Los románticos imaginaron la tarea espiritual como una labor en comunión en la cual los pensamientos individuales se complementaran mutuamente. Con los términos de simfilosofía y simpoesía Friedrich Schlegel alude al conocimiento y la creación en forma mancomunada:
Quizá se inicie toda una nueva época de las ciencias y las artes cuando la simfilosofía y la simpoesía se vuelvan generales e internas, cuando ya no sea raro ver que varias naturalezas se completan mutuamente para formar obras comunes. Con frecuencia no podemos evitar el pensamiento de que dos espíritus deberían reunirse, como mitades separadas, y que solo así fundidos llegan a ser todo lo que podrían ser.
Como Tzvetan Todorov ha visto en su bello libro Teorías del símbolo, del cual he tomado la cita anterior, “la simfilosofía no se hace en nombre de la semejanza, sino de lo complementario”.
Aunque los miembros del grupo de Jena cristalizaron esta actividad en algunas obras (en Conversación sobre la poesía o en los Fragmentos), y su propia concepción de la novela –el género literario al que consideraban de mayor proyección futura, ya que incluiría la poesía, el ensayo y el diálogo filosófico– implica una escritura a varios manos, lo cierto es que será con el surrealismo que dichas prácticas creativas que anulan la individualidad se consoliden. Esas empresas colectivas fueron el sueño romántico que guio a la vanguardia, incluso en sus manifestaciones tardías de los años cincuenta y sesenta. Ejemplo de ello sería el renga compuesto por Octavio Paz, Jacques Roubaud, Charles Tomlinson y Edoardo Sanguineti.
Mucho antes de que Schlegel delineara esta propuesta en la revista programática del grupo, Athenaeum, ya era común una asociación artística complementaria. Desde su aparición en el siglo XVI, la ópera abunda en parejas de músicos y escritores: Claudio Monteverdi y Alessandro Striggio; Wolfgang Amadeus Mozart y Lorenzo da Ponte (Le nozze di Figaro, Don Giovanni, Così fan tutte); Giuseppe Verdi y Arrigo Boito (Otello, Falstaff); y Richard Strauss con el poeta Hugo von Hofmannsthal (Der Rosenkavalier, Ariadne auf Naxos). En tanto tal labor implicaba una cierta simbiosis, los compositores prefirieron la alianza monogámica, pues necesitaban que sus pares literarios compartieran la visión estética e ideológica; contratar libretistas profesionales, como ocurrió al principio, no garantizaba esa armonía.
En la época moderna, con el teatro musical surge una de las expresiones más claras de sociedad creativa. Derivado tanto de las óperas cómicas, operetas y comedias musicales como del vodevil, el burlesque y el music-hall, los musicales buscaron, más que ceñirse a la preceptiva musical y dramática exigida por manifestaciones más ambiciosas, conmover y entretener, así fuera apelando a las emociones más vulgares. De ahí que, en sus inicios, las bromas, los bailes, las chicas ligeras de ropa y las melodías pegadizas fueran los ingredientes básicos.
La denominada “edad de oro de Broadway” –décadas de 1920 a 1960– vio la consolidación de la coautoría. A diferencia de la tradición operática, cuyos compositores gozan de renombre mientras que el libretista es una curiosidad de melómanos, los musicales son firmados por parejas. Célebres son las de Richard Rodgers y Lorenz Hart; la de Rodgers con Oscar Hammerstein II; la de Jerome Kern con el anterior y la de Frederick Loewe con Alan Jay Lerner. Ellos consolidaron el musical moderno como una integración coherente de la trama, la música y la coreografía. Los hitos del género, Show boat (Kern y Hammerstein II, 1927) y Oklahoma! (Rodgers y Hammerstein II, 1943), lograron el reconocimiento del musical como un nuevo género, independiente de la comedia musical y de la revista de variedades, por su “completa integración de la canción, la comedia y los números musicales en una singular e inextricable entidad artística” (Mark Lubbock, en referencia al primero).
