La Biennale di Venezia es uno de los foros más importantes y visibles del arte contemporáneo del mundo. La edición de este año se titula Viva Arte Viva, en el propósito de celebrar el papel humanista del arte. Para la curadora francesa Christine Macel, se trata de “una exclamación, un grito apasionado por el arte y la posición del artista”. México cumple diez años de participar con un pabellón propio y, para esta ocasión, ha sido Carlos Amorales (Ciudad de México, 1970) el elegido para representar al país con la instalación La vida en los pliegues, cuyo nombre proviene de una novela de Henri Michaux. Amorales presenta una investigación sobre el lenguaje y los sistemas de comunicación no codificables como formas de representación y reinvención de la realidad. El recorrido comienza con un conjunto de poemas escritos con un abecedario encriptado y tridimensional. Los textos poéticos se disponen en mesas como hojas en blanco, llevando la obra de lo tipográfico a lo fonético: cada letra también es un instrumento de viento, una ocarina. Más de mil ocarinas crean una relación con las 92 partituras que se muestran en las paredes del pabellón, para confluir finalmente en el cortometraje La aldea maldita, cuyos personajes están hechos a partir de las mismas figuras abstractas del abecedario sonoro (un último desplazamiento que va de lo abstracto a lo figurativo, de lo figurativo a lo narrativo). El cortometraje inicia con una familia de migrantes que llega a un pueblo y concluye con su linchamiento.
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¿De dónde nació la idea de La vida en los pliegues?
Cuando me contactaron para hacer una propuesta para la bienal tenía dos posibilidades: hacer una declaración monumental o continuar con el trabajo que ya estaba realizando. Había estado desarrollando proyectos largos, así que pensé que era mejor seguir esa ruta. Esta bienal es sobre los artistas y llegué a la conclusión de que me interesaba menos llamar la atención con algo novedoso y gigante y más bien continuar con mi proyecto.
Han pasado catorce años desde que participaste como artista invitado del pabellón holandés, en 2003, y ahora como artista encargado del de México. ¿Qué ha cambiado?
Ha cambiado mi edad, la primera vez que expuse en la bienal tenía 32, ahora tengo 47 años. Yo cambié y mi trabajo cambió. El Pabellón de Holanda de 2003 era una muestra colectiva de cinco artistas, dos holandeses y tres de otros países. Fue un gesto de apertura y de multiculturalidad en un momento en que la globalización era muy importante. Un país como Holanda quería abrirse a otras culturas, países y artistas. Catorce años después vemos una situación distinta, casi inversa: hay nuevos nacionalismos, movimientos reaccionarios y gente que está en contra de la globalización, por distintas razones –buenas y malas–. Esa transformación me pareció reveladora. Me tocó un ciclo de apertura que hoy se está cerrando. La obra que presento en el Pabellón de México reflexiona sobre ese cambio.
En la instalación se presenta el cortometraje del linchamiento a unos migrantes.
Es un linchamiento que podría ser en cualquier parte del mundo en cualquier época histórica. Comisioné a una periodista la investigación de los linchamientos en México porque cuando volví de Holanda me di cuenta de que esos casos ocurrían continuamente en el país. El linchamiento estaba allí, era algo que sucedía, pero no solo en México. Cuando era estudiante en Estambul vi cómo lincharon a una prostituta rusa. En los últimos años, en México ha habido, además de linchamientos, ajusticiamientos, gente que mata ladrones, y también hemos vivido el fenómeno de los movimientos de autodefensa. Los linchamientos, ajusticiamientos, movimientos de autodefensa y los linchamientos mediáticos en internet –los troleos– evidencian el debilitamiento del Estado, porque el linchamiento es una forma de impartir justicia a los márgenes del gobierno. Muchos de estos casos, sin embargo, son equivocaciones y derivan de rumores. Hace un par de años acusaron a unos encuestadores de ser secuestradores y los lincharon. Es imposible negar que está ocurriendo algo en México y en el mundo. Este, aunque exagerado, es uno de los síntomas.
En Europa podríamos pensar en los refugiados.
Sí, y en México podemos pensar en los migrantes que parten rumbo a Estados Unidos, pero en Centroamérica verán a los migrantes que cruzan la frontera con México. Por eso me parecía importante abrir esa experiencia y no hacerla solo mexicana. Recordé El listón blanco, de Michael Haneke, situada antes de la Segunda Guerra Mundial. La película retrata el momento en que el nazismo se empieza a manifestar y revela hasta cierto punto cómo se está pudriendo la sociedad. ¿Qué ocurre en una sociedad que lleva a un sistema tan delirante como el nazi? A partir de esta pregunta empecé a plantear el argumento de la película. La historia del linchamiento es larga –podría ser eterna, sabemos que ocurre desde la Edad Media–, sin embargo es una metáfora adecuada sobre el momento que vivimos hoy. La película sigue a unos migrantes que llegan a un pueblo y, en vez de que las personas del pueblo los reciban, los linchan. En ese argumento sencillo se pueden ven dos cosas: la migración –relacionada con la globalización– y la gente que se opone y que protege su pueblo –vinculado al nacionalismo–. El cortometraje de la instalación es la puesta en escena de ese conflicto.
