ellmann omitió toda mención a un par de amantes que Joyce pudo tener. En 1982, las precauciones, ante un asunto más bien irrelevante en la vida de un hombre que pasó la mayor parte de su vida junto a Nora, su esposa, ya no resultaron necesarias.
Ellmann, dado que se cuidó de ser algo más que el biógrafo de Joyce, rehuyendo la exégesis, procuró llevarse bien con los joyceanos de profesión, empezando por Stuart Gilbert (1883-1969), traductor del inglés y al francés, y autor de un primer James Joyce’s Ulysses. A study (1930), al cual siguieron millares de guías, ensayos y recontrainterpretaciones, sin olvidar al modesto Stanislaus Joyce, autor de Mi hermano James Joyce (1957), libro respetuoso y equilibrado recientemente “reescrito” por un brillante escritor español, Diego Garrido (Libro de los días de Stanislaus Joyce, 2024).
Pasados los años, llegados los sesenta, tras el éxito de James Joyce –National Book Award en 1960 junto a Robert Lowell (poesía) y Philip Roth (novela)– Ellmann hubo de enfrentarse al llamado giro lingüístico. Vehementemente antibiográfico, aquel giro llamó a cuentas a Ellmann, dado el entonces reciente (apareció póstumamente en 1954 y fue editado a placer por Bernard de Fallois con un título ajeno a Marcel Proust) antecedente del Contra Sainte-Beuve, de Proust.
A un gran crítico como el canadiense Hugh Kenner (1923-2003), que no era ningún posestructuralista, le tocó arremeter contra Ellmann y su James Joyce, desde la defensa del modernism de Ezra Pound y Eliot. La crítica de Kenner contra Ellmann no es contra él en particular, sino contra el género de la biografía.15 Se creía entonces –y lo compartían no pocos poetas de esa generación que, sin embargo, también escribieron biografías, como Octavio Paz–16 que la vida de los poetas (y Joyce ya es un bardo en el sentido shakespeariano) está en su poesía.
La biografía en general, aseguraba Kenner, no es una ciencia –no sé si Ellmann o Leon Edel o Joseph Frank pensasen tal barbaridad– sino “un modesto subgénero de la ficción”. Que, en todo caso, importaba saber cómo funcionaba la mente de Joyce y no la morralla de su vida, aspiración, la de Kenner, un tanto ambiciosa, por decir lo menos. Cierto eclecticismo (me) permite leer complementariamente a Kenner con Ellmann, a quien las guerras de la teoría nunca le interesaron y menos en sus últimos años, cuando lo mismo Jonathan Culler que Gayatri Spivak eran bien recibidos por los Ellmann.
Los últimos años de su vida los dedicó Ellmann a otra biografía monumental, la de Oscar Wilde, aparecida poco antes de su muerte y premiadísima de manera póstuma. Su necesidad de estar en el New College de la Universidad de Oxford para documentarse sobre Wilde, sin abandonar sus clases en la Universidad Emory en Atlanta, se volvió muy complicada dada la enfermedad de su esposa Mary Donoghue, especialista en escritoras inglesas, quien lo sobrevivió dos años más. Solo después de la muerte en 2016 de Barbara Hardy, los tres hijos de Mary y Richard se enteraron de que esta, escritora también, había sido amante de Ellmann por varios años. Leader nos ahorra –lástima– unas páginas de “novela de campus” que sus pacientes lectores nos hubiéramos merecido.17
Cada escritor, me parece, acaba por tener el biógrafo que merece, al menos al principio. Para no hablar de un justo como Max Brod y su Kafka salvado del fuego, uno crece con James al lado de Edel, con Frank y su Dostoievski, con Painter y su Proust. Cuando otras generaciones de lectores los rebasan y hasta los niegan tres veces, gracias al ímpetu de nuevos biógrafos, por fuerza pretenciosos y arrogantes pues la posteridad es pedante, sus lectores originales solemos quedarnos en estado de indiferencia. Ocurre como con las sinfonías. Uno suele preferir la primera versión que escuchó, no la mejor grabada ni la curada con partituras rescatadas de no sé dónde, ni la interpretada à la page. Preferimos el recuerdo sonoro y tibio de aquel primer amor, de esa escucha primera. El James Joyce, de Richard Ellmann, combinación virtuosa de amor y de sentido común, nos ha acompañado con esa imagen del autor de Ulises como patriarca ciego y borrachín de una familia, en el fondo, modesta y convencional, en cuyo entorno y privanza uno sigue aprendiendo a ser contemporáneo de James Joyce.
No encuentro mejor destino que esa condición –la de eterno aprendiz en Joyce– y a Zachary Leader le agradezco la modestia y la eficacia de Ellmann’s Joyce. The biography of a masterpiece and its maker. ~
- Richard Ellmann, James Joyce, traducción de Enrique Castro y Beatriz Blanco, Barcelona, Anagrama, 1991, p. 19.
↩︎ - Zachary Leader, op. cit., p. 18.
↩︎ - Ibid., pp. 121-122.
↩︎ - Ibid., pp. 49 y 79.
↩︎ - Ibid., p. 68.
↩︎ - Ibid., p. 59.
↩︎ - Ibid., pp. 107-198, 215 y 221.
↩︎ - Ibid., pp. 222-223.
↩︎ - Ibid., p. 242.
↩︎ - Ibid., p. 116.
↩︎ - Ibid., pp. 135 y 138.
↩︎ - Ibid., pp. 200-203.
↩︎ - Ibid., p. 209.
↩︎ - Ibid., p. 221.
↩︎ - Ibid., pp. 336 y 344.
↩︎ - “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”, escribió Paz al inicio de su Pessoa en Cuadrivio (1965), aunque años después escribió Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982).
↩︎ - Leader, op. cit., p. 354. ↩︎