En nuestro país la televisión es, por ley, un servicio público concesionado con tres posibles usos: comercial, público o social. Sin importar la modalidad, toda televisora está obligada a brindar “los beneficios de la cultura a toda la población” (como estipula el artículo 6º de la Constitución). No obstante, es una función social que raramente exigimos de los canales comerciales y que indudablemente esperamos de la televisión gestionada por el Estado o por las universidades públicas.
De acuerdo con datos del Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), hoy día existen dieciocho sistemas de televisión operados por gobiernos estatales y siete televisoras operadas por instituciones públicas de educación superior; podrán parecer muchos canales, pero es una red insuficiente para llevar el servicio a toda la población. Ejemplifiquemos: en Baja California operan once concesionarios comerciales, entre estos las tres cadenas nacionales: Televisa, Televisión Azteca y Cadena Tres, pero la única concesión de uso público es la de Canal Once en Tijuana. Un caso similar es Chihuahua, estado en el que operan trece concesionarios comerciales y la única señal pública es la de Canal Once que se mira en tres plazas: las ciudades de Chihuahua, Delicias y Cuauhtémoc. En situaciones similares se encuentran Sinaloa, Yucatán, Durango y Nayarit. Quizás el caso más desequilibrado lo encontramos en Tamaulipas, entidad donde operan doce concesionarios comerciales y la única concesión pública es la procedente del Sistema Público de Radiodifusión del Estado Mexicano (SPR), que se recibe solo en Tampico.
Estamos muy lejos de garantizar a los más de ciento veintisiete millones de mexicanos el acceso a cuando menos una señal de televisión pública, también estamos muy lejos de contar con una televisora pública nacional. El SPR es lo más cercano pero, de acuerdo con información de su página web, el sistema cubre solo el 49.72% de los televidentes a través de veintiséis estaciones ubicadas en veintidós estados de la república. El acceso universal no es una realidad, aunque, gracias a las bondades de la televisión digital terrestre y a la multiprogramación, televisoras como Canal Once, tv unam, Canal 22, Canal del Congreso y Televisión Educativa, utilizando la infraestructura del SPR, pueden ser vistas en plazas donde el sistema tiene cobertura.
Otra de las falencias es la falta de recursos. La televisión pública en nuestro país depende en su mayor parte del presupuesto asignado por el Congreso, ya sea el federal o los estatales. Los montos son discrecionales y dependen de la “buena voluntad” de los gobiernos en turno. No puede autogenerar recursos a través de la venta de espacios para publicidad (a excepción de Canal 22 que tiene una concesión de tipo comercial) porque la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión se lo prohíbe. Lo anterior dificulta seriamente su viabilidad e independencia.
Además, los exiguos montos comprometen la calidad de las producciones y el acceso a tecnología de punta y modernización permanente. Veamos. Canal Once ejerce presupuestos anuales en torno a los quinientos millones de pesos, Canal 22 y el SPR en torno a los doscientos. Lo anterior contrasta dramáticamente con el gasto en publicidad gubernamental. De acuerdo con la organización civil Fundar, tan solo el ejecutivo federal gasta un millón de pesos cada hora en publicitar sus acciones de gobierno. Con ese ritmo, en seis años, Enrique Peña Nieto habrá gastado cerca de cincuenta mil millones de pesos y, lo más grave, concentrado en apenas un puñado de medios de comunicación. Fundar calcula que la cuarta parte del gasto se destina al duopolio televisivo. Así, mientras Televisa y tv Azteca reciben miles de millones de pesos del gobierno federal, hay medios públicos estatales que operan con menos de veinte millones de pesos anuales.
Lo anterior produce un panorama poco promisorio: canales de televisión que no tienen audiencias por su oficialismo y falta de producciones propias de calidad (entre otras posibles razones) y que, por lo mismo, difícilmente son defendidos por la ciudadanía. Eso también hace complicado estimar con justicia su valor potencial. La BBC ejerce un presupuesto cercano a los seis mil millones de euros que procede de los bolsillos de los ciudadanos que aprecian sus contenidos y pagan por poder acceder a estos. En contraste, en México, el canal público más visto es el Once, cuya audiencia representa apenas el 10% en las grandes ciudades. Según un informe del IFT de 2016, esto representa una sexta parte de los espectadores que sintonizan el canal Las Estrellas.
La reforma constitucional de 2013 puso los puntos sobre las íes para poder transformar los medios de gestión estatal en verdaderos medios públicos. Para obtener la concesión de uso público, la ley los obligó a demostrar mecanismos para asegurar la independencia editorial, autonomía de gestión financiera, garantías de participación ciudadana, reglas claras para la transparencia y rendición de cuentas, defensa de sus contenidos, opciones de financiamiento, pleno acceso a tecnologías y reglas para la expresión de diversidades ideológicas, étnicas y culturales. Por desgracia, como se puede leer en votos particulares de protesta de María Elena Estavillo y de Adriana Labardini, comisionada y excomisionada del IFT, se han otorgado concesiones de uso público sin que esos elementos hayan quedado demostrados. También se han dado casos en los que los medios han creado consejos ciudadanos integrados por servidores públicos que tienen algún conflicto de interés con sus directivos o que no tienen suficiente autonomía respecto a los gobiernos.
Necesitamos una televisión cultural que nos ayude a identificarnos pero también a entendernos como el país pluricultural que somos. Es importante fortalecerla no para salvaguardar contenidos acartonados o la transmisión de espectáculos de bellas artes. La televisión cultural tampoco debiera presentar versiones folclorizadas de los pueblos originarios o un cúmulo de programas y series extranjeras. Los medios públicos son, en primer lugar, un mecanismo del Estado para garantizarnos acceso a la información, espacios para la deliberación pública. Deben ser, por tanto, una alternativa a la programación comercial y, por supuesto, constituirse en el lugar donde veamos representadas nuestras prácticas culturales, prácticas pensadas –como diría Amparo Marroquín parafraseando a Martín-Barbero– “desde lo mestizo, lo impuro, lo fronterizo, lo borrado”. ~
es presidenta de la Asociación Mexicana de Defensorías de las Audiencias y profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.