Galdós, una pasión viajera

Este año se cumplen cien años de la muerte de uno de los novelistas más importantes de la literatura española. Sus viajes por la península sirvieron de inspiración para su narrativa.
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El mayor gusto mío es viajar por España y ser huésped de las ciudades gloriosas revolviéndolas de punta a punta, y persiguiendo en ellas la intensa poesía histórica; recorrer después las villas y aldeas, los lugares desolados que fueron campo de sucesos memorables, ya verídicos, ya mentirosos; habitar entre la gente humilde, que es hoy reliquia preciosa de los pobladores de aquellas tierras y caseríos; ver de cerca los hombres y las piedras, y hablar con unos y otras, buscando en las fuentes que antes manaron en la vida hispánica los elementos de una nueva y esplendorosa corriente vital. (Benito Pérez Galdós, prólogo al libro de Emilio Bobadilla Viajando por España, Madrid, 1912, pp. v-vi). 1

Desde el año 1862 en el que el joven Benito Pérez Galdós embarcaba en Las Palmas para dirigirse a la península e instalarse en Madrid como estudiante universitario, los viajes del escritor canario ocuparán una parte importante de su existencia. Viajes que respondían a diversas motivaciones y, por supuesto, recorrían diversos espacios geográficos, especialmente los que lo conducían desde Madrid a Santander, que había conocido en 1871 y que sería su otra ciudad de residencia, al París artístico y brillante que le permitió adquirir textos literarios que desde mediados del siglo estaban transformando las que habían sido fórmulas establecidas en la creación artística y, por supuesto, a otras ciudades españolas como el simbólico Toledo, tan esencial en la historia de España y que personificará Ángel Guerra (1890).

En el tiempo de Galdós los viajes de larga distancia se efectuaban en el moderno medio de transporte que era el ferrocarril, cuyo recorrido permitía ver paisajes muy diferentes y gentes de muy variada figura. En una de las primeras novelas que escribió Galdós dos maduros personajes cántabros mantienen una conversación sobre los ferrocarriles:

Figúrese vd. qué trapisondas serán esas del ferrocarril. Yo que no me he visto nunca en esos lances me volvería loco cien veces. Vd., que ha ido de Santander a Torrelavega, sabrá lo que es eso.

¡Ah! No me quiero acordar –contestó el cura, dándose importancia–. Se le pone a uno la cabeza del revés, bulla, ¡qué jaleo! Tomar billetes, facturar el equipaje, buscar asiento, entra por aquí, sale por allí; uno que grita, otro que canta; y no digo nada cuando echa a andar… aquello es para perder el juicio (Rosalía, p. 92).

Impresiones francesas –parisinas, por modo fundamental– reciben algunos de los personajes de las narraciones galdosianas; Londres y otros lugares europeos aparecen también en algunos de sus trabajos (recuérdese que en el año 1868 había traducido The Pickwick papers) aunque, evidentemente, son los paisajes de España los que recogen intensamente la proyección de sus personajes tanto en los Episodios nacionales como en las Novelas contemporáneas. Los biógrafos galdosianos han subrayado la actividad viajera y los resultados que muchas de las experiencias por él vividas en estos desplazamientos tuvieron en su obra periodística y, claro está, en sus relatos (véanse las biografías de Carmen Bravo-Villasante, Pedro Ortiz-Armengol, Benito Madariaga de la Campa y la más reciente de Francisco Cánovas Sánchez).

El territorio español por el que se movió con mayor denuedo durante sus viajes en España es el que corresponde al cuadrante nordeste, que implicaba su recorrido desde Madrid, su ciudad de residencia, hasta Santander, la ciudad en la que pasaba largas temporadas desde su viaje del año 1871 en el que conoció al que sería su íntimo colega José María de Pereda. En sus viajes se desplazaba algunas veces sobre caballerías o instalado en carromatos, pero el medio que utilizaba habitualmente era el tren. Sus traslados ferroviarios desde Madrid a Santander suscitaban también su acercamiento a lugares castellanos, a los territorios cántabro y vascongado, a la geografía aragonesa; después de visitar la heroica Zaragoza llegaba hasta Cataluña y su capital Barcelona, donde la industria editorial de su tiempo asentaba uno de sus centros de máxima producción.

