La ciudad de los poemas. Muestrario poético de la Ciudad de México moderna, publicado por Ediciones del Lirio y el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes,es una vasta compilación de poemas sobre la Ciudad de México, desde sus calles, sus ventanas, sus parques, pero también desde la intimidad de quienes han habitado en ella y quienes la han amado y odiado. En más de mil páginas, con poemas escritos entre 1881 y 2021, Claudia Kerik no solo ha rescatado poemas y poetas: nos ha restituido la ciudad que se convierte, por obra de la poesía, en un espacio simbólico que reúne a todas las ciudades del mundo, porque una ciudad es una forma de andar y sus poemas nos hablan y nos dicen a todos en cualquier parte.
Malva Flores (MF): Me gustaría comenzar esta entrevista preguntándote algo que me pareció muy significativo y que, de algún modo, marca el derrotero de mis preguntas. En la última página de La ciudad de los poemas aparece una fotografía tuya con tus padres y está fechada ca. 1971. El pie de la foto anuncia “Primeros pasos en la ciudad” y nos hace ver que en esa fecha, siendo apenas una adolescente, habías llegado de tu natal Argentina a nuestro país. Has comentado en otras entrevistas que fuiste tú quien eligió venir a México y convenciste a tu padre de hacerlo.
¿De qué modo la inclusión de esa fotografía en un libro cuya preparación te llevó casi 35 años es, también, un guiño a la autobiografía?
Claudia Kerik (CK): Lo es. Aunque no podía saberlo desde un comienzo. Empezó siendo solamente un tema que me apasionaba investigar, pero con el paso del tiempo y la imposibilidad de desviar la atención de él me fui percatando de que había algo más en juego que la propia compilación y la pertinaz reflexión que me suscitó, y curiosamente no descubriría su sentido si me detenía, debía continuar y llegar hasta el final (algún final, cualquier final) para entonces poder recoger la cosecha interior de haber articulado una mirada en el tiempo sobre esta ciudad desde la poesía, y poder así reconocerme en mi propio transcurrir. Ahora sé que este trabajo nació de una herida: la de haber sido traída hasta aquí por las circunstancias, en un momento en que no podía elegir mi camino. La historia de mis padres –que también, ellos o sus padres, venían de ciudades que se vieron forzados a abandonar, por otras razones– asimismo forma parte de esa fractura original. Podría decirte entonces que encontré, en el acto de compilar poemas sobre una ciudad a través del tiempo, una manera de restaurar un pasado más personal que parece irreal porque está hecho de palabras, pero que es más mío. Y pese al trabajo intelectual invertido en ella, la antología no fue una suma lineal de poemas, sino que implicó un proceso creativo de expresión de mí misma.
MF: Muchos grandes escritores hispanoamericanos han dicho que nuestra literatura se puede definir por el desarraigo. Quizá, pienso yo, por un doble movimiento. El desarraigo y, su contrario, el arraigo. Para quienes hemos perdido nuestra ciudad natal –en este caso la Ciudad de México–, tu libro nos ofrece la oportunidad de traer la memoria de regreso. Hacer a la ciudad presencia, no solo por los poemas, también por las fotografías y los dibujos.
Paz decía que la poesía era la memoria de los pueblos. ¿Cómo concebiste, en relación con la memoria, los distintos apartados? ¿Piensas que el desarraigo y el arraigo, ese doble movimiento, son formas de asir a la ciudad para no perderla? ¿Cuál es el mecanismo por el cual la poesía nos permite ver “lo antiguo como nuevo”?
CK: Paz colocó en el origen de la poesía moderna hispanoamericana el desarraigo que llevó a Rubén Darío a voltear hacia París, y el retorno a lo propio como un acto de autodescubrimiento tras una eventual distancia. Pero no me parece que el poeta mexicano parta necesariamente de un desarraigo similar como condición para descubrir a su ciudad. En todo caso, es el enorme peso del pasado en la visión del presente, que muchos poetas tienen de la capital, lo que resulta singular de la poesía en torno a la Ciudad de México.
