Una improbable hazaña
El principal problema de la prensa en México no es la falta de capacitación de los periodistas, sino la precariedad de sus condiciones de trabajo. Podrán acusar algunas carencias formativas, hasta cierto conformismo o desactualización, pero ninguno de esos déficits compite ni por asomo con las adversidades que definen su entorno profesional. No me refiero a quienes ocupan puestos directivos, editoriales, de conducción o análisis, sino a los reporteros y reporteras, a quienes el argot del propio gremio denomina “la tropa”. Me refiero a cuán normalizada está la violación de sus derechos laborales y a la desprotección legal que padecen. Al alto riesgo en el que a veces incurren y a los bajos salarios que casi siempre reciben. A la inestabilidad y la falta de horizonte de desarrollo que enfrentan. A la hostilidad, las agresiones y la violencia, también ya muy normalizada, de las que son víctimas. Al descrédito social que la dependencia a la publicidad oficial ha creado alrededor de su oficio. A la falta de solidaridad ciudadana con sus causas. Como concluye uno de tantos informes al respecto: “todas son condiciones laborales muy poco favorables para desarrollar el periodismo”.
((Condiciones laborales de las y los periodistas en México, Ciudad México, CIMAC, 2015, p. 57. Sobre estos temas vale la pena consultar también los informes de Justine Dupuy y Ana Cristina Ruelas, El costo de la legitimidad. El uso de la publicidad oficial en las entidades federativas, Fundar, Centro de Análisis e Investigación/Article 19, México, 2013; y de Artículo 19, Ante el silencio, ni borrón ni cuenta nueva, México, 2019; los artículos de Sallie Hughes y Mireya Márquez, “Examining the practices that Mexican journalists employ to reduce risk in a context of violence”, International Journal of Communication, vol. 11, 2017, pp. 499-521; de María Grisel Salazar, “Aliados estratégicos y los límites de la censura: el poder de las leyes para silenciar a la prensa”, Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, nueva época, vol. LXIVl, núm. 235, enero-abril 2019, pp. 495-522; o el documental de Gustavo Cabullo, “Entre batallas y derrotas” (2017), disponible en https://bit.ly/31L1CSq.
))
En contraste con ese entorno tan hostil, como si fuera apenas anecdótico o irrelevante, se afirma una delirante exigencia social de que los reporteros sean al mismo tiempo profesionales, incisivos, prudentes, comprometidos, independientes, rigurosos y valientes. Que sean impecables parece ser la expectativa, a pesar de que tengan todo en contra. Como si hacer periodismo en México fuera un trabajo normal; como si no fuera, más bien, una improbable hazaña.
Se celebra, eso sí, que el presidente haya anunciado una reducción de 50% al presupuesto para publicidad oficial. Porque la medida es intachable en lo que se refiere a hacer un mejor uso de los recursos públicos y evitar el dispendio. Con todo, así sea apenas la mitad de lo que fue durante el último año del gobierno de Enrique Peña Nieto, en nada han cambiado las reglas que todavía permiten un uso discrecional de esos recursos. La fórmula –menos dinero pero la misma discrecionalidad– no resuelve el problema. La precariedad persiste si no es que, de hecho, empeora.
Desde luego, hay diferencias entre las regiones. No es igual el entorno relativamente libre y seguro de los reporteros que trabajan en la Ciudad de México, que el de violencia estructural, autocensura o silenciamiento que existe en Veracruz o Tamaulipas.
((Véanse Celia del Palacio y Alberto J. Olvera, “Acallar las voces, ocultar la verdad. Violencia contra periodistas en Veracruz”, Argumentos, vol. 30, núm. 85, 2017, pp. 17-35; así como el capítulo sobre Tamaulipas en el informe de Edison Lanza, Zonas silenciadas: regiones de alta peligrosidad para ejercer la libertad de expresión, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2017, pp. 26-39. Para un panorama más amplio, Alejandro Almazán, Daniela Rea y Emiliano Ruiz Parra (eds.), Romper el silencio: 22 gritos contra la censura, Ciudad de México, Brigada Cultural, 2017.