Una localidad que ocupa un punto estratégico en las derivaciones en el nordeste peninsular es la villa de Miranda de Ebro, en cuya estación de tren ocurren algunos hechos significativos de sus novelas, como ocurre en el arranque del conflicto vivido por los protagonistas de la citada Rosalía. Cantabria le deparaba la ciudad de Santander y algunos de sus pueblos y zonas de gran belleza paisajística que nuestro autor fue describiendo en las crónicas de viaje que tituló Cuarenta leguas por Cantabria (1879). Los viajes al Pirineo aragonés –Ansó especialmente– suscitaron, entre otras evocaciones, la pieza teatral Los condenados (1894), ciudades castellanas de escenografía arquitectónico-medieval –Toledo, Ávila…– aparecen también en páginas de las Memorias de un desmemoriado, y lugares europeos como las ciudades de Viaje a Italia (1888) o las más cercanas descritas en La excursión a Portugal (1885) se suman a la emoción literaria británica recogida en la serie La casa de Shakespeare (1889).

 

Castilla y Burgos

El recorrido ferroviario Madrid-Santander que tantas veces realizó don Benito implicaba la travesía de varias provincias y lugares castellanos que el escritor contemplaba desde la ventanilla del vehículo y que, en ocasiones, le invitaba a realizar un recorrido a pie, experiencias ambas que el escritor trasladó al comportamiento de algunos de sus personajes. Por ejemplo, en la parte del viaje en carro de Rosalía y Horacio desde Castro Urdiales a Madrid la pareja admira el amanecer campesino en un extenso discurso puesto en boca del narrador de la novela: “El día estaba magnífico. Un sol vivo y espléndido, sol descarado de Castilla, inundaba de luz toda la tierra, decorando con hermosos y resplandecientes tonos las recatadas rocas del aquel paisaje, mojado aún por la lluvia de los días anteriores.” (Rosalía, pp. 129-130).

Con todo, el narrador de esta y otras novelas no solía incluir el nombre de Castilla sin añadir alguna adjetivación negativa como “adusta Castilla”, “¡pobre Castilla!” y comentarios que adelantan la visión conmiserativa de la región que ofrecerán los noventayochistas. Esta visión galdosiana fue recibida, sin duda, por sus lectores fieles en proximidad con la que les ofrecían escritores muy fin de siglo, como hace notar el anónimo redactor de un “Lunes” de El Imparcial (28 de mayo de 1906), que en la sección “Actualidad Literaria” de este suplemento publica un suelto titulado “Galdós por tierras de Castilla” en el que se subraya con entusiasmo el espíritu viajero de nuestro incansable autor. Después de haber publicado La vuelta al mundo en la “Numancia”, “ha emprendido una excursión por tierra castellana, Simancas, Medina, Tordesillas, Madrigal, nombres de villas y ciudades que evocan largas y brillantes páginas de nuestra historia”.

Algunos paisajes y lugares le resultaban a Galdós especialmente emocionantes, sobre todo cuando superponía a las impresiones del viajero las valoraciones ideológicas de lo que había sido la historia heroica de la región –citando a héroes medievales como el Cid y Fernán González– o los componentes característicos del que estaba siendo el universo castellanista de los escritores de la llamada “generación del 98”. En el prólogo que escribió para el libro de José María Salaverría Vieja España (Impresión de Castilla) sintetiza estas estimaciones al afirmar ya en las primeras líneas del texto que las páginas que él había redactado solo eran

conversación o cambio de apreciaciones entre compañeros de oficio que se encuentran en las tierras castellanas, y de pueblo en pueblo, de ruina en ruina, de soledad en soledad, no se cansan de examinar el duro suelo de donde extrajo todo su jugo la energía hispánica. Nutrida esta de aquel terruño en un ambiente seco y extremoso, forjó los caracteres tenaces que paralelamente produjeron grandes hechos en este hemisferio y en el otro, y al compás de los hechos, el lenguaje viril que había de referirlos.

La enumeración que hace Galdós de distintas localidades castellanas se solapa con el recuerdo de sus experiencias como viajero –“algo he recorrido por esta meseta histórica, en carricoches o en tercera de trenes mixtos, aunque no tanto como quisiera”– haciendo patente su complicidad con Salaverría y “otros jóvenes escritores y poetas que gustan de husmear en las ciudades viejas, para que desentrañen la existencia ideal y positiva del pueblo castellano”.

