En 1936 el gobierno del Frente Popular estableció las primeras vacaciones pagadas en Francia, un poco tarde con respecto a otros países del entorno. Se determinó un periodo de dos semanas al año. Se extendía así un derecho al descanso para todos los asalariados del que hasta entonces solo gozaban determinadas profesiones. Las vacaciones supusieron una transformación de la vida cotidiana. Con el derecho a las vacaciones, llegaba también el derecho a la suspensión de la rutina y sus pesadas responsabilidades. Y la búsqueda de destino en el que pasar ese tiempo sin obligaciones. Ese mismo año el fotógrafo Henri Cartier-Bresson fotografió a la gente que disfrutaba de esa época de ocio pagado a orillas del Sena o del Marne, su afluente. Más de treinta años después, en 1966, se estrenaría la primera película que Éric Rohmer situó en el periodo estival: La coleccionista. Y la casualidad hizo que estrenara Cuento de verano, su última película sobre esta época, otros treinta años después, en 1996.
Éric Rohmer (1920-2010), de nombre real Jean-Marie Maurice Schérer, siempre mostró una gran preocupación por mantener su vida privada protegida (no participaba en estrenos ni en actos de gran público, tampoco acudía a festivales) y, como parte de esa estrategia, había creado confusión en torno a su nacimiento dando diferentes fechas. Había nacido en Tulle y fue, antes que cineasta, profesor de literatura en Clermont-Ferrand. Escribió de cine antes de dedicarse a él, y firmaba sus escritos como Maurice Schérer. En 1946 publicó una novela, Élisabeth, bajo el pseudónimo de Gilbert Cordier, que había sido escrita durante la Segunda Guerra Mundial. Un dato curioso: la novela iba a llamarse Las vacaciones. Como escribió Paula Arantzazu Ruiz , “De todos los miembros de la Nouvelle Vague y del círculo André Bazin de la revista Cahiers du cinéma, ninguno como Rohmer ha sabido representar tan bien el verano y las vacaciones, ‘lo que la gente hace o más bien lo que deja de hacer en ese tiempo’, en palabras del crítico británico John Wrathall.” Ese tiempo suspendido se prestaba a las exploraciones de las relaciones amorosas más ligeras, pero también a las decisiones importantes sobre la identidad, el descubrimiento del mundo adulto y los mecanismos de la seducción. Rohmer sitúa en el verano La coleccionista (1966), La rodilla de Clara (1970), ambas de su ciclo “Seis cuentos morales”; Pauline en la playa (1982), El rayo verde (1986), que pertenecen al ciclo “Comedias y proverbios”; Cuento de verano (1992), dentro de los “Cuentos de las cuatro estaciones”. También El amigo de mi amiga (1987) y Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (1987) suceden en periodo estival.
De La coleccionista es imposible olvidar las playas mediterráneas con su luz cálida, atrapada por la cámara de Néstor Almendros, como es imposible no envidiar los baños matinales de Adrien y el paseo que lleva de la villa prestada en la que pasa el verano el trío protagonista hasta el mar. El lago de Annecy nunca se ha visto como en La rodilla de Clara, con fotografía también de Almendros, y aunque aquí no hay apenas baños, el lago es casi un personaje más. Pero quizá de todas, la película que funciona como epítome del verano es Pauline en la playa: al enredo amoroso de los adultos hay que añadir el del descubrimiento del amor de la pareja adolescente, Pauline y Sylvain, víctimas de los deseos e intereses de los adultos, sobre todo de Henri. Cuento de verano es quizá la más existencialista, y la más triste, en la que se expone más claramente que las expectativas que ponemos sobre el verano y las vacaciones nunca podrán ser satisfechas. Esa idea está también en El rayo verde, pero tratada con una mayor ligereza que, en parte, responde a las propias circunstancias del rodaje: con un equipo mínimo y con un guion improvisado.
