En los últimos veinte años ningún escritor estadounidense se ha divertido tanto con temas tan controvertidos como Colson Whitehead. Si Ishmael Reed y Thomas Pynchon se juntaran para hacer un grupo de teatro del absurdo lo podrían llamar “Colson Whitehead”.
Whitehead dijo alguna vez que le gustaba ser crítico de televisión freelance porque podía trabajar cuatro horas a la semana. En las otras 164 horas empezó a escribir su primer libro, The intuitionist (1999), una parodia de las novelas de detectives en la que Lila Mae, una inspectora de elevadores, se tropieza por casualidad con una intriga. La novela es una evocación brillante de la idea de la “elevación de la raza” en una ciudad que se parece mucho a Nueva York, pero que es levemente distinta.
Whitehead es el poeta de rostro amargo de Nueva York. En sus manos un túnel de Midtown es “como una garganta” y la ciudad, un lugar con “un perfil que parece una dentadura quebrada”. En El coloso de Nueva York (Literatura Random House, 2005) rinde un tributo a la ciudad y toda su estrambótica vastedad sensorial, desde los camiones de basura hasta los antros que permanecen abiertos hasta la madrugada. Destruyó la ciudad en Zone one, su novela de zombis sobre personas a las que les gustan los cerebros y el despoblamiento de la ciudad a causa de la gentrificación y el colapso económico. “La ciudad de Nueva York en vida era muy similar a la ciudad de Nueva York muerta. Aún era difícil conseguir un taxi, por ejemplo.”
Hizo un elogio de la cultura pop y un retrato de la comunidad de vacacionistas en Sag Harbor, su Bildungsroman sobre un adolescente que pasó tres meses en Long Island: “Los ‘recuerdo-cuando’ se mueven con pesadez con sus rancios catálogos de lo pasado, arrastrando las intravenosas de nostalgia destilada sobre llantitas chirriantes.”
Es un escéptico, un enemigo de los embaucadores, un bromista que desafía a las vacas sagradas. Cuando John Updike lo llamó un “joven escritor negro que vale la pena seguir” en el New Yorker, Whitehead respondió: “Me entero de que John Updike es un viejo escritor blanco que viene al alza.”
Además del constante centelleo de sus comentarios mordaces, en la obra de Whitehead también hay investigación y una reflexión profunda sobre los conceptos de raza y justicia racial. Comenzó con The intuitionist y continuó con John Henry days, un ambicioso ensamble polifónico de historias y anécdotas sobre el desvelamiento en un pequeño pueblo de West Virginia de una estatua de John Henry, un héroe folclórico afroamericano que había trabajado en la construcción de las vías del tren.
Le siguió Apex hides the hurt, que aparentemente trata de la industria de las curitas pero que en realidad es un libro sobre códigos raciales. “De color, negro, afroamericano, africano americano… Cada cierto número de años se le ocurre a alguien algo que nos acerca un poco más a la verdad. Poco a poco avanzamos. Como si eso a lo que creemos acercarnos existiera en realidad.”
Este año se acercó un poco más a la verdad con su magnífica sexta novela, El ferrocarril subterráneo, que aparecerá en español en Literatura Random House en septiembre. Es un relato a partir de la red clandestina que seguían los esclavos afroamericanos en el siglo XIX del sur al norte, donde alcanzaban la libertad, y lo que sucedió o pudo haber sucedido en la vida de Cora, una adolescente que escapa de una plantación en Georgia.
Ganador de una beca MacArthur, Whitehead ha sido reconocido con numerosos premios y ha sido finalista del National Book Critics Circle Award, del pen/Faulkner, del pen/Hemingway y, este año, con El ferrocarril subterráneo ganó dos de los premios más importantes en Estados Unidos: el National Book Award y el Premio Pulitzer.
…
Has dicho que la idea de escribir El ferrocarril subterráneo estuvo germinando durante mucho tiempo.