))
La vitalidad de la esfera pública nacional, basada en la capital, es incomparable con la esfera pública local de muchos estados de la república, en los que, si bien no llega a presentarse el fenómeno de los “desiertos noticiosos” a la manera estadounidense, “la abundancia de diarios de baja circulación y la concentración de los mercados en pocas manos insinúan patrones clientelares en la relación prensa-gobierno”.
((María Grisel Salazar, “¿Cuarto poder? Mercados, audiencias y contenidos en la prensa estatal mexicana”, Política y Gobierno, vol. 25, núm. 1, enero-junio 2018, p. 136. Sobre los “desiertos noticiosos” y sus efectos políticos en Estados Unidos, véase Joshua P. Darr, Matthew P. Hitt y Johanna L. Dunaway, “Newspaper closures polarize voting behavior”, Journal of Communication, vol. 68, núm. 6, diciembre de 2018, pp. 1007-1028.
))
Patrones de los que, así sea en un contexto muy distinto, tampoco han estado exentas las relaciones entre el gobierno y los medios “nacionales”. Todo lo cual es un obstáculo no solo para el ejercicio de la libertad de expresión sino para la construcción de un vínculo de confianza entre el público y la prensa.
Amar a los medios, odiar el periodismo
Aunque con frecuencia se les compara, son muchas sus diferencias. Hay que repetirlo: López Obrador no es igual a Trump. Sin embargo, existen algunas semejanzas entre ellos y otros representantes de la nueva “explosión populista”.
((Tomo prestada la expresión de John B. Judis, The populist explosion. How the great recession transformed American and European politics, Nueva York, Columbia Global Reports, 2016.
))
Por ejemplo, su problemática relación con la prensa. No es que odien a los medios de comunicación, como a veces se infiere. Podrán acusarlos de “elitistas” o “conservadores”, fustigarlos como “enemigos del pueblo” o “partidos de oposición”, enfadarse porque no les dan la cobertura positiva que ellos quisieran. Pero no, no los odian, no pueden odiarlos. En las hipermediatizadas sociedades contemporáneas los liderazgos populistas, ya sea desde la oposición o en el poder, son mediáticos o no son.
((Aquí sigo de cerca el argumento de Gianpietro Mazzoleni, “Populism and the media”, en Daniele Albertazzi y Duncan McDonnell (eds.), Twenty-First Century populism. The spectre of western European democracy, Londres, Palgrave MacMillan, 2007, pp. 49-64.
))
Así que, al contrario: aman a los medios, lo que odian es el periodismo.
Aman a los medios porque aman el performance, la provocación, el escándalo. Los medios de comunicación les sirven como un vehículo masivo para apelar al sentimiento antiélites (el combustible de su popularidad), para cimentar su omnipresencia como celebridades políticas, para volverse el centro de la conversación y dominar la agenda. Y los medios los aman de vuelta porque también los necesitan. Durante la campaña presidencial de 2016, el director general de CBS, Les Moonves, vitoreó que “Trump quizá no sea bueno para los Estados Unidos, pero es endiabladamente bueno para CBS”; y apenas en junio pasado YouTube le entregó a López Obrador un “botón de oro” por llegar al millón de suscriptores en su canal. La multiplicación de plataformas y la creciente competencia por audiencias induce a los medios a tratar de ganar su atención adoptando técnicas propias de la prensa tabloide, como enfocarse en los ángulos más entretenidos, morbosos o emocionales de la vida pública. Y eso “no solo fortalece el sentimiento antiélites en la población, también crea el escenario perfecto para los actores populistas, que encuentran no solo audiencias sino medios muy receptivos” a su estilo y su discurso.
((Cas Mudde, “The populist Zeitgeist”, Government and Opposition, vol. 39, núm. 4, 2004, pp. 553-554.