Una creación mancomunada admite diversas conjunciones. Esbozo una tipología. La primera es la cristalización de la idea fundamental que impulsa las reflexiones de Schlegel, “sintetizar individuos para producir seres completos”. En los espectáculos escenográficos, la colaboración entre artistas de distintos campos permitió la hibridez genérica –la ópera y sus derivados: el singspiel, la opereta, el musical moderno–, en los que la música y la lírica se complementaban, siempre para lucimiento de la primera, como lo prueba el hecho de que el nombre del dramaturgo resultara opacado o relegado por el del compositor. Por ello, la primera modalidad de esa unión mutuamente complementaria, o, siguiendo a los románticos, de esa novedosa entidad conformada por dos individualidades, será la del músico y el letrista considerados unitariamente. Descarto como modelos las asociaciones operáticas, incluso la de Francesco Cavalli (1602-1676) con Giovanni Faustini (1615-1651) en la Venecia del siglo XVII, a pesar de que en esta se aprecia ya una correspondencia creativa: Faustini añadió monólogos porque Cavalli era experto en el recitativo expresivo. Descarto, asimismo, otras vinculaciones del espectro clásico, como la musicalización de Franz Schubert de los poemas de Goethe o de Heine; de Robert Schumann de los de Hugo Wolf; o la transposición que Ravel hizo de los poemas en prosa de Aloysius Bertrand, por citar famosos ejemplos.
Mi renuencia responde a que estas colaboraciones entrañan una escisión, un golfo, que mantiene la insularidad: la formación específica aísla a cada miembro dentro de las fronteras de sus respectivas artes. No se establecía esa suerte de diálogo entre música y literatura, sino que la segunda solía depender de la primera, en el caso de las óperas y operetas, mientras que, cuando se trataba de lieder, suites o cantatas, el músico componía a partir de un poema preexistente, por lo que sería más propio hablar de una recreación, una écfrasis. Sería necesaria la irrupción de una poética moderna, de una estética que avizorara el tiempo de la creación colectiva, para que cristalizara la simbiosis saludada por el grupo de la Athenaeum.
I. Telepatía mental
Considero que con la música popular moderna surge un nuevo tipo de conjunción simpoética: la del músico y el letrista cuya labor es mutuamente complementaria y deriva en sintetismo: la unión de los contrarios. Novedosa criatura en la que las individualidades desaparecen para fundirse orgánicamente. Si bien dentro de la tradición del teatro musical moderno abundan las parejas creativas –Gilbert y Sullivan, Rodgers y Hart, Kern y Hammerstein–, mi elección recae en los hermanos Gershwin.
A primera impresión parecería que George e Ira no difieren de otras sociedades de la rugiente escena de Broadway en esos roaring twenties. Sin embargo, al profundizar en el método compositivo de los hermanos, advertimos que, además de la complementariedad de caracteres que prescribiría el manual del novelista –George era extrovertido y simpático, mientras que Ira, introvertido y meditabundo; aquél mujeriego, el otro tímido–, poseían una relación simbiótica. “Telepatía mental”, la denominó Larry Kart, el crítico del Chicago Tribune, tras escuchar a Ira afirmar que le bastaba un trazo, una nota en el aire, para comprender las intenciones de su hermano o reconocer la melodía aludida.
Como las de Lennon y McCartney, las sesiones de trabajo incluían ejercicios destinados a despertar la inspiración; la etapa que la poeta Denise Levertov llamaría “convocar a la musa”. Mientras George perseguía una melodía mediante la improvisación en el piano, Ira buscaba las palabras hasta que las sincronizaba con las notas encontrando la consonancia perfecta. Un método que ilustra claramente que, más que una pareja de artesanos en un taller, eran dos talentos simbióticos cuya unidad surgía de las diferencias.