Cuando estaba por terminar John Henry days, en 2000, me encontré con una referencia al “ferrocarril subterráneo”. Cuando cursaba cuarto de primara oí por primera vez hablar del tema. Las palabras son tan evocativas que imaginaba literalmente un tren bajo la tierra que los esclavos tomaban. Después la maestra se tomó el tiempo de explicarme cómo funcionaba en realidad. Parecería a simple vista que el “ferrocarril subterráneo” es una premisa interesante para una novela, pero no hay mucho material narrativo ahí, así que añadí el elemento que la complicaba: el protagonista –al principio, el personaje principal era hombre– pasaba por distintos estados, recorría Carolina del Sur, Carolina del Norte… Cada estado por el que pasaba representaba una posibilidad distinta de la historia de Estados Unidos, una alternativa o un modo diferente de lo que como país pudimos haber sido. Me parecía una idea atractiva, pero sabía que si la intentaba escribir en ese momento habría fallado: como escritor no era lo suficientemente maduro para el tema. De pronto tengo este tipo de ideas, y pienso: “esa trama es muy buena, ojalá fuera mejor escritor para escribirla”. Entonces intenté convertirme en un mejor escritor para hacerle justicia a la idea. Cada vez que terminaba un libro volvía a mis notas sobre el ferrocarril subterráneo y me preguntaba si ahora sí estaba listo. La respuesta siempre era no, así que escribía otro libro. Seguí así hasta 2015. Le había vendido la idea de otro libro a mi editor, pero El ferrocarril subterráneo me estaba ya comiendo la cabeza. Había pospuesto durante tantos años escribir este libro que cuando pensé en escribirlo me resultaba escalofriante. Eso que te atemoriza hasta el punto de perder el control de los esfínteres es lo que debes escribir. Entonces me puse a investigar.
Lila Mae, la protagonista de The intuitionist, fue también inicialmente hombre. Dijiste que cambiaste el género porque te asustaba. ¿Por qué lo hiciste en El ferrocarril subterráneo?
Trato de no repetirme demasiado. Escribir un libro en primera persona puede significar que el siguiente tenga un narrador en tercera persona. The noble hustle, mi libro sobre póquer, tenía mucho humor, así que este libro no tiene chistes. El ferrocarril subterráneo tenía al principio tres narradores masculinos al hilo, así que quería cambiar algo. Uno de los primeros relatos de esclavos que leí cuando estaba en la universidad fue el de Harriet Jacobs, una mujer que escapó de una plantación y se ocultó en un ático por siete años antes de poder salir de Carolina del Norte. En su testimonio dice que el inicio de la pubertad es el peor momento para una esclava, porque te conviertes en una presa sexual para el dueño, los capataces y los otros esclavos. Tenías que producir hijos –que quedaras embarazada significaba que habría más manos para pizcar algodón, y más algodón significaba más dinero–. Los hijos de las esclavas se transformaban en máquinas de ganar dinero para sus dueños. Quería explorar los miedos particulares de una esclava. Con la historia de Harriet Jacobs como trasfondo pensé: ¿por qué no tener a una protagonista mujer?
Has desarrollado un estilo propio: intrincado, con gran inteligencia narrativa y bellísimas digresiones. El ferrocarril subterráneo es, sin embargo, distinto a tus otros libros. Puedo imaginar que te sometiste a una dieta de estilo. ¿Cómo llegaste al tono de este libro?