))
Pero odian el periodismo porque odian el escrutinio público, la rendición de cuentas y el contrapeso que representa la existencia de fuentes de información que no sean ellos mismos. Cuando hechos observables o datos oficiales los contradicen, no dudan en desestimarlos. En una entrevista para el programa Meet the Press, la consejera presidencial de la Casa Blanca Kellyanne Conway defendió como “hechos alternativos” las versiones de que la ceremonia de la toma de protesta de Trump había atraído a la audiencia más grande en la historia de las inauguraciones presidenciales. Esto a pesar de que la evidencia visual y de los registros de la Autoridad de Tránsito del Área Metropolitana de Washington demostraba lo contrario. Por su parte, López Obrador ha respondido con la frase “Yo tengo otros datos” cuando en sus conferencias de prensa matutinas reporteros lo han confrontado con cifras oficiales sobre pronósticos de crecimiento económico, aumento en los homicidios, subejercicios en el presupuesto o caída del empleo. Esas respuestas no constituyen una corrección o réplica, no ofrecen información más precisa o válida. Constituyen, más bien, un recurso retórico mediante el cual se crea una disonancia cognitiva: el presidente dice una cosa, los periodistas dicen otra. ¿Quién tendrá la razón? ¿Por qué creerle a uno o a los otros? ¿Cuál será más confiable? La verdad del poder político entra en conflicto con el poder de la verdad periodística. Y en ese conflicto, donde parece que hay que escoger entre la lealtad al líder o la fidelidad a los hechos, ya “nada es verdad y todo es posible”.
((Esta paráfrasis de lo que escribió Hannah Arendt sobre el estado psicológico que crea la propaganda masiva da título al libro de Peter Pomerantsev, Nothing is true and everything is possible. The surreal heart of the new Russia, Nueva York, Public Affairs, 2014.
))
Hannah Arendt decía que se necesita una curiosa mezcla de credulidad y cinismo para hacer habitable esa disonancia. De credulidad para creerle un día al poder lo que haga falta creerle, por absurdo o fantástico que parezca. Y de cinismo para seguir creyéndole cuando se demuestre, al día siguiente, que era falso aquello en lo que hizo falta creer. En un mundo así, tan cambiante como incomprensible, el líder supone con razón que las personas, en lugar de protestar porque les mintieron, protestarán que no importa, que siempre supieron que les mentían. Y mantendrán su lealtad al líder no a pesar de que les haya mentido sino porque sus mentiras terminan siendo una demostración de inteligencia y audacia, un principio de organización y pertenencia. Cuando la política se trata de que todo es mentira, el poder ya no necesita la verdad para obtener obediencia.
((Hannah Arendt, The origins of totalitarianism, Nueva York, Meridian Books, 1962, p. 382.
))
En la lógica de polarización que ese escenario genera, no se admiten gradaciones ni puntos intermedios. El mundo se divide entre aliados y adversarios. Las dudas y los matices valen solo en la medida en que puedan servirle a uno u otro bando, no si trascienden su antagonismo o ponen en entredicho la organización tribal del conflicto. Los detractores del presidente están dispuestos a creer cualquier falsedad que confirme sus peores prejuicios, a promover agendas que nunca les han interesado o aquellas a las que incluso son adversos si con esa acción pueden afectar su imagen o su gobierno. Sus simpatizantes denuncian cualquier nota ambigua, imprecisa o incompleta que le sea desfavorable como fake news, al tiempo que celebran sus falsedades más descaradas como si se tratara de revelaciones incuestionables. Las identidades reemplazan a las ideas y la discusión ya no gira en torno a la ponderación de los hechos sino a su utilidad práctica para el combate político. Corroborar su veracidad es secundario frente a la prioridad de explotarlos con el fin de desacreditar moralmente al otro bando. Los periodistas, que en mejores circunstancias fungen como genuinos custodios de la virtud pública,
((James S. Ettema y Theodore L. Glasser, Custodians of conscience. Investigative journalism and public virtue, Nueva York, Columbia University Press, 2007.
))
quedan reducidos a meros proveedores de insumos para el pleito.