En la entidad simpoética, las tareas se corresponden: el músico interpreta la letra y el escritor aporta las palabras adecuadas al fraseo en el momento genésico, no después. Mientras los compositores a destajo del Tin Pan Alley –las editoriales de partituras– y posteriormente de los sellos discográficos luchaban por ajustar sus versos a la estructura musical, escrita previamente, los Gershwin, por el contrario, componían juntos y a veces simultáneamente. Influidas por la música popular –principalmente el jazz y el blues, pero también de otras latitudes, como se aprecia en la magna obra de los hermanos: Porgy y Bess–, sus piezas no respetaban las estructuras ni las armonías académicas, ni las letras, las medidas estróficas tradicionales. Por ello, los versos podrían seguir la línea de improvisación melódica y ajustarse a las inflexiones a dichas tonalidades. Era como si La canción de amor de J. Alfred Prufrock hubiera sido escrita mientras Eliot escuchaba jazz. Pero ¿no es esa la música que resuena en La tierra baldía?
Con todo, esa armonía creativa no fue inmediata. La crítica Deena Rosenberg plantea que la composición de Rhapsody in blue fue el catalizador para ello: “Una vez que George había escrito esta consumada fusión de melodías dominadas por notas de blues, armonías provocativas y novedosas, y variaciones en las figuras rítmicas sincopadas, Ira comenzó a reconocer la clase de palabras que otorgarían vida al distintivo lenguaje musical de George en el escenario.”
Dos partes de la ópera Porgy y Bess (1935) ejemplifican dicha consonancia. En el dueto “Bess, you is my woman now”, los protagonistas expresan su mutuo amor mediante un diálogo en el que la cadencia del inglés sureño se complementa con la sutil melodía para confluir en la fusión de voces como expresión del sentimiento compartido. “It ain’t necessarily so”, por su parte, ofrece una prosodia irregular en la que resuena el slang neoyorquino; la sintaxis fragmentaria y coloquial, evocativa de las inflexiones sureñas y de los juegos de palabras llenos de humor blasfemo de los pilluelos judíos de las calles de Brooklyn y Harlem. Las rimas internas y las reticencias procaces se complementan con la cadencia musical de manera notable. Tal interacción no es armónica en el sentido romántico, sino dialógica: cada uno guía al otro hacia una expresión que no habrían sido capaces de lograr por sí mismos. Hasta en su formación, los Gershwin resultan complementarios: nutrieron su sensibilidad en la calle. George, de su experiencia como “promotor de canciones” –o pregonero– en la industria de la Tin Pan Alley y de sus escapadas a los tugurios de Harlem donde aprendió la técnica del stride; Ira, de su familiaridad con el caló y su curiosidad por el comportamiento barriobajero.
La simbiosis lograda por los Gershwin cristalizó en memorables producciones musicales: Lady, be good (1924), Girl crazy (1930) y Of thee I sing (1931), de las cuales surgieron melodías como “The man I love”, “I got rhythm”, “Fascinating rhythm” y “Embraceable you”, entre otras.
La mejor expresión de esta dualidad unitaria es Porgy y Bess, la gran ópera estadounidense y la primera inscrita en la tradición clásica que adoptó el lenguaje del jazz y el blues, además de ritmos caribeños, los cuales entreveró con la estética modernista de los grandes revolucionarios modernos: Stravinski, Ravel, el grupo de los seis. Junto con la centenaria Rhapsody in blue (1924), se le considera pilar en la conformación de una tradición clásica auténticamente estadounidense.
II. Yo soy él, como él es yo
Es como si tú y yo fuéramos amantes.