La visión narrativa más completa y sintética de la Castilla simbólica la ofreció Galdós en una novela de sus años de plenitud –El caballero encantado de 1909– en la que su protagonista, el aristócrata Carlos de Tarsis, cruel explotador de sus campesinos, es transformado por la Madre (figura simbólica que representa a España) en el proletario Gil que ha de efectuar un peregrinaje por Castilla, a través de sus pequeños pueblos y lugares aureolados por la corona mítica de su heroicidad, como Numancia y Calatañazor, persiguiendo a su amante Cintia en búsqueda de la España profunda que para él personifica Castilla. Al amanecer de un día de su peregrinaje contempla el bello paisaje que le depara la vista del pueblecito de Micereces, “que es el cruce de la cañada real de Burgos con otros caminos pastoriles […] desde donde Gil veía extenderse hasta lo infinito la llanada de Castilla, inmenso blasón con cuarteles verdes franjeados de bordadura parda, cuarteles de oro con losanges de gules, que eran el rojo de las amapolas” (cap. vii), una brillante metáfora que funde un paisaje natural con la figuración heráldica de la tierra que está recorriendo.

La toponimia historicista que estos lugares sugiere era, por supuesto, exacta en las narraciones románticas –por ejemplo, El castellano de Cuéllar– y lo siguió siendo en los relatos históricos posteriores –caso de los Episodios nacionales–, pero en las narraciones realistas y naturalistas suele cambiarse por nombres inventados en los que el autor evita implicar datos identificadores que los lectores podían relacionar con las localidades en las que ellos estaban enraizados: casos de la Vetusta clariniana, la Marineda de Pardo Bazán o los pueblos próximos al lugar del nacimiento de Valera, cuyos narradores muy faulknerianamente se refieren a la cercanía de estos lugares respecto al “pueblo de Pepita Jiménez” en vez de citarlos por su nombre real. Madrid y Barcelona, a la zaga de las grandes capitales de las novelas europeas contemporáneas, sí se identifican en su nombre real y en el de las calles y barrios por donde transcurren los conflictos inventados en las novelas.

 

Topónimos imaginarios

Aunque Galdós comenzó dando el nombre real del lugar inicial de Rosalía, ya en las otras primeras novelas acudió al recurso del topónimo ficticio que eludía la relación que los lectores podían hacer entre lo que ocurría en ese lugar y su conocimiento del mismo. Orbajosa (con su explicación etimológica “urbs ajosa”) será el topónimo para la cruel acción de Doña Perfecta (1876), topónimo que revive en obra posterior como La Incógnita (1888-1889) y en el cuadro de Aureliano de Beruete, Ficóbriga se denomina el lugar de la acción de Gloria (1877), Villamojada sitúa el universo real de Marianela (1878). Todo ello en las novelas de su primera época para volver de nuevo en sus años de plenitud a la toponimia imaginaria que suponen Pedralba en Halma (1895) y Ursaria en La razón de la sinrazón (1905). Pero Madrid es la ciudad que se yergue como el escenario habitual para las tramas de la mayor parte de sus obras, por lo que en la interpretación social y urbana de la capital de España sus novelas son documentos imprescindibles. Algunos personajes pasan cortas estancias en Barcelona –por ejemplo, en Fortunata y Jacinta– y esta ciudad solo sirve de escenario al conflicto vivido en La loca de la casa (1892).

Burgos, como las otras capitales de provincia castellanas, siempre aparece nombrada por su propio topónimo bien cuando las referencias a hechos históricos obligan a ello, bien cuando los desplazamientos viajeros de los personajes implican una aproximación a la ciudad. Y aunque son abundantes las alusiones a Burgos, Galdós no escribió ninguna obra en la que la urbe cidiana funcione como escenario central de la
trama. En los
Episodios las alusiones de pasada son numerosas y se refieren a acontecimientos ocurridos en la ciudad y sus cercanías –la batalla de Gamonal, por ejemplo, mencionada en Napoleón en Chamartín (cap. XII)– o a personajes que atraviesan la ciudad en ferrocarril para pasar después por el impresionante desfiladero de Pancorbo en el camino hacia el País Vasco o la frontera con Francia. Por este lugar pasan personajes de Zumalacárregui (cap. XVI), Montes de Oca (cap. XIII), La de los tristes destinos (cap. VIII), España trágica (cap. XIX) y Amadeo I (cap. XIX).