Que sea en público no lo hace mejor ni menos intimidante
En principio, criticar a la prensa no es una amenaza a la libertad de expresión, es una forma de ejercerla. Ocurre, sin embargo, que la voz que expresa esa crítica y su lugar de enunciación cambian su significado. Los actores y sus plataformas importan, hacen la diferencia. No son lo mismo las protestas del movimiento #YoSoy132 en las calles contra la concentración de la propiedad y el modelo de medios, por ejemplo, que los comentarios del presidente López Obrador en sus conferencias de prensa contra un periódico o una revista que dan a conocer información que le es adversa. Más aún cuando los comentarios del presidente no son propiamente críticas sino descalificaciones que buscan desacreditar a esas publicaciones, cuando van acompañados de un reclamo por no “apoyar” su proyecto de “transformación”, de una suerte de reprimenda paternalista que los invita a “portarse bien” o a “ser objetivos”, incluso de la advertencia “si ustedes se pasan pues ya saben lo que sucede”. Al hacerlo, el presidente no está ejerciendo un simple derecho ciudadano: está ejerciendo el poder simbólico de su investidura.
Por mucho tiempo en México nos acostumbramos a que la prensa confiable era la prensa independiente, lo contrario de la prensa “oficialista”. López Obrador, no obstante, ha buscado invertir aquellos términos para servirse de la vieja y merecidísima desconfianza que arrastraba la prensa “oficialista” y convertirla ahora en un arma contra la prensa independiente. Por ejemplo, el periódico Reforma y la revista Proceso –dos publicaciones que siempre se han caracterizado por mantener una línea editorial crítica con los gobiernos en turno, fueran del partido que fuesen– le han dado mucho de que hablar en ese sentido. Para algunos, esa especie de polémica cotidiana del presidente contra la prensa crítica es una señal de salud democrática, de apertura y transparencia, en contraste con los hábitos de antaño (e. g., las llamadas telefónicas o las reuniones privadas llevadas a cabo desde Presidencia con fines de intimidación, las amenazas de retirar publicidad oficial o las presiones para despedir periodistas en represalia por, paradójicamente, haber hecho su trabajo). Sin embargo, que se diga al aire libre en lugar de “en lo oscurito” no es suficiente para dejar de considerarla otra forma de hostigamiento: que estigmatiza a la prensa crítica como contrincante en lugar de como contrapeso, que moviliza el encono de los simpatizantes lopezobradoristas en su contra, que contribuye desde la tribuna presidencial a habilitar el acoso contra periodistas. Hacerlo en público no es, en sí mismo, una virtud: es otra forma de amedrentar.
Otro tanto ocurre cuando se condena a quienes participan en la conversación pública sin asumirse como parte de uno u otro bando, quienes no confiesan de manera abierta sus “verdaderas” preferencias. En nombre de un supuesto “¡fuera máscaras!” contra la hipocresía se reivindica la parcialidad explícita por encima de la calidad intrínseca de los argumentos. Que uno se declare pro-o anti- lopezobradorista no implica que sus opiniones sean más auténticas o estén mejor argumentadas que las de quien no se identifica en esa dicotomía. Hacerlo es un alarde de militancia, una forma de procurar simpatías automáticas o aplausos fáciles, no una garantía de honestidad ni buen juicio.
El rezo matutino de la modernidad
La legitimidad que otorgan los votos no invalida la legitimidad del escrutinio crítico de la prensa. Que un presidente y su coalición ganen con el apoyo de grandes mayorías no significa que el periodismo tenga que apoyarlo o subordinarse a su proyecto. El poder no es un buen juez del trabajo que hace la prensa, no puede serlo, pues las democracias necesitan una prensa antipática.
((Michael Schudson, Why democracies need an unlovable press, Cambridge, Polity Press, 2008, pp. 50-62.