Abajo el trabajo: veranos morales
Los “Cuentos morales” existieron antes como cuentos literarios que como películas y se publicaron en 1974 bajo el título de Seis cuentos morales (en Anagrama, para la traducción al español), y hay que buscar sus referentes en la novela decimonónica de Dostoievski o Balzac. En la introducción Rohmer explica que sus cuentos son “morales” porque “todo se desarrolla en la cabeza del narrador”. Escribe: “Mis protagonistas, un poco como don Quijote, se toman por personajes de novela, pero quizás la novela no existe.” Rohmer concibió los cuentos como seis variaciones sinfónicas, como escribió en “Carta a un crítico (a propósito de los ‘Cuentos morales’)”, publicada en el número de marzo de 1971 de La Nouvelle Revue Française y recogida en El gusto por la belleza (Paidós). “Como el músico, varío el motivo inicial, lo ralentizo o lo acelero, lo amplío o reduzco, le doy cuerpo o lo depuro. A partir de esta idea de mostrar a un hombre interesado por una mujer en el mismo momento en que va a relacionarse con otra, he podido construir mis situaciones, mis intrigas, mis desenlaces, incluso mis caracteres”, se lee en esa carta.
En La coleccionista Adrien pasa el verano en una villa en la Provenza decidido a no hacer nada, excepto “cazar a un coleccionista de antigüedades chinas” para que financie su proyecto de galería de arte. Comparte la casa con Daniel, un artista, y Haydée, una joven que interrumpe el deseo de silencio de los dos con sus salidas nocturnas y sus amantes. Los chicos están empeñados en no hacer absolutamente nada, “Es muy difícil. Se necesitan una aplicación y un empeño enormes”, dice Daniel. Adrien le responde que le sale de manera natural. Para Daniel, “seguir la propia naturaleza es más fatigoso que contrariarla”. Y tiene otro reproche para Adrien: “haces algo: lees”. Para Adrien, en cambio, leer es el antídoto para no pensar: “y pensar, en el fondo, es la cosa más penosa y obsesiva que existe. Creo que siempre se piensa demasiado. Un libro me hace pensar en la dirección correspondiente al libro. Lo que no quiero es pensar en mi propia dirección. […] Yo no busco nada. Si encuentro un libro, lo leo. Si es Rousseau, leo a Rousseau, pero igual podía leer Don Quijote. Y si una chica cae en mis brazos y es bonita, la cojo, aunque, de momento, no tenga aún ganas de tener una historia con una chica”. Ahí está la clave: Adrien quiere no pensar en Jenny, su novia, que está en Londres y a la que se ha visto en el tercer prólogo, en el que se presenta al personaje de Adrien. Pero tampoco en las demás, sobre todo, no en Haydée, la promiscua compañera de la casa. El enredo, más sexual que amoroso, está servido: Adrien y Daniel dicen no estar interesados en la chica, pero sin embargo ambos buscan su compañía, por razones diferentes. El verano que aparece aquí es el de un calor pegajoso, en el que se enfrentan dos maneras de entender el periodo vacacional: para el descanso, en el caso de ellos; para la diversión, en el caso de ella. Y eso incluye también el aspecto sexual en Adrien, cuya habitación describe como “monacal”. La coleccionista es una película llena de carne y piel, sensual y exuberante, pero en la que los cuerpos de los actores parecen filmados más con intenciones etnológicas que erotizantes.
Justo lo contrario de lo que sucede en La rodilla de Clara, donde no hay encuentros sexuales, solo aproximaciones, y el deseo se concentra casi exclusivamente en una rodilla. Sin embargo, resulta mucho más erótica precisamente por quedarse en la mera sugerencia. Si en La coleccionista los protagonistas leen, aquí escriben: la trama de seducciones (fallidas) responde a la petición que la amiga novelista, Aurora, hace a Jérôme: que viva una historia que ella luego escribirá. Primero, le pedirá que trate de seducir a Laura, una adolescente, pero luego será Claire, dueña de la rodilla magnética, quien se convierta en el objeto de deseo. En este cuento moral, hay tres mujeres, además de una cuarta (que en realidad es la primera) ausente: con la que Jérôme se va a casar. Jérôme acude al lago para vender su villa antes de casarse e instalarse definitivamente en Suecia: vuelve a los lugares de su infancia para romper con ellos para siempre. Se despide de Francia y de su casa, del lago, y también del resto de mujeres (o eso dice). Por eso, ese verano, esas semanas que pasa en Annecy, son en este caso un paréntesis aún más marcado. El avance del tiempo, como ocurrirá en El rayo verde y en Cuento de verano, viene señalado por letreros que anuncian el paso de los días.