Antes de llegar al desfiladero el ferrocarril atraviesa la capital burgalesa y suscita reacciones íntimas en algunos viajeros como le ocurre a Tito Liviano en Amadeo I (caps. XIX o XIX), personaje relacionado con pueblos de la provincia burgalesa pues 

en Oña, El Cubo y Medina de Pomar poseían mis padres algunas tierrucas y dos o tres casas de mala muerte con que disfrutaban de un pasar modesto, insuficiente para los hijos que aspirábamos a mejor vida […]. Más animado yo en cada estación, pues por estas contaba yo las etapas de mi aventura, rompí a cantar, cerca de Burgos, la cavatina de mi declaración, con la mala pata de que en los primeros compases despertó mi padre y estirándose y bostezando exclamó: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar”. Al terminar la frase, hizo la señal de la cruz sobre su boca y sacando el rosario se puso a rezar (cap. XIV).

La expresión religiosa del personaje es una formulación paralela a la impresión producida por la ciudad que adivinan los viajeros ferroviarios gracias a las torres de la catedral, un lugar que Galdós había visitado en varias ocasiones, tal como recuerda en el prólogo antes citado al libro de Salaverría, libro que dedicaba varios capítulos a la ciudad castellana, y lugar que Galdós libera de la nota épica que le habían adjudicado los escritores románticos:

Caput Castellae no es el resumen de la epopeya castellano-burgalesa, sino en muy corta medida […]. La Burgos de hoy es una ciudad agradable y bien administrada, que nos atrae con la seducción de su interesante catedral, portento de esbeltez graciosa […]. He visitado no pocas veces la catedral de Burgos, recorriendo y admirando los primores de arte que encierra en sus gallardas naves, en su capilla del Condestable, donde todo es de suprema elegancia, en su claustro y altares, y los sentimientos de inefable contento de la vida no me abandonan en ninguna parte de aquel mágico edificio. Y no me avergüenzo de decir que jamás, en mis frecuentes visitas, perdí el encanto inocente de ver funcionar el infantil artificio del Papamoscas (pp. VIII-X).

El Papamoscas es la figura que no escapa a la percepción de ningún visitante de la catedral y, por lo tanto, aparece acotada en varios momentos de la narrativa galdosiana. Durante el viaje de bodas en Fortunata y Jacinta esta última responde al comentario de Juanito –“ya te estás riendo”– con estas palabras: “que no me río, que estoy más seria que el Papamoscas”, y la figura será recordada en otros momentos de la novela.

En las Novelas contemporáneas la visión de Burgos es muy similar a la de los Episodios, insertada en el recorrido ferroviario que facilita el panorama de conjunto entrevisto desde las ventanillas. Así ocurre en Rosalía, cuyos personajes descienden desde Cantabria hasta Madrid contando con la confusión de trenes que sufre don Juan de Gibralfaro y que le obliga a comunicarse telegráficamente con la pareja de Rosalía y Horacio, detenidos en la estación de Pancorbo (ed. cit., pp. 120-122).

Ahora bien, la visión más intensa de Burgos y sus tierras implicada, además, en el estado de ánimo de los personajes aparece en momentos muy destacados de Fortunata y Jacinta (1886-1887), narración que pudo ser ideada por Galdós en el curso de su viaje veraniego de 1884 (Ortiz Armengol, 1995, p. 386 y sus apuntaciones de 1987 para esta novela).

Un momento capital de esta novela en su primera parte es el “Viaje de Novios” (título del cap. v) de Juanito Santa Cruz y Jacinta en mayo de 1871, viaje emprendido nada más terminar la ceremonia y la celebración gastronómica de la boda. El reciente matrimonio toma un tren que lo deja en Burgos, “adonde llegaron a las tres de la mañana, felices y locuaces, riéndose de todo, del frío y de la oscuridad. En el alma de Jacinta, no obstante, las alegrías no excluían un cierto miedo, que a veces era terror”. El recorrido por la ciudad es simultáneo al aprendizaje amatorio de la recién casada pues

al día siguiente, cuando fueron a la catedral, ya bastante tarde, sabía Jacinta una porción de expresiones cariñosas y de íntima confianza de amor que hasta entonces no había pronunciado nunca […]. En la misma catedral, cuando les quitaba la vista de encima el sacristán que les enseñaba alguna capilla o preciosidad reservada, los esposos aprovechaban aquel momento para darse besos a escape y a hurtadillas frente a la santidad de los altares consagrados o detrás de la estatua yacente de un sepulcro.