Mi libro anterior tenía una serie de chistes, y por lo mismo sabía desde el principio que este libro no iba a ser chistoso, y que tendría que deshacerme de la distancia satírica a la que he recurrido desde hace mucho tiempo. En mis otros libros había incluido digresiones –en Sag Harbor dedico tres páginas a las cenas congeladas–. En The noble hustle intenté dar con una voz que pudiera incluir comentarios ingeniosos y frases incompletas, una voz narrativa descontrolada. En cambio, quería que este libro fuera ordenado, que fuera simple y directo, cosa que no soy. En Apex hides the hurt hay una frase –concisa y directa– de la que estoy muy orgulloso, y esa es la inspiración de la voz para El ferrocarril subterráneo. Cuando escribo sobre la vida contemporánea intento capturar el espíritu hipercinético de los tiempos, y escribo frases más largas y complicadas. En este caso, cuando la historia se desarrolla en otro siglo, me parecía que requería un enfoque más directo. Es común que cuando escriba haga esquemas, tenga claro el final antes de comenzar y haga mucho de trabajo narrativo estructural previo a la escritura, pero la voz de mis libros con frecuencia llega tarde, más o menos por la página ochenta o cien, y luego tengo que regresar y ajustar todas las páginas anteriores. Pero con este libro la voz dominante apareció muy rápido. Escribí un prólogo de la abuela de Cora, Ajarry, y la voz que usé ahí funcionó y rápidamente se convirtió en la voz del libro, mucho antes de lo normal.
Muy pronto en la novela Cora está huyendo: escapa de la plantación y toma el ferrocarril subterráneo. Cada sección es una serie de pasados posibles de la historia de Estados Unidos, pero en el libro también se intercalan algunos afiches de “se busca” para esclavos en fuga. Uno de esos carteles es el de un amigo tuyo, el poeta Kevin Young. ¿Qué función cumplen estos afiches?
En el primer libro de Kevin Young, Most way home, hay un poema que está escrito en la voz de un anuncio de un esclavo en fuga, y quizá esa fue la primera vez que leí uno. Aunque quería que El ferrocarril subterráneo estuviera escrito de manera muy lineal, hay dos elementos del libro que son un jiujitsu posmoderno. Un elemento posmoderno son las secciones biográficas que rompen las secciones de los estados: diferentes personas interactúan con la historia estadounidense en un modo que Cora no puede hacerlo. Vi este recurso por primera vez en la trilogía de Estados Unidos de John Dos Passos. En algún momento presentaba a Woodrow Wilson a través de una suerte de flujo de conciencia, que interrumpía la narración principal. El otro elemento que rompe la linealidad son estos anuncios de “se busca”.
La Universidad de Carolina del Norte ha digitalizado muchos de estos anuncios clasificados que datan de principios del siglo XIX. Como escritor de ficción me gusta ser una especie de ventrílocuo e intentaba encontrar las voces de las personas y copiar el modo en el que estas hablan. Pero el lenguaje de los anuncios reales era perfecto y pensé que lo mejor era simplemente reproducirlos. Hay algunos desplegados en los que se lee: “Bessie, 17 años. Mulata. Tiene una marca en la cara producto de una quemadura. Escapó sin razón. Tiene una expresión taciturna.” Son solo cinco frases, pero son tan evocativas que nos podríamos preguntar por qué tenía una expresión taciturna, por qué huyó y cómo se quemó la cara. A lo largo del libro aparecen cuatro de estos anuncios. Hay un quinto, que escribí para Cora –que, claro, escapó y está huyendo–. Me sentía mal por todas las cosas que le habían sucedido y quería escribir el anuncio de “se busca” para Cora. Es algo difícil de explicar, pero quería darle a ella un anuncio, no como escritor, sino como persona. Los anuncios de “se busca” adquirieron importancia en el ritmo del libro y para allanar el camino para el último afiche, el de la protagonista.
También operan en conjunto con el relato, porque uno de los arcos del libro es que los esclavos comienzan como propiedad y terminan siendo seres humanos. A diferencia de otros personajes tuyos, Cora es un objeto.