Esta obra representa a México en la bienal y un extranjero podría leer La vida en los pliegues de modo muy distinto a un mexicano. ¿Se expondrá en México?
A mí me gustaría. Todo es plegable y puede migrar. La trajimos de México a Venecia y del mismo modo la podemos reempacar y regresar, y también podría viajar a otros lugares. Me gustaría presentarla en sitios que tengan relación con la migración, como ciudades del norte de México, Ciudad Juárez o Tijuana; pero también del sur, en donde hay un tránsito migratorio por Chiapas. Sería interesante hacer una gira en México, sin pensar en el prestigio del museo. Me interesaría ver si la gente se reconoce en esa familia de migrantes que protagonizan la película.
Uno de los elementos más importantes de la instalación es el lenguaje. Se ha dicho que el germen de este alfabeto es Archivo líquido, una serie de pictogramas que has desarrollado por más de diez años.
Sí, de alguna manera. Destruí el Archivo líquido, lo colapsé y lo transformé en un ideograma. Fue entonces que surgió la idea de hacer alfabetos. El año pasado transformé el alfabeto en tipografía. Le propuse a la Casa del Lago sustituir sus tipografías por la mía durante el periodo de una exposición. Se usó para todo: la señalética, la comunicación interna y externa. Por quince días todo estaba encriptado. Lo que ocurrió fue peculiar: dejó de haber información, y a menos que comprendieras el alfabeto –lo dimos al público y apareció en el periódico– no era un proceso sencillo. Durante ese tiempo no sabías de quién eran las piezas ni de qué era la exposición, aunque la información estaba en el muro.
¿Cuál fue la reacción?
Comenzó a haber otro relato. Veías las obras, pero si no descifrabas el abecedario no sabías quién era el artista ni podías leer los textos curatoriales. Esto generó una pregunta que se puede extender al arte actual: ¿las obras se sostienen por sí mismas o necesitan que alguien las explique? Hay artistas que requieren de explicaciones y otros que creen que la obra misma puede comunicar.
¿Es una manera de reflexionar sobre la autocensura?
La censura puede ser sutil y puede volverse un lenguaje en sí mismo. La censura no pasa solo por el poderoso que silencia, sino también por maneras de ser. Encontré una manera de preservar un texto que fue censurado: codificándolo. Ese fue el primer ejercicio, y me pareció fascinante. En el momento en que el lenguaje se encripta, en el momento en que lo transformas en personajes, mitos y lugares, es cuando realmente empiezan a comunicar. Procuré crear un lenguaje para encerrar algo que podía ser censurado –que fue censurado–, pero también hacer que siguiera hablando. Es una alquimia: del texto a la imagen. Lo que se censuró al principio volvió a hablar. El problema de la censura es que podemos estar en contra y oponernos, pero no van a dejar de existir las distintas formas y presiones a los otros, que van desde el balazo al periodista hasta el mal gusto. El momento en que se deja de decir, por guardar las formas, es cuando hay un problema: allí ya no hay diálogo.
En La vida en los pliegues se reparten unos periódicos con ese abecedario encriptado.
Son cuatro artículos muy críticos sobre México. Uno es sobre linchamientos y se discute la decisión de asociarlos con los “usos y costumbres”, como se define jurídicamente un linchamiento. Asociar los linchamientos con los usos y costumbres, con las tradiciones del pueblo, apunta a un vacío de poder del Estado, es una señal de que el gobierno no es operante. Y eso es lo que está ocurriendo en México.
Con la aparición protagónica de las noticias falsas en el escenario político mundial se ha hablado de la ausencia de autoridad, política pero también intelectual. La vida en los pliegues, con su idioma encriptado, puede leerse como una reflexión sobre las noticias falsas.
Esta ausencia de autoridades genera, de alguna manera, una especie de anarquía. Aunque no al modo de Durruti, romántica, sino que podría dar pie a una anarquía asociada a la derecha y al capitalismo, asociada a considerar el mercado como un espacio único para mover el mundo. Esa tendencia a desdeñar a la autoridad ha debilitado a los Estados, aunque este fenómeno se ha extendido al conocimiento: al no valorar a los expertos o a la academia, el conocimiento se ha vuelto relativo y, al relativizarlo –que es lo que está sucediendo con las noticias–, se ha vuelto ficción, literatura. Aunque llegue a nosotros una noticia falsa absolutamente ridícula la asumimos como noticia. Las noticias falsas están escritas en un lenguaje que entendemos, a diferencia de los diarios que se reparten en La vida en los pliegues, que muestran historias codificadas. La propagación de noticias falsas, pienso, nos revela que vivimos un momento “aideológico”: la ideología se ha vuelto irrelevante.