))
El papel de cualquier gobierno que se precie de ser democrático es entender y respetar esa necesidad, no combatirla. Cuando le preguntaron si seguía siendo un voraz lector de la prensa a pesar de las fuertes críticas de las que fue objeto tras la invasión a la Bahía de Cochinos en 1961, el presidente John F. Kennedy respondió que “sí, es invaluable […] sería una gran desventaja no tener esa cualidad abrasiva de la prensa aplicada diariamente sobre el gobierno. Aunque no nos guste, aunque prefiriéramos que no publicaran lo que publican, aunque no estemos de acuerdo. No existe duda de que no podríamos hacer nuestro trabajo en una sociedad libre sin una prensa muy, muy activa”. La prensa libre es crítica o no es.
“La lectura de los periódicos es el rezo matutino del hombre moderno”, advirtió Hegel. Se refería al hábito de celebrar un ritual, al amanecer, para disipar el sueño y restaurar la vigilia. Para devolvernos a nosotros mismos, una suerte de primordial taza de café para hidratar la conciencia. Tradicionalmente se trataba de un acto de fe religiosa: rezar. Pero en la era moderna la constitución de esa fe ha cambiado, y el sentido de seguridad que puede ofrecer dicho ritual a quienes lo practicamos ya no consiste en invocar a Dios para que la fe nos ubique en el mundo, sino en conocer lo que pasa en el mundo mismo para ubicarnos en él: leer los periódicos.
((En su formulación original Hegel no decía hombre moderno sino hombre “realista” (Jon Stewart [ed.], Miscellaneous writings of G. W. F. Hegel, Chicago, Northwestern University Press, 2002, p. 247). No obstante, como lo hizo notar Benedict Anderson, el propósito de su aforismo era contrastar lo tradicional con lo moderno (Benedict Anderson, Imagined communities. Reflections on the origin and spread of nationalism, Londres, Verso Books, 2003, p. 35). Me he tomado la licencia de optar por la “versión” de Anderson.
))
De hecho, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo –su ambiciosa teoría sobre el reconocimiento, la autoconciencia, la libertad y la historia– estuvo inspirada en acontecimientos de los que se enteró gracias a la prensa de su época. No fue un ejercicio de lógica abstracta sino una reflexión curtida en la coyuntura del traumático estremecimiento que provocó la Revolución haitiana, la emancipación de una isla de esclavos negros contra sus amos franceses, en la Europa de la Revolución francesa (“al escuchar a exesclavos cantar la Marsellesa”, cuenta Susan Buck-Morss, “los soldados enviados por Napoleón a la colonia se preguntaban a viva voz si no estarían peleando del lado equivocado”).
((Susan Buck-Morss ha reconstruido la “conexión haitiana” de Hegel, a partir de su ávido consumo de publicaciones periódicas sobre actualidad, en Hegel, Haití y la historia universal, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2013 (tomo la cita entre paréntesis de la página 114).
))
La principal aportación filosófica del propio Hegel fue tributaria, pues, de la devoción con la que él mismo practicó ese sustituto de la oración a primera luz que es ponerse al día con las noticias. Dejar que el lugar que ocupaba la fe en Dios para ubicar nuestra existencia ahora lo ocupe, a su manera, la confianza en la prensa: no como un vehículo a la eternidad sino como nuestra mayor ventana al mundo.
Interrogado a fines de mayo pasado a propósito del cierre de clínicas, el desabasto de medicinas, la escasez de materiales para curación y los despidos de médicos y enfermeras en el sector salud, López Obrador desaprovechó la oportunidad para explicar sus políticas o para aclarar la información. Optó por defenderse, como si se tratara de un ataque en su contra, calificando la motivación de las preguntas como “propaganda del hampa del periodismo”. Y así cada mañana, en esas ceremonias rituales que parecen más homilías que conferencias de prensa, el presidente usa su legitimidad democrática, y el innegable apoyo mayoritario con el que cuenta, para azuzar la fe de sus devotos y desgastar la confianza pública en la prensa que lo cuestiona.
Mientras tanto, la precariedad de las condiciones laborales de los periodistas permanece desatendida. Y se hace más densa la atmósfera, ya de por sí violenta, de riesgo y vulnerabilidad en la que trabajan. ~
es historiador y analista político.