–John a Paul, en Get back de Peter Jackson
Una segunda modalidad es la de aquellos compositores que, en vez de repartirse las funciones de la música y la letra, comparten ambas tareas. El más alto ejemplo son John Lennon y Paul McCartney. Aunque desde el surgimiento del rock and roll hubo duetos creativos, como el del letrista Jerome Leiber y el músico Michael Stoller, cuyos éxitos “Jailhouse rock”, “Kansas City” y “Stand by me” definieron el género, lo cierto es que su sociedad no era distinta a la establecida para componer los musicales. “¿Quién escribe las letras y quién la música? Es la pregunta que la gente plantea sin cesar –escribió Brian Epstein en sus memorias–. La respuesta es que ambos se encargan de ambas tareas.” Por ello, Ian MacDonald, en su exhaustivo análisis de las grabaciones del cuarteto, Revolution in the head. The Beatles’ records and the sixties, consideró esta diferencia el primer rasgo innovador de la dupla John y Paul.
Sus personalidades, como las de los Gershwin, eran dispares: sarcástico y rudo el uno; cortés y melifluo el otro. En la célebre entrevista a Playboy, concedida poco antes de su asesinato, Lennon recuerda que mientras Paul era optimista él era pesimista y depresivo. Esa declaración ofrece un atisbo a su integración creativa al señalar la disparidad de sus aportes a “We can work it out”. Si Macca planteó que el asunto puede solucionarse (“we can work it out”), John, por el contrario, introdujo el elemento irónico, la visión de la muerte, que los románticos consideraron necesaria: “La vida es muy corta y no hay tiempo para quejas y peleas, amigo mío” (“Life is very short, and there’s no time for fussing and fighting, my friend”).
Musicalmente, sus estilos tan distintos se complementaron. MacDonald apunta que las composiciones de Lennon parten de escalas de blues, con armonías que dependen más de notas cromáticas en los acordes que de la pureza melódica. En tanto sus notas no son tan fluidas, sus frases requieren de repeticiones y encadenamientos (“Help!”, “Tomorrow never knows” y “I am the walrus”), a la vez que de frases reiteradas (“A hard day’s night”, “I feel fine”). Por el contrario, las armonías de Paul abarcan más de una octava, fluyen con mayor libertad y sus compases abordan diversos ritmos, además de enfatizar la melodía. Cito dos ejemplos. “All my loving” (1963), cuyo espectro melódico asciende y desciende libremente por la escala, y “And I love her” (1964), que no solo utiliza un rango amplio de notas, sino que basa su construcción en un empleo irregular del tiempo y los compases. Mientras en la mayoría de las canciones populares la regla implícita era limitarse a un máximo de ocho compases, en las de The Beatles se rompe esa convención. “Yesterday”, por ejemplo, presenta un inusual patrón de siete compases.
En la primera época del cuarteto (1962-1965), John y Paul componían equitativamente; mitad y mitad, como se diría coloquialmente. Si al principio, cuando comenzaron sus tentativas, uno mejoraba la música y las letras del otro con sugerencias y añadiduras, como si añadiera capas o líneas a una obra en desarrollo, en la apoteosis de su identidad, componían en conjunción. En una entrevista radiofónica sobre su colaboración con Lennon, McCartney confesó: “Empezamos a escribir juntos nuevas canciones. Y simplemente fue muy fácil […]. Uno de nosotros encontraba un verso de inicio y el otro añadiría otro. A uno se le ocurriría la segunda línea y luego al otro la siguiente.”
Muestra de ello fue la elaboración de “I saw her standing there” (1963), cuyo primer verso le vino a McCartney por inspiración, pero no pudo continuar. Lennon, al sugerirle que cambiara las palabras finales del verso, contribuyó a que terminara esa canción. Su propio método compositivo de encerrarse en una habitación sentados con sus guitarras uno frente al otro planteaba una relación de especularidad, como si ilustrara su simbiosis creativa. McCartney evocó esa relación carrolliana que habría seducido a Giles Deleuze:
Hay un millón de maneras de escribir, pero la forma en que siempre solía escribir con John era uno frente al otro, así fuera en la habitación de un hotel, en las camas gemelas, con una guitarra acústica. Solo nos mirábamos el uno al otro […]. Para mí, lo bueno era ver a John. Como él era diestro y yo zurdo, me parecía como si nos miráramos en un espejo. A él se le ocurriría algo, a mí se me ocurriría algo.