El referente pictórico de este cuento moral es Gauguin, según contó Néstor Almendros en Días de una cámara (Seix Barral, 1982), que aparece citado en el volumen que Carlos Heredero y Antonio Santamarina dedican a Éric Rohmer en la colección Signo e imagen de Cátedra. “[Rohmer] Me expuso su deseo de que la imagen tuviera un estilo ‘Gauguin’. Quería que las montañas aparecieran lisas y azules sobre el lago, quería colores uniformes. Lo que nos hizo pensar en Gauguin fueron las superficies planas, verticales u horizontales, sin perspectivas, de colores puros, que existían realmente en aquel lugar. […] Lo que precisamente Rohmer deseaba evitar, y yo estuve de acuerdo con él, fue una superabundancia de bonitos panoramas, la tentación de hacer una colección de tarjetas postales”, escribe Almendros.
El recurso de la novelista hace que primero veamos cómo suceden las cosas y luego descubramos el relato que hace de los acontecimientos Jérôme a Aurora. Podemos adivinar un tercer escalón: el relato que Aurora escriba con esos materiales que su amigo y cómplice le ha proporcionado. Esa tercera desviación no aparece en la película, pero en la última secuencia Aurora espía desde su habitación a Claire y a Gilles; en su mesa hay cuadernos, papeles y bolis.
El verano del amor ligero
Pauline en la playa es una de las películas más conocidas de Éric Rohmer. Situada en una playa atlántica en los últimos días del verano, pone en escena los enredos amorosos de cuatro adultos. En medio, como testigos, están Pauline, una adolescente que descubre la mentira como moneda corriente en el mundo de los mayores, y Sylvain, su amor de verano. Pauline y Sylvain asisten a los juegos de cama de los mayores, pero también son manipulados por ellos. La inocencia de Pauline –que pierde a lo largo de la cinta– agranda la estupidez y la hipocresía del comportamiento de los adultos. Para el ciclo del que forma parte Pauline, las “Comedias y proverbios”, el referente cambia al teatro del siglo XVIII, y más concretamente al teatro de Marivaux. El relato en primera persona y la voz en off desaparecen y se pasa a narración sin comentarios y en tercera persona. Con respecto a la serie precedente, hay más cambios que señalan Heredero y Santamarina: las mujeres son ahora protagonistas y el mayor impedimento para alcanzar la felicidad está en que el amor sea correspondido. Este ciclo cinematográfico es, para Heredero y Santamarina, “un fresco casi documental en torno a las costumbres y usos amorosos de la juventud francesa de los años ochenta, y toda la serie está impregnada de un cierto hedonismo característico de la década”. “El diálogo continúa siendo la materia esencial, pero aquí los personajes ya no lo utilizan para analizarse o para especular sobre sus comportamientos, sino para interrogarse sobre la realidad y para otorgar mediante la palabra una presencia de los sentimientos”, escriben un poco más adelante. Pauline es el ejemplo perfecto de eso: los adultos hablan y hablan, dan su visión del amor, pero, como advierte la cita de Chrétien de Troyes que abre la película, “Quien habla demasiado cava su propia tumba.” Los adolescentes hablan menos, pero aprenden más, especialmente Pauline: esta película es sobre todo su historia de iniciación.
Pauline en la playa –que fue la última colaboración de Almendros, y donde la inspiración pictórica es Matisse– tiene una estructura circular y cerrada: empieza con la llegada de Pauline y su prima en coche a la casa y termina con ellas dejando la casa atrás en coche. La valla que abre y cierra Pauline al llegar y al irse funciona casi como un telón. Es una película sensual, llena de extremidades enredadas y bailes en los que los cuerpos se pegan. Los últimos días del verano se presentan como la oportunidad de los personajes de encontrar un amor, tal vez no uno grande, pero sí uno ligero, un amor de verano que les permita disponer sus estrategias de seducción. Tiene todo lo que se le puede pedir a un cuento de verano: playa, clases de windsurf, una verbena, noches interminables, besos y manoseos en bikini, engaños, malentendidos y un lobo feroz (aunque sea metafórico).