El esclavo es un objeto, no un ser humano. Al revisar los relatos orales de antiguos esclavos, uno se encuentra con las historias más atroces. La esclavitud es terrible. Surgen toda suerte de datos inquietantes y es inevitable sentirse perplejo ante el horror. Encontré el testimonio de una esclava que decía: “Cuando me vendieron a otra plantación por primera vez pude usar ropa.” Esta persona no había estado vestida hasta que cumplió seis años; caminaba como un animal, desnuda, y así es como la veían sus amos. En el libro dramaticé el pasaje de objeto a persona y para eso incluí personajes que la ponen a prueba, ya sean héroes o villanos. Los distintos estados por los que atraviesa Cora le ofrecen oportunidades, como aprender a leer. Ese es un momento muy importante en la mayoría de las historias de esclavos, cuando la persona aprende, en secreto, a leer, o cuando logra escapar y aprende el alfabeto. En ese momento se le abre un nuevo mundo. ¿Cómo se narra este amanecer? ¿De episodio en episodio? ¿Cómo invento modos distintos para llevar a esta persona no educada, que jamás ha visto un libro, a un sitio en que puede interpretar la historia y se vuelve protagonista de su vida? En parte es lo que pasa en Los viajes de Gulliver. No soy un gran admirador de Jonathan Swift, pero él estableció un modo literario conveniente de recorrer distintos lugares. Cada estado de Estados Unidos –algo así como cada sesenta páginas– es como si el libro reiniciara, y ofrece una nueva arena en la que Cora puede continuar su camino para convertirse en persona.
En John Henry days, The intuitionist y El ferrocarril subterráneo hablas de cómo la percepción de la raza está conectada ineludiblemente con el capitalismo. Los tres libros tienen elementos industriales. El “ferrocarril subterráneo” histórico, una ruta de casas seguras y atajos secretos, en tu novela es un pasaje subterráneo, con vías y un ferrocarril. “Habría que estar orgullosos de esa maravilla”, dice Cora cuando ve por primera vez el túnel subterráneo.
Todos están atrapados de distintos modos en la maquinaria, sin duda esa es una metáfora en John Henry days. También están las personas que escapan –como es el caso de los personajes en El ferrocarril subterráneo, como Cora–. Escapar es una traición al orden. Así es como lo ve Arnold Ridgeway, el personaje que persigue esclavos fugitivos: si permite que demasiadas personas huyan, su sociedad esclavista se destruye. Los esclavos se rebelan de distintos modos, ya sea escupiendo en la sopa de sus amos o huyendo. El libro trata del gesto heroico de escapar del sistema, un acto de gran valentía.
Escribiste el libro en menos de un año. ¿Cuál es tu proceso de escritura?
Hago un diagrama, tengo que tener claro el inicio y el final. La mitad puede estar difusa. De por sí ya es difícil encontrar las palabras adecuadas; si no sabes siquiera qué es lo que va a pasar, eso se vuelve doblemente complicado. Cada día me dedicaba a describir, por ejemplo, al padre de Ridgeway y el taller del herrero. Esa labor se traduce en dos páginas, lo que significa un buen día de trabajo. Cuando describí la llegada de Ridgeway a Nueva York ese fue otro paquete. Algunas veces solo consigues una página o dos. Pero tengo que tener una misión que cumplir.
Trato de escribir ocho páginas a la semana. En este momento me parece un buen ritmo. Tengo hijos que hay que recoger de la escuela, así que de vez en cuando tengo un día poco productivo. Si tengo que ir al médico a la una, por ejemplo, pienso, “para qué empezar siquiera”. Soy una diva. Toma mucho tiempo escribir una novela y si vas acumulando textos se suman. Mido mi vida en función de cuánto tiempo falta para que acabe esta cosa horrible que tengo que hacer. Y la novela es una de ellas. Ocho páginas más cerca del punto final. Algunas veces me levanto y no siento la novela, así que solo la reviso. Nunca he podido hacer un borrador completo, porque siempre voy revisando mientras avanzo. Escribo cinco páginas, me trabo y reviso las primeras dos páginas. Luego escribo las páginas seis y siete, y reviso la tres y la cuatro. Siempre voy atrás y adelante. Reviso en la computadora, en páginas impresas, incluso en una tableta. Es una buena manera de corregir: veo cosas distintas en la tableta que no veo en la pantalla de la computadora ni en el papel. Cuando termino acostumbro tomar un año y medio de descanso, paso ese tiempo enseñando, haciendo promoción del libro o dándole vueltas a las cosas.