El lenguaje es un depósito de tiempo. Las palabras cambian, caen en desuso, se desgastan, hasta las groserías y los piropos se renuevan. El poeta trabaja con palabras que tienen que ver con su propio momento. Un poema nos puede traer de regreso un pasado con solo insertar una expresión que desconocemos. Leer los poemas que nos suenan anticuados, superando la barrera de ese tiempo que no es el nuestro, puede traernos de vuelta el momento que el poeta intentó capturar, pero hay que estar tan dispuestos como disponibles. Hace falta hacer un espacio para ello. Mi compilación buscó levantar el telón para que aparezca toda una época tal cual la vieron los que la vivieron, sin filtros. Esa fue mi función. Buscar que el contenido de un poema despliegue un momento que pudiera entrar en un orden temporal, que en el devenir de la lectura fuera más fácil de captar. La propia tarea de establecer una línea de tiempo, de la cual la poesía nos pudiera dar cuenta, puso en marcha el mecanismo de hacer que una época resucite a los ojos del lector. Walter Benjamin ilustra este procedimiento haciendo un paralelismo con la moda, donde la dialéctica del despertar es frecuente, pues un detalle antiguo es insertado y reciclado en un diseño, volviéndolo novedoso.
MF: Estableces en el prólogo que tu propósito fue renunciar a la idea de un canon oficial de la poesía mexicana sobre la Ciudad de México. Al leer este trabajo monumental no encontramos, entonces, una antología, sino un mapa y un rescate de aquellas voces que habíamos olvidado o nunca conocimos. Sabemos la importancia que en tu vida ha tenido Walter Benjamin, un flâneur si se le ve desde cierta óptica, pero también un marginal, proscrito por las universidades mientras vivió y hoy, irónicamente, el autor que más ha sido citado por la academia. La de Benjamin, dijo Adorno, fue una mirada de medusa, como bien recuerdas en un lejano artículo de 1992 –“Recordando a Walter Benjamin (1892-1940)”– donde llamabas la atención sobre esa mirada “del que colecciona miniaturas”. Una mirada fotográfica que le permitió tener una “visión inconmensurable”.
¿Cuánto de esa mirada de medusa te llevó a establecer la colección de esas miniaturas conocidas también como poemas? Más allá de Benjamin, y de la idea de que “al flâneur le será concedida la verdad de la ciudad”, ¿cómo camina por la ciudad letrada el coleccionista y cómo se puede ser coleccionista si no se hace una antología sino un repertorio?
CK: Indudablemente me sobreidentifiqué –como diría un psicoanalista– con la óptica de Walter Benjamin como si fuera la mía. Ciertamente por mi condición de judía, es decir, apátrida en esencia, en busca de un camino alternativo de pertenencia. Y dado que, parafraseando a George Steiner, nuestra tierra natal es el texto, qué mejor para establecer un suelo posible que el trabajo con las palabras. Pero, respecto a Benjamin, no soy más que una heredera de su legado que, como a muchos, nos ha enseñado a apreciar la relación entre la poesía y la ciudad moderna con otros ojos, como una experiencia onírica. Me dejé guiar por él confiando en poder trazar mi propio camino, pues la Ciudad de México y la poesía mexicana (cada una) me exigían una atención cada vez más diferenciada, un esfuerzo por registrar su singularidad histórica o la nota distintiva de lo que iba recogiendo en el trayecto. La colección de poemas es, por tanto, la de esos mundos en miniatura que fue esta excepcional metrópoli para los que la habitaron y describieron, expuestos en un “muestrario”, porque son solo eso, muestras de una mirada, a través de la mía, que a su vez también es fragmentaria aunque el anhelo sea siempre de abarcarlo todo.
MF: Es muy evidente tu intención de darle voz a la poesía “no oficial”, a los marginales, a las minorías e incluso a escritores que –perteneciendo a la “cultura oficial”– no han sido considerados como poetas. De ello resulta este trabajo de larguísima extensión. Es conocida tu relación personal con autores no canónicos, aunque hoy habrá quienes los consideren ya canónicos, y me refiero a los infrarrealistas. La circunstancia y el devenir de los infrarrealistas, por ejemplo, harían suponer un raro mecanismo literario: quienes fueron marginales dejaron de serlo justamente por serlo. El artículo del que te hablaba atrás apareció en la revista Vuelta, donde asimismo publicaste varias traducciones de un importante poeta que te es muy querido: Yehuda Amijái, a quien hemos leído también en Letras Libres, gracias a tus versiones.
¿Cómo concilias estas dos posibilidades: publicar en las revistas consideradas “hegemónicas” y dedicar más de la mitad de tu vida a buscar a quienes se dicen, o realmente están, “al margen”?
CK: Puede ser que mi caso sea paradójico. Formé parte de los infras, un grupo que encontró en la marginalidad una forma de libertad para expresarse desde la poesía. Pero también entre ellos fui alguien que no se integró del todo, que se mantuvo afuera. Y, tras la dispersión del grupo, años después (a mi regreso de Israel), comencé a publicar mis traducciones de Yehuda Amijái en Vuelta, una revista representativa de la cultura oficial. Sin embargo, no por ello me sentí miembro de Vuelta ni de ningún otro grupo hegemónico. Tampoco, en realidad, de aquel del que formé parte, más que por la huella indeleble de un pasado que me ha marcado en mi toma de posición respecto a cualquier canon impostado. Es decir que siempre me he identificado más con la vivencia del que elige quedarse fuera, incluso de los márgenes. Quizás es una actitud defensiva.