Las Huelgas y la Cartuja son otros monumentos visitados por los jóvenes que recorrían la ciudad –“iban por las alamedas de chopos que hay en Burgos, rectas e inacabables como senderos de pesadilla”– en paseos que abrían la curiosidad de Jacinta por la pungente historia amorosa vivida por su marido y que prefiguraba la temible confesión que Juanito le hará poco después en el curso del recorrido ferroviario que los sitúa en el desfiladero de Pancorbo:

Que me tienes que contar todito. Si no, no te dejo vivir. Esto fue dicho en el tren que corría y silbaba por las angosturas de Pancorbo. En el paisaje veía Juanito una imagen de su inocencia. La vía que lo traspasaba, descubriendo las sombrías revueltas, era la indagación inteligente de Jacinta. El muy tuno se reía, prometiendo, eso sí, contar luego; pero la verdad era que no contaba nada de sustancia […] Y a la salida del túnel, el enamorado esposo, después de estrujarla con un abrazo algo teatral y de haber mezclado el restallido de sus besos al mugir de la máquina humeante gritaba: ¿Qué puedo yo ocultar a esta mona golosa?

Sigue la confesión de su encuentro con la infeliz Fortunata y la llegada del matrimonio a Zaragoza, desde donde continuarán su viaje de novios hacia el este de la península –Barcelona, Valencia– para regresar a Madrid desde Andalucía, en un trayecto por el que atraviesan otro desfiladero –el de Despeñaperros–, lugar en el que a Jacinta le “viene la mentira tranquilizante dicha por Juan, tras el planteamiento en regla del drama” (Ortiz Armengol, 1987, p. 219).

Este pasaje de Fortunata y Jacinta es el texto más extenso y matizado en el que Galdós –quizás por una querencia íntima a las travesías oscuras e inquietantes– sitúa una tensión entre personajes que utilizó también en otros relatos. Ya en Rosalía, al separarse los viajeros que van a Madrid, la protagonista pasa por una fase de terror al haberse separado de su padre en un territorio de la provincia de Burgos y según el comentario del narrador:

mientras llega el tren descendente, en que nuestro amigo ha de volver a Miranda, corramos nosotros a Pancorbo en la locomotora del pensamiento para ver lo que hacen Rosalía y Horacio Reynolds. […]. Fue preciso que su padre estuviera ausente, para que empezara a pensar en él pintando en su imaginación los peligros que había de correr el pobre viejo, con las angustias que ella pasaría más tarde, cuando tratara de resolver el gran problema de su vida […]. En la estación de Pancorbo no había dormitorios como es de suponer; mas un mozo les condujo a una de las casas del pueblo, donde hallaron asilo (ed. cit. p. 111).

Y en otro viaje de pareja enamorada –el Santiago Ibero y la Teresa Villaescusa de La de los tristes destinos– el tren vuelve a cruzar este desfiladero de la provincia de Burgos, un momento en el que Teresa entregará una declaración amorosa al que había sido valiente soldado en la batalla de Alcolea:

En Pancorbo visitó Ibero discretamente la berlina para recoger la herramienta olvidada. Al ruido de la portezuela y a la bocanada de aire fresco remusgó el marqués desembozándose de la manta de viaje. Pero esto no fue obstáculo para que Teresa diese a Santiago, con la llave inglesa, el papelito que había escrito (cap. VIII).

La exaltación religiosa, la admirable perspectiva de la catedral vista desde la lejanía y el temor que suscita el paso por un túnel tan impresionante como el paso de Pancorbo son los elementos más característicos de la visión de Burgos que se ofrece en las novelas galdosianas, que confirman el juicio del propio Galdós sobre su pasión viajera. ~

 

 

Bibliografía

Carmen Bravo-Villasante, Galdós visto por sí mismo, Madrid, Magisterio español, 1970.

Francisco Cánovas Sánchez, Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, Madrid, Alianza editorial, 2019.

Benito Madariaga de la Campa, Pérez Galdós. Biografía santanderina, Santander, Institución Cultural de Cantabria, 1979.

Pedro Ortiz Armengol, Apuntaciones para “Fortunata y Jacinta”, Madrid, editorial de la Universidad Complutense, 1987.

Pedro Ortiz Armengol, Vida de Galdós, Barcelona, Crítica, Grijalbo Mondadori, 1995.

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es catedrático emérito de
Historia de la Literatura de la Universidad de Zaragoza.
Es especialista en la novela española del siglo XIX.


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