Expectativas y realidad: una historia trágica
El rayo verde, también de las “Comedias y proverbios”, comparte el protagonismo femenino y también la búsqueda del amor o de las vacaciones. Si Pauline respeta la unidad de espacio, en El rayo verde se sigue a Delphine, la protagonista (una extraordinaria Marie Rivière), allá donde va (de París a Cherburgo, a La Plagne, Biarritz y San Juan de Luz). Es una película improvisada, rodada con un equipo mínimo –Rohmer y tres mujeres detrás de la cámara–, al elenco se incorporaban actores espontáneos en los lugares en los que filmaban. Como en casi todas sus películas, todo está rodado donde sucede y a las horas en que sucede. La línea argumental es muy sencilla: los planes para el verano de Delphine de viajar a Grecia se caen en el último momento. Ella, desesperada y triste, trata de recomponer su verano sumándose de manera siempre decepcionante a planes ajenos. Delphine no termina de estar a gusto nunca. Hay una ruptura tal vez no reciente, pero la herida está sin cerrar. Hay una serie de naipes que aparecen de manera azarosa y en los que Delphine se niega a ver su destino. Pero paseando, de casualidad, escucha a alguien contar el resumen de El rayo verde, la novela de Verne, que hace referencia al destello que lanza el último rayo de luz una vez se ha ocultado el sol tras el mar. La interpretación mágica que se toma de la novela de Verne es que al ver el “rayo verde se es capaz de leer nuestros propios sentimientos y los de los demás”.
Rohmer filmó el rayo verde, pero necesitó de cierto retoque en el laboratorio –lograron captar el fenómeno en Biarritz, primero, y en Las Palmas de Gran Canaria– para “acabar de fijar, mediante un trucaje, aquel verde fugaz de tan perseguida autenticidad”, como escriben Heredero y Santamarina. Rohmer intentó volver a rodarlo con el metraje sobrante de Cuento de verano. No es lo único que une a estas dos películas estivales: más que en el resto de películas veraniegas de Rohmer, aquí los personajes persiguen unas expectativas tan altas que jamás lograrán satisfacer. Los protagonistas de ambas fían tanto al periodo vacacional que solo puede decepcionarlos. Las dos películas se mueven siguiendo a sus protagonistas, que buscan un ideal, pero el movimiento es también geográfico. Cuento de verano es la historia de Gaspard, músico y estudiante de matemáticas, y su relación con tres mujeres: una novia ausente con la que cree que se encontrará; Margot –encarnada por quien fuera Pauline catorce años antes, Amanda Langlet–, con quien trabará una amistad asimétrica; y una tercera, con la que tendrá una frugal relación. “El tiempo transcurre sin mucho que hacer, pero también porque Gaspard no quiere hacer demasiado, de vacaciones absolutas incluso de lo que se supone que debe ser un hombre casi adulto. Es un hombre vacante, libre de compromisos. Tal vez de ahí provenga su indecisión”, escribió Paula Arantzazu Ruiz a propósito de esta entrega de los “Cuentos de las cuatro estaciones”. Es la película más existencialista de las veraniegas: Gaspard cree que en el amor hay que fingir, que no se puede ser como se es. Sus equívocos amorosos, su confusión sobre la idea del amor, le impiden ver lo que para el espectador está claro: Cuento de verano es una de las películas menos complacientes y más tristes.
Éric Rohmer dijo en una entrevista que sus filmes estaban hechos contando absolutamente con la meteorología. “Mi necesidad de hacer cine nace de una necesidad de filmar los fenómenos naturales, […] el amor profundo por la naturaleza y el deseo de representarla”, afirmó en esa entrevista. Y el verano, suspendidas las obligaciones del año corriente, parece la estación propicia para los devaneos amorosos, pero también para los descubrimientos sobre sí mismos y el aprendizaje de los protagonistas de estas historias, que salen de sus veranos como si llegaran al año nuevo y a una vida nueva. Rohmer, también en sus películas veraniegas, nos enseña a descubrir la belleza en todo lo que nos rodea. Rohmer, el cineasta del tiempo y las conversaciones, consigue en ellas captar la vida, como si nada. ~
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).