Durante los años que van de 1966 a 1968 sus colaboraciones fueron asimétricas; la autoría era mayoritariamente de uno, pero el otro aportaba ideas decisivas o palabras que permitían completar la canción. Piezas como “Michelle” (1964), “Help!” (1965), “Lucy in the sky with diamonds” (1967) y “Ob-La-Di, Ob-La-Da” (1968) ejemplifican esta dinámica.
Finalmente, durante el periodo de los grandes discos (Revolver, 1966; Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, 1967; Abbey Road, 1969, y Let it be, 1970), esta labor fue más complementaria: redondear piezas inconclusas. El documental Get back de Peter Jackson muestra un ejemplo en la integración de “I’ve got a feeling”. Incluso la conclusión de “Now and then”, publicada en 2023, ilustra ese procedimiento: a partir de un esbozo, el otro concluye la canción.
Como si quisieran satisfacer las ensoñaciones de los románticos, uno y otro se retroalimentaban y, en vez de un acuerdo cortés, su relación estaba regida por la crítica, no pocas veces cruda y cáustica. Lennon podría decirle a McCartney que sus melodías eran basura y este descartar las letras de aquel por incoherentes, como recuerda el ingeniero de sonido Geoff Emerick. Sin embargo, en el corto periodo de su alianza creativa (1957-1970), ninguno resentía la crítica; por el contrario, la agradecían, acatando ese mandato de Schlegel de que en la unión complementaria cada integrante debería componer en contra del otro: ser su contrario, a fin de que la unidad se completara. Es revelador que Emerick los encontrara tan diferentes que no se explicaba su amistad “a no ser que fuera simplemente porque los polos opuestos se atraen” (El sonido de los Beatles. Memorias de su ingeniero de grabación).
Un libro reciente, John & Paul. A love story in songs, aborda la relación de ellos a través de sus composiciones. Ian Leslie, su autor, considera 1967 el año en el que John y Paul estuvieron más en sintonía, “hasta el punto de que a veces era difícil distinguir sus voces. Incluso soñaban lo mismo”, aporta la que indudablemente es la mejor ilustración de esa simbiosis única que lograron. Después de grabar “Getting better” (1967), “John y Paul hicieron algo que durante este periodo habían practicado muchas veces: mirarse profundamente a los ojos. Les gustaba juntar sus rostros y mirarse sin parpadear, hasta que conseguían sentirse disueltos el uno dentro del otro, eliminando casi por completo la noción de sí mismos como individuos distintos”.
Al reseñar el volumen en The New York Times, el músico T-Bone Burnett acierta en el misterio de esa dupla al definirlos como una tercera entidad surgida de dos individualidades: “John y Paul escribieron música y ambos escribieron letras. Cuando comenzaron su colaboración decidieron que compartirían el crédito en todas sus composiciones, creando así un tercer compositor denominado Lennon y McCartney.”
Acaso por ello, para enfatizar esa unión tan cercana a la fusión espiritual –y por ello al amor sin implicar intercambio sexual–, McCartney concluyó “Now and then” y transformó la lírica de un canto de amor a Yoko en una declaración de amor conjunta, un treno por la amistad perdida.
Now and then
I miss you
Oh, now and then
I want you to be there for me
Always to return to me
¿Cómo no ver en esa frase, “I want you to be there for me”, un mensaje directo para John, la ratificación de un lamento que durante años Paul no ha dejado de reiterar: “extraño a John, lo extraño todos los días”? Polémica y a menudo acicateada por los celos profesionales, la unión de John Lennon y Paul McCartney permanecerá como el más alto ejemplo de una auténtica creación conjunta. Su legado, más allá de la perfección, radica en su ilustración de que toda sociedad entraña un diálogo a través de las diferencias y las contradicciones. ~
6 de julio de 2025, 68 años después del encuentro
entre John y Paul en la iglesia de St. Peter, en Woolton.