Entrevista a Víctor J. Vázquez: “La censura moralista ha dejado de ser tabú”

En su nuevo libro, el profesor de derecho constitucional explora la libertad artística desde el derecho y cuestiona la creencia de que existe un derecho a no ser ofendido.
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Víctor J. Vázquez es profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla. Es autor de Laicidad y Constitución (2012), Derechos, federalismo y justicia constitucional (2017) y La neutralidad del Estado y el problema del “government speech” (2017). Ha publicado en Athenaica La libertad del artista, un ensayo sobre “censuras, límites y cancelaciones”.

Dice que La libertad del artista en cierto modo es un libro sobre la censura. Es curioso que es un libro sobre derecho, pero para no especialistas, y al mismo tiempo transmite una pasión por el arte, por los libros y películas de los que habla.

Sí, realmente, mi intención era escribir un libro sobre la censura, y, en concreto, sobre la censura artística, consciente de que el concepto puramente jurídico de la censura es un concepto muy pobre que no abarca, ni mucho menos, la dimensión cultural de lo que entendemos por censura. Es uno de esos ámbitos, como también lo es el de la libertad religiosa, por ejemplo, en los que el jurista debe abandonar la lógica autorreferencial y se ha de adentrar, ya sea como observador, en otro sistema, en este caso, en lo que podríamos llamar el sistema del arte. Así, para entender cuál es la naturaleza de la libertad artística como derecho es necesario abordar primero el problema de qué ha de entenderse jurídicamente como arte, algo que no puede hacerse al margen de las concretas manifestaciones que se han dado de la libertad creativa en la historia del arte. Desde hace años, y precisamente a partir de obras artísticas que me han interesado y que han sido litigiosas, tenía en mente la idea de intentar indagar un poco acerca de qué es lo que protege exactamente la libertad del artista.

Dice que estamos en regresión en términos de libertades artísticas. ¿En qué consiste esa regresión y a qué se debe?

Es siempre difícil cuantificar en términos objetivos, y comparativos, si existe una regresión o no de las libertades, y, en concreto, de la libertad de expresión. Cuando yo me refiero a ello, lo hago partiendo de la constatación de varios factores que confluyen creando una ecología más desfavorable para la libertad artística. El primero es un factor cultural, que tiene que ver con el hecho de que paulatinamente se esté asumiendo en nuestras sociedades, en principio liberales, que existe un derecho a no sentirnos ofendidos. Hay un clima reactivo no frente a actos que nos dañan, sino frente a opiniones que nos molestan por su inmoralidad. A esto se une un factor tecnológico: como sociedad disponemos ahora de mecanismos tecnológicos inéditos para coordinar estrategias dirigidas a castigar, silenciar o condenar al ostracismo, a cancelar, en definitiva, a quien consideremos que ha traspasado la línea, no ya de lo ilícito, sino de lo inmoral o lo indecoroso. Y aquí hay que sumar también factores jurídicos, o de cultura jurídica, si se prefiere, muy relevantes.

¿Por ejemplo?

Uno de ellos es la consolidación de un concepto jurídico, el de discurso del odio, que, desvinculado de su razón de ser originaria, la protección de las minorías, se ha convertido en un argumento válido para silenciar expresiones, también artísticas, que nos resultan simplemente ofensivas, sin que en ningún caso pueda demostrarse que realmente exista una provocación o nexo causal con hechos delictivos. Del mismo modo, hemos visto la reactivación de tipos penales, como los que castigan las ofensas a sentimientos religiosos, que considerábamos inaplicables. Y, por cerrar de nuevo haciendo referencia a un factor cultural, hay algo que me parece muy relevante y es que, dentro del propio sistema cultural del arte, la censura moralista ha dejado de ser un tabú, algo que esconder o de lo que avergonzarse. Muchos artistas son conscientes de que no podrían hacer hoy lo que hicieron, por ejemplo, en los ochenta, no porque las leyes se lo prohíban, sino por la propia reacción social y gremial a la que tendrían que enfrentarse. Creo que Pedro Almodóvar podría ser un muy buen exponente de ello. Por todos estos motivos, como te decía, sí creo que existe una atmósfera regresiva.

Hace suya la frase de Gombrich: no existe el arte, existen los artistas. ¿Por qué es útil este punto de vista para una mirada desde el derecho?

Porque, como señalaba, el derecho, y en concreto el juez, ha de ser modesto a la hora de definir realidades sociales como el arte, o la religión. Pero, además, con el arte, sobre todo a partir del Romanticismo y muy especialmente con las vanguardias, cuando el artista se siente al margen de cualquier compromiso con la tradición, con el canon técnico, con la inteligibilidad, con lo figurativo, abandonando incluso la propia intención comunicativa, es decir, cuando el arte no quiere ser otra cosa que arte, es necesario atender a aquello que se reconoce como artístico en la propia esfera del arte a la hora de subsumir, dentro de la libertad artística, una determinada creación. Para entendernos, un juez no puede hacer juicios estéticos ni tampoco negar que el urinario de Marcel Duchamp es una manifestación de la libertad artística. Como señalara uno de los más célebres jueces de la Corte Suprema norteamericana, Oliver Wendell Holmes, en una sentencia relacionada con derechos de autor, eso equivaldría a negar, en su momento, la condición artística a las pinturas de la Quinta del Sordo de Goya, o al Olympia de Manet, obras también cuestionadas en su naturaleza y, a la postre, fundamentales para entender la historia del arte.

¿Qué es la excepción de la ficción y cómo se articula?