Con este libro sucedió todo muy rápido. Comencé a escribirlo en enero de 2015, pero interrumpí la escritura cuatro meses para dar clases. Escribí todo lo demás de mayo a noviembre de ese año. Es lo más rápido que he escrito en mi vida. Di clases en la primavera y eso fue suficiente para no tener que trabajar en el otoño y terminar de escribir. Aunque ya no estoy en el Village Voice sigo con la mentalidad de freelancer: si escribo un artículo puedo escribir dos páginas de la novela. Ahora, si doy unas cuantas clases, puedo dedicarme tres meses a la escritura.
Eres fanático de las películas de horror y de las historietas. ¿Nunca pensaste en ser escritor de cómics?
A finales de los años setenta y principios de los ochenta leía todas las historietas de Marvel. Seguía los trabajos de Chris Claremont y Marv Wolfman, leía Spider-Man y X-Men. Sospecho que muchos escritores de mi generación, como Junot Díaz o Jonathan Lethem, querían escribir, dibujar o protagonizar cómics.
En casa teníamos siempre el último libro de Stephen King. Mi madre lo leía primero, luego mi hermana y al final yo. El primer gran libro que leí fue suyo: El umbral de la noche, un volumen enorme de cuentos. Durante muchos años quise escribir ficción de terror. Mi hermano y yo rentábamos hasta cinco películas vhs a la vez, películas como The driller killer, The last house on the left, Attack of the crab monsters. Nos dedicábamos a ver esas cintas terribles de horror y era muy entretenido inventar historias de monstruos.
Tu libro anterior, Zone one, es una novela sobre el apocalipsis zombi. En un pasaje se lee: “La esperanza, se dijo a sí mismo, es una droga de entrada. No lo hagas.” En un artículo publicado en el New York Times recuerdas que cuando eras niño un vecino se suicidó. Su cuerpo seguía en la calle cuando tu padre preguntó si su departamento estaría disponible. Imagino que tu familia no era una gran fuente de esperanza.
En el Día de Acción de Gracias y en Navidad cenábamos y luego toda la familia vio They came from within, de David Cronenberg. No, la familia no era una fuente de esperanza. No había visto esa película de Cronenberg en treinta años, pero cuando la vi de nuevo reparé en el hecho de que trata sobre una enfermedad venérea que convierte a la gente en zombi. Al final hay un edificio de departamentos en el que todos sus habitantes están deambulando, fatalmente infectados. Lo había olvidado, pero es casi una imagen de Zone one: millones de infectados, la ciudad entera está colapsada y quizá haya un sobreviviente.
En un momento de El ferrocarril subterráneo escribes: “Cora no sabía lo que significaba ser optimista. Preguntó a otras chicas esa noche si conocían la palabra. Ninguna de ellas la había escuchado antes. Decidió que significaba ‘esforzada’.” El “esfuerzo” en tus libros es muy similar a la idea de “lucha” de Ta-Nehisi Coates en Entre el mundo y yo. ¿Se puede trazar una línea de este concepto “esfuerzo/lucha” desde los inicios de Estados Unidos hasta el momento actual?
Hacia el final de la escritura de la novela leí el libro de Coates, aunque no tengo muy presente su definición de “lucha”. Quiero pensar que Zone one y El ferrocarril subterráneo están vinculadas porque las animan personas que, a pesar de que todo está en su contra –el apocalipsis o la inmensa maquinaria de la esclavitud–, creen que hay un lugar seguro y luchan para hacerlo realidad. En Estados Unidos estamos trabajando en eso todavía. Las energías racistas que describo en El ferrocarril subterráneo están presentes en nuestra vida actual si analizamos la retórica de los partidarios de Donald Trump: “construyamos un muro”, “saquemos a los mexicanos”, “que no entren musulmanes”, “encierren a la perra de Hillary”. La detención veleidosa, la revisión excesiva y la obligación permanente de llevar contigo tu identificación son todavía una parte muy presente de mi vida. No puedo saber cuándo una interacción con un policía va a salir mal. Da igual que seas el presidente de Estados Unidos, si eres afroamericano te van a exigir tus papeles. Donald Trump le pidió el acta de nacimiento a Barack Obama.