Sin embargo, podría argumentarse que este es el tiempo de los extremismos ideológicos.
Está sucediendo algo similar a cuando las sociedades pasaron del paganismo al cristianismo o de lo análogo a lo digital. Los cambios generan una necesidad de aferrarte a lo que conoces. Hoy vemos una tendencia hacia el extremismo: uno es más de izquierda o más de derecha o, incluso, más religioso, como sucede con el radicalismo islámico. Como yo lo veo desde el arte es que estamos pasando a otro lenguaje.
Como artistas tenemos que trabajar con las contradicciones. En la instalación trabajé con figuras abstractas simples, que si las formalizas como escritura se vuelven elementos codificadores. Aparentemente todo eso es formal o conceptual, pero en el momento en que la figura abstracta se vuelve escritura y después se convierte en personajes –alguno podría dar miedo y otro podría dar pena–, como espectador podrías empezar a relacionarte emocionalmente y a identificarte con ellos. Me parece interesante cómo una misma forma básica puede generar reacciones diferentes y afectarte de distintas maneras. Si entras al pabellón te encuentras que las partituras son abstractas, no son políticas, porque lo abstracto no es político. Más adelante verás un video, que es figurativo –nos está contando una historia– y sí es político, pero si se observa con detenimiento se verá que está hecho de lo mismo. Me parece fascinante entender cómo significamos.
¿Cuál es el estado del arte hoy?
Ha habido una sobremediación. Se asumió que el arte era difícil, incomprensible, esotérico, elitista, solo para personas cultas y extrañas, y toda obra, por lo tanto, se tenía que traducir a los mortales. Los últimos años ha habido un aparato muy grande, institucional, que establece una mediación con el público, ya sea con la hoja de la sala o las personas que guían y explican, aunque hay muchos métodos. Nos hemos acostumbrado a que en toda exposición haya algo en medio para no confrontar directamente a la obra. Eso se ha vuelto un problema, porque nos ha vuelto dependientes. El arte nos puede afectar emocionalmente pero es distinto a una novela o a una película. Es quizá más parecido a la música, una sensación emocional abstracta. Allí es donde está el valor, no solo tiene que ser emocional, puede ser ver algo o entender algo, y de allí tener una idea. Te puede hacer entender el proceso estético del artista, pero al haber siempre mediación se le ha quitado margen al arte para explicar el mundo por sí mismo.
¿El público de arte se ha hecho perezoso?
Quizás, pero también ocurre otra cosa: ha habido una intención de viralizar el arte: “ven y hazte un selfi” en una exposición, y desfilan por internet selfis y las obras se convierten en trending topic. Esto me hace pensar si realmente hubo personas que vieron y reflexionaron sobre la obra. Lo que me gusta del arte es que nos hace cuestionarnos. El arte ha crecido en cantidad, pero cualitativamente permanece igual. A veces me consuelo con esa idea.
Después de la bienal, ¿qué proyectos tienes en mente?
Me gustaría hacer música. Hice música el año pasado con uno de mis asistentes y nos hemos divertido muchísimo. Pero también me gustaría descansar. Descansar de tener que producir. Lo más difícil de ser artista es narrar, contar una historia, porque te han entrenado desde el principio a no narrar. El arte intenta no ser narrativo, por lo menos cuando era estudiante me decían: “esto es ilustrativo, es muy narrativo o ingenuo”. Con La aldea maldita me permití contar una historia y me gustó esa posibilidad. Narrar también es hablar, es decir algo desde el punto de vista propio. Después de todos estos años encontré un espacio narrativo y quiero seguir. Me gustaría escribir. El cine es lo que más me gusta. Se habla de que trabajo en distintas plataformas, pero todas mis inquietudes se pueden apreciar en la película. Aunque yo no la dibujé, sí la escribí y tienes que transmitirle la idea al camarógrafo, debes atender al performance y a la música. Dirigir es eso: colaborar con gente y administrar los talentos de otros. Suena a que quiero ser como Iñárritu y acabar en Hollywood, pero esa no es mi intención. Me gusta hacer películas desde otra forma. Quiero narrar, hacer cómics, escribir. Hace un par de años fui a Chile a hacer una película sobre la poesía de ese país. Fue revelador ver la fuerza de los poetas, cómo con tan pocos recursos –la palabra y la voz– se puede generar algo tan grande. Nicanor Parra lee sus poemas, que podrían parecer chistes y absurdeces, pero la gente se lo lleva a su casa y de pronto se vuelve parte del lenguaje chileno. El mejor tipo de arte es ese, el que no se queda en algo contenido sino que se vuelve parte de la cultura. ~
(Caracas, 1983) es periodista cultural y especialista en marketing de contenidos digitales radicada en Barcelona. Es fundadora de la página web Culturetas.es