Ahora, en cuanto a mi selección, tuve que mirar a ambos lados con la misma dedicación, a los poetas oficiales y a los que nunca fueron atendidos o han sido olvidados. Tal vez convenga aclarar que paulatinamente fue perdiendo primacía la figura del poeta para cederle lugar al “poema de la ciudad” como una realidad textual que constata algo de la misma urbe. Lo que me fue cautivando fue la intención de darle voz a la ciudad con la poesía y no de darle fama a tal o cual poeta. Obviamente sería ingenuo pensar que no tuve que enfrentarme a la figura del poeta en sí, pero traté de que no fuera decisivo solamente un nombre para que ingresara en este repertorio. Me gustaba más pensar en este trabajo como un conjunto de voces, un coro en el que no distingues a uno de otro, pero que juntos consiguen algo único.
MF: En la lista de antologías que sobre la Ciudad de México recoges, la más antigua es de 1972 –dos años después de tu llegada a nuestro país– y la más reciente de 2008. Al leer tu Muestrario no pude dejar de pensar en dos trabajos de Gabriel Zaid: el Ómnibus de poesía mexicana y la Asamblea de poetas jóvenes de México. Las primeras palabras de Zaid en el Ómnibus parecen describir, también, tu propósito. “Una antología de lector: un buen tomo de versos, donde leer y releer con gusto, con emoción o con asombro, palabras memorables, imágenes que hieren para siempre los ojos, músicas del oído, la articulación, el espacio, la sintaxis, felicidades de expresión que liberan porque son libres.”
Entre el Ómnibus y la Asamblea ¿dónde ubicas tu trabajo? ¿La poesía que recoges, constituye formas de la libertad? ¿Qué cambios, relacionados estrictamente con la forma poética, encontraste en este largo paseo?
CK: Por afinidad, me siento más cerca del primero que del segundo, pues el título que Gabriel Zaid le dio en su momento a su propia compilación ya entonces fue un reflejo del alcance que la ciudad estaba teniendo en materia de poesía, es decir, del ingreso de lo urbano en el terreno del poema. Aunque su libro no aspirara a revelar esa temática, el llamarlo “ómnibus” puso en evidencia el impacto que la realidad citadina estaría teniendo en el poeta.
En mi afán por recuperar voces que no habían sido o no estaban siendo integradas, me pareció que las fronteras entre lo popular y lo culto, lo épico y lo lírico, eran ya inoperantes para nuestro tiempo. ¿Cuánto de lo mejor que consumimos en materia de arte no es acaso fruto de un hibridismo cultural que nace en focos urbanos donde no rigen esos parámetros? Provengo de una familia de clase media que hablaba ídish, una lengua sin ínfulas, nacida para crear puentes comunitarios. Lo aristocrático me resulta algo ajeno. Por eso me incomodé al leer lo que Xavier Villaurrutia llegó a afirmar con orgullo sobre la poesía mexicana, “que no es popular, no se inspira en el pueblo, deja que el pueblo tenga su propia poesía […] este apartamiento, esta soledad es un rango aristocrático de selección”. Estas reflexiones, en su momento, me resultaron perturbadoras. Me pareció que sus ideas eran ciertas, pero no respecto a la poesía mexicana, sino a cómo se la leía o clasificaba, y que constituían un prejuicio que convenía desarraigar. Esa es la razón por la que en mi trabajo reuní todos los estilos que fui encontrando, tanto si reproducían la voz de los pregoneros, como si recreaban algún metro con maestría para hablar de la capital. Lo usualmente considerado culto y lo popular se mezclaron a un grado tal, con la intención deliberada de desenmascarar justamente esas fronteras artificiales que no son reales a la hora de reconstruir un momento de un lugar, o que no considero que debieran continuar vigentes, y que desde la selección debían disolverse para que el mensaje fuera efectivo. Eso, que parece fácil, me tomó muchos años materializarlo. Estudié cuidadosamente cada caso para poder crear en el lector el efecto de una mirada renovada sobre un mismo material. Ojalá que quien esté dispuesto a asomarse a La ciudad de los poemas pueda descubrir tanto a la ciudad como a la poesía. ~
(Ciudad de México, 1961) es poeta, ensayista y editora de poesía en Letras Libres. Este año su libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020) recibió los premios Mazatlán de Literatura y Xavier Villaurrutia.