Cuando Obama ganó la presidencia en 2008 y se escribían editoriales sobre un periodo “posracial” en Estados Unidos publicaste un artículo con mucho humor: “Ayer por la mañana me desperté en un mundo nuevo. Estados Unidos eligió a un tipo negro como presidente.” Has escrito que con Trump estamos en un momento de “poshumor”. El humor ha sido una de tus herramientas narrativas más útiles.
Creo que fue bueno no hacer muchos chistes en mi novela más reciente. Como escritor es importante trabajar en diferentes registros. Sin duda las bromas pueden ser un elemento muy útil y un modo de distanciarte del mundo. Escribir un libro en el que no podía simplemente apoyarme en mis elementos de utilería y mis herramientas favoritas fue acertado. En este caso, a diferencia de otros libros, no me burlé de los sistemas que me parecen opresivos.
Hace más de diez años dijiste en una entrevista que la historia no te parecía confiable: “Hay una historia de los blancos y una historia de los negros.” Después de escribir este libro, ¿piensas lo mismo?
No he cambiado de opinión, pero añadiría algunos matices. Con suerte este libro le permitirá a personas diferentes pensar en la historia de modos distintos. Creo que la estructura del libro permite una conversación distinta sobre la historia. Para la sección de Carolina del Norte me inspiré, como decía, en Harriet Jacobs, una esclava afroamericana que se escondió de sus perseguidores en un ático. El acto de esconderse en un ático de un régimen opresivo se asocia a menudo a Ana Frank. ¿Cómo puedo abrir la conversación sobre la opresión de los negros en 1850 y del supremacismo blanco en Estados Unidos y al mismo tiempo hablar del supremacismo blanco en la Alemania nazi?
Aquí ya no estamos hablando solo de esclavitud, estamos hablando de todo tipo de demonización del Otro en épocas distintas. En el libro conviven personajes blancos malos con héroes blancos, villanos y héroes negros. Si eres blanco y tu familia vivió en Estados Unidos en tiempos de esclavitud, es difícil confrontar el hecho de que tu tatarabuelo violó, torturó y abusó de personas para dar de comer a su familia y hacer un patrimonio, que luego legó a sus hijos. Si eres un afroamericano de clase media, tercera generación de titulados universitarios, y sientes que ya “lo lograste” de acuerdo a todos los indicadores de éxito en la sociedad estadounidense, ¿cómo se experimenta la brutalidad por la que tus ancestros tuvieron que pasar? Gente sin nombre murió, quizás en Florida o en Georgia. Hay un agujero negro en nuestra historia. Como afroamericano es difícil no preguntarte si tú habrías tenido el valor de los esclavos que escaparon o si te habrías quedado en la plantación y te habrías rebelado de otras maneras, o habrías continuado en la opresión. Seas blanco o afroamericano la esclavitud es un hecho complicado de confrontar. Creo que este libro, por el modo en el que juego con la historia y pongo diferentes episodios en yuxtaposición, permite a muchas personas tener una apreciación distinta o un modo distinto de pensar acerca de nuestra historia compartida. ~
_____________
Traducción del inglés de Pablo Duarte.
Esta conversación se llevó a cabo durante el Vancouver Writer’s Festival, en octubre de 2016.
(Cleveland, 1974) es escritor y crítico literario. Compiló recientemente Tales of two cities, The best and worst of time in today's New York, que Penguin reeditará en septiembre de este año.