El bífido solitario: J. Rodolfo Wilcock

Contemporáneo de Borges, Bioy y Ocampo, Wilcock decidió mudarse de país y probar suerte en otra lengua para escapar de su influencia. El italiano le permitió desarrollar un venoso humor, un clima enrarecido y un enciclopedismo paródico en sus historias.
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I

No es difícil inferir que se trató de una evidencia elocuente: a ningún escritor vecino y contemporáneo de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo se le ocurriría seguir escribiendo en la misma lengua. Sobre todo si se los frecuentaba, sobre todo si los admiraba al punto de bautizarlos “santísima trinidad”. El primer paso, y el atajo más obvio, sería mudarse de país, que es lo que hizo J. Rodolfo Wilcock en 1957, embarcándose a Italia después de publicar seis libros de poesía que ya habían nacido encantadoramente anacrónicos. En el camino, realizó otra transferencia: se pasó definitivamente a la ficción.

El enroque de idioma acompañado de un trasplante geográfico ostentaba ya su propio linaje: Conrad, Nabokov, Beckett, Brodsky. (El narrador de Los dos indios alegres de Wilcock cambia de dirección, de hotel, y sus personajes se mudan de novela.) Beckett se traducía del francés al inglés, y viceversa, y creaba dos originales de igual valía, o eran dos versiones de un original que no estaba en ninguna parte. Otro tanto sucedió con Nabokov, del ruso al inglés. Todavía podría discutirse si las versiones inglesas de sus cuentos en las que participó Borges pueden presumir categoría de original.

Como sea, el panorama no simplifica una pregunta primaria y capital –quién es uno cuando escribe en otro idioma– y todos ellos socavan ese arcaísmo conceptual llamado literatura nacional. El bilingüismo: dos lenguas como hermanos gemelos, uno levemente más fuerte; tal vez uno más querido, en secreto, que el otro. La cualidad ambidiestra de plumas como Beckett y Nabokov permite alcanzar el ideal de la traducción literaria, que se parece a descubrir y reproducir el código genético de un texto originario. Una cuestión a nivel molecular: crear un organismo vivo, que cause además la impresión de que consigue autorreproducirse.

El caso de Beckett prueba, de paso, que el humor solo puede ser traducido por el propio autor, si es ferozmente bilingüe. Y es cómico ver cómo el optimismo y el pesimismo de Beckett oscilan según las vocales abiertas o cerradas que cada idioma le va ofreciendo. Si es bilingüe, en la nueva versión un escritor puede convertir las imposibilidades en un juego de mesa, como hizo Beckett. (Solo el autor detenta la autoridad de suprimir pasajes.) Asomarse a las variaciones pianísticas en su uso de la coma cuando pasa de un idioma al otro es uno de los lujos adicionales que proporciona la lectura paralela de un texto del irlandés admirado por Wilcock.

II

El primer libro italiano de J. Rodolfo Wilcock (El caos, 1960) es la traslación de sus últimos estertores castellanos: los relatos que había publicado en Buenos Aires y alrededores durante los años cincuenta. El canibalismo, la deglución y la mutación que abundan en los textos de El caos son los que aplicaba Wilcock sobre sus escritos periodísticos, crónicas y narraciones, que reescribía y republicaba en sucesivas ocasiones hasta hacer estallar la noción de original.

Es engañosa la dedicatoria a Silvina Ocampo que garabateó en un ejemplar de El caos, en la versión que editó Sudamericana en 1974: “este libro en tan raro castellano”. Sumergido hace tiempo en el italiano, quizá le sonaba peculiar su lengua anterior, que no podría ser más cristalina. En El caos todo pasa por el ojo diáfano de una aguja: los animales, que abundan y amedrentan; los razonamientos lógicos y geométricos que hacen saltar su propio programa o sus propios planos; un tono racional que no carece de ligereza ni de impronta crítica feroz hacia la maldad, la riqueza, la megalomanía; los nombres científicos y los personajes anómalos o aberrantes; los fenómenos oculares, lumínicos, físicos, químicos; la mordacidad hacia el ambiente literario (que agravaría en El libro de los monstruos y en artículos luego reunidos en El delito de escribir).

Si hay algo de lo que no carecía Borges era humor, pero Wilcock entrevió que añadiendo puntuales dosis de veneno mortífero podía salirse de su sombra y encontrar un estilo propio. Wilcock no necesitó trocar de idioma para volverse un escritor extraño. Ya lo era en esos cuentos de El caos, de lenguaje prístino y clima enrarecido. Ya lo era si pensamos que el que los redactó era el mismo que había publicado pulidos ejercicios de romanticismo desvalido y lírica ajardinada.

Un escritor persigue otros modos de componer (y recomponerse), que lo asombren o al menos lo arranquen de sí. Quizá Wilcock lo buscó variando la forma y estructura de sus libros. (Desmontar las maquinaciones de la ficción, más allá del idioma involucrado en la operación, fue otro de sus leitmotive, como lo ejemplifican la fábrica de novelas que incluyó en La sinagoga de los iconoclastas y la secuencia de números de una revista que presenta Los dos indios alegres.) El lenguaje como asunto, como materia, fue otra obsesión recurrente, incluso en su cautivante y más cartesiana poesía en italiano, que prolongó sus indagaciones “en la red verde del lenguaje que envuelve la nada”, como murmuró en un texto sobre Wittgenstein.

III

De uno a otro libro, su voz es fiel a sí misma, constante, reconocible y plausible de ser traducida sin mayores obstáculos. Escribir en otro idioma es una vía tentadora para desdoblarse. Un truco para regenerarse, como el del zapatero que creía en la transmigración de las almas y que nacía de nuevo cada dos meses: “Una tarde de abril de 1949, Aram Kugiungian se dio cuenta por primera vez de que era también otra persona, de que era muchas personas”, leemos en uno de los retratos imaginarios y resumidos de La sinagoga de los iconoclastas.

Wilcock es un experto en condensar tramas y vidas y es apropiado, dicho sea de paso, que su biografía esté en manos de un extraordinario traductor como Ernesto Montequin. El traductor ideal trabaja como habría que hacerlo: como si no necesitara el dinero. (La traducción es una rama no comercial de la teoría de la decisión.) Es inusual el caso de un traductor que no escriba, aunque no sea más que una obra escueta, como José Bianco, o la de un francotirador como Wilcock. Nunca fallan cuando escriben. Son socios vitalicios de la nitidez; es el trofeo que entrega la abnegación al cabo de diversos vía crucis. Es que traducir es hacer algo por el otro; hacerlo todo por el otro.

Curiosamente, la precisión –arma de mano que Wilcock le legó a su intérprete– parece prescindir de las particularidades de un idioma; cuanto más visible un estilo (Gadda, por ejemplo), más dependiente o indivisible de su lengua. La elegancia gramatical de Wilcock, en todo caso, subraya la insidia de sus observaciones. Los dardos están lanzados desde una especie de torre implacable, desde un distanciamiento congénito, incorregible. El elenco de autores que tradujo y el repertorio de gentilicios que asoman en La sinagoga de los iconoclastas –libro que recuerda en algo a los prefacios del subdividido Kierkegaard– delata la multiplicidad de lenguas en las que se movía Wilcock.

IV

Un breve paréntesis. Otro idioma le dio a Nabokov la oportunidad de oro de desdoblarse, a él, que tan afecto era a esa clase de juegos, y más aún después de adoptar el inglés para afilar sus lápices Blackwing. En un momento, juró que sus poemas en inglés eran más ligeros que los escritos en ruso, con menos asociaciones verbales. Lo que nos lleva de nuevo a Beckett, para quien “en francés es más fácil escribir sin estilo”, es decir con menos floreo o florituras. A Beckett le parecía que el francés producía un “efecto de debilitamiento justo” y que le temía al inglés porque con él no podía evitar escribir poéticamente. Lo cierto es que otro idioma le procuró a la prosa de Nabokov el medio de exagerar ciertas piruetas líricas que acaso en el propio idioma causan pudor. Nabokov le creyó a la ilusión óptica de otro idioma, de que con él uno podrá decirlo todo. Con más exactitud, más claridad y no menos resplandores.

V

Hay algo de idioma universal en el estilo de Wilcock que facilita la nivelación –como dice sobre los caminos de montaña el ingeniero de su novela homónima– de un idioma a otro, de una versión (la de Wilcock) a otra (la de Montequin). Facilitar no implica regalar facilidad, y por más que Montequin haya tenido el castellano de Wilcock en prosa con el cual guiarse y contra el cual medirse, su tarea es harto encomiable por donde se la mire.

En ese grado cero de escritura –es un modo de decir, la explosión léxica, la acupuntura descriptiva y su perdurable tamiz poético son notables– probablemente incida el tenor informativo de mucho de lo que incluye en sus narraciones, que son noticias reescritas (algo ostensible en Hechos inquietantes y en La sinagoga de los iconoclastas). Es en esta última colección que, en medio de un enciclopedismo paródico, las tesis y descripciones sobre insectos, partículas, protozoos y un extenso inventario de criaturas y maquinarias se vuelven verdaderamente telescópicas.

En su fantasía más sostenida y consistente –El templo etrusco– Wilcock hace acrobacia suspendido sobre un vacío fértil, mientras contrabandea datos semiacreditados y seudoeruditos para crear el tendido eléctrico de un pequeño mundo a escala. Su acidez lacerante acá desbarata y destroza, en especial, la burocracia –con la que se familiarizó en Argentina y se graduó en Italia– en todas sus facetas, vericuetos y dimensiones.

Podría decirse que anticipó, aquí y en El caos, no pocas fantasías meticulosas y no pocos delirios metódicos de César Aira, con quien coincide, además, en la maniática creación de inventores y en la elección de nombres absurdos para algunos de sus personajes. (En Los dos indios alegres hay un grado de alucinación que haría sonrojar al autor de Prins y Parménides.) De paso: es quizá la análoga transparencia de Aira –perfeccionada, precisamente, en su prolongado trabajo como traductor– la que estos últimos años ha facilitado y alentado las traducciones de sus libros a múltiples idiomas. Pero es otro caso de la excepción que confirma la regla.

Claramente, rige todavía un imperialismo del idioma que pone en desventaja a cualquier lengua que no sea la inglesa, a lo sumo la francesa. Es una ley que se permite y se solaza en retrasar u obturar el reconocimiento de escritores en castellano o portugués, o eslovenos o coreanos intimistas, o suecos que no escriban policiales, etc., y permite el velocísimo prestigio volátil de ejemplos menores o muy menores en autores de lenguas imperantes. Borges fue un desembarco en Normandía. Tarde o temprano, con J. Rodolfo Wilcock debería producirse un animado ascenso en globo. A menos que el mundo siga aferrándose a aquello que él mismo condenaba: “Los hombres generalmente entienden lo que ya saben.” ~

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