Partimos de que el límite a la libertad de expresión artística es la idea de daño, el límite, en definitiva, que desde John Stuart Mill consideramos que es oponible al principio general de libertad. Al mismo tiempo, mientras que el arte se mueve en el ámbito de la figuración, del juego, de la representación, del “como si”, asumimos que no tiene la capacidad de dañar y, por lo tanto, no es susceptible de límites como puro acto de creación. Puede molestar, ofender, sin duda, puede dar asco, pero no dañar en el sentido jurídico. Esa es la esencia de la excepción de la ficción. Cuando yo me muevo en este ámbito figurativo mi libertad es absoluta. Nada de lo que yo represente o narre, como producto de mi pura creatividad, puede ser legítimamente limitado por el derecho.

Pero hay una zona turbia, digamos, que son esas ficciones con elementos reales, donde puede ser muy difícil distinguir lo verdadero y lo ficticio. ¿Cómo actúa ahí el derecho?

Claro, es que el arte, y en concreto eso que conocemos como “el arte subversivo”, no se conforma con lo ficticio, sino que quiere pisar el terreno de lo real. Hoy asumimos que los grafiteros son artistas, pero si estos pintan en la propiedad ajena, su obra de arte no podrá ampararse ya en esa excepción de la ficción, porque han transitado al mundo de lo tangible. Si un tatuador tiñe la espalda de un hombre, al margen de lo consentido, nadie niega que pueda ser un acto creativo, pero será también un acto antijurídico por contrario a la integridad personal. Lo mismo que si yo hago una película y en ella filmo un hecho delictivo que yo mismo he perpetrado como parte del guion. Abandonada la representación, fuera de ese territorio del “como si”, el arte se expone a los límites. Eso también ocurre con la literatura. Existe un derecho a la inspiración y este es constitutivo del acto creativo. Proust o Clarín juegan en la ficción con personajes o personalidades reales. Ahora bien, es muy distinto, por ejemplo, el problema que plantea la autoficción, cuando yo narro hechos personales, sugiriendo al lector su veracidad, y en ellos introduzco a personas reales, con nombres y apellidos, en situaciones que, o bien menoscaban gravemente su consideración ajena, o bien pertenecen a la esfera de la intimidad. El escritor que cruza este umbral, que no ha firmado en términos claros un pacto de ficción con el lector, ya no juega con la carta ganadora de la “excepción de la ficción”, sino que podrá responder por la lesión en esos derechos. En Francia, por ejemplo, donde la literatura es mucho más litigiosa que en España, porque también lo es su relevancia social, la jurisprudencia es clara en este sentido, y autores como Carrère, Houellebecq o, en el cine, Arnaud Desplechin, que se mueven en ocasiones en ese ámbito de ficción sucia, han podido dar cuenta de ello. Por otro lado, cuando ya transitamos a obras donde la pretensión documental es muy clara, pensemos, por ejemplo, en esa obra maestra que es La fiesta del Chivo, allí donde el escritor, o el cineasta, en su caso, presenta los hechos como ciertos, el canon de enjuiciamiento, en mi opinión, ha de ser el de la libertad de información, es decir, corroborar, llegado el caso, la veracidad y la relevancia pública de lo narrado.

José Luis Pardo habla de una paradoja del arte que se presenta como político. Comete una transgresión con el argumento de que es político, pero luego, para protegerse de consecuencias negativas, subraya su naturaleza artística.

Sí, esa contradicción existe. Además, una de las cosas que he aprendido escribiendo el libro es que precisamente el arte que nace con una pretensión radical de apoliticidad, que no quiere participar sino en la esfera del arte y que desprecia toda adhesión ideológica, ha sido, paradójicamente, el arte que más significado político ha tenido y también el más perseguido políticamente. Adorno supo ver y explicar muy bien esto a propósito de la vanguardia. Movimientos artísticos autorreferenciales y que no aspiraban a transmitir un mensaje social inteligible fueron precisamente los más perseguidos por los totalitarismos, pensemos en el celo comunista con las vanguardias, especialmente con el surrealismo, por traidor a la causa realista, o en el concepto mismo de pintura o música degenerada en el nazismo.

No es la única paradoja del arte pretendidamente subversivo que señala…

El artista es subversivo frente a una parte de la sociedad, o frente a la moral social, si lo prefieres, pero en muchos casos se trata de una subversión que no es sino pura ortodoxia moral en la esfera propia del arte, donde le van a subvencionar, a programar y a echar flores. A menudo nos encontramos aquí con puros ejercicios de cálculo. En ese sentido, el arte subversivo aflora, precisamente, cuando existe una falta de compromiso social por parte del artista, un arte que no quiere redimir de amor al mundo, pero que en su sinceridad deja ver cicatrices sociales que son auténticas y conmovedoras.

Dice que antes la censura era algo un poco vergonzante, pero que ahora parece que nos gusta presumir de ella. ¿Puede explicar un poco esa transformación?

Sí, eso lo explica muy bien Coetzee en su extraordinario ensayo sobre la censura, escrito antes de las redes sociales, pero en el que ya intuye el gran cambio que se va a producir. El censor, es decir, el funcionario estatal encargado de tachar lo inmoral, era un tipo sin prestigio alguno, un hombre gris vilipendiado y no orgulloso de sí mismo. Ni siquiera el Estado censor hacía gala de la censura, al contrario. La intentaba ocultar. Era una actividad sin prestigio. Lo significativo, y esto creo que tiene su origen en el campus universitario norteamericano, a finales de los setenta, es que la nueva censura, informal, que no nace del Estado sino de la sociedad, es que ahora el censor está orgulloso de sí mismo. Exhibe sus éxitos y es aplaudido. Esto implica, además, que el censurado, que antes tenía un prestigio, el prestigio de la irreverencia frente al Estado –pensemos en Joyce, en Wilde, en Miller–, ahora, cuando es silenciado por la moralidad social, tecnológicamente organizada, tampoco posee este reconocimiento por su atrevimiento creador. Todo esto nos podría llevar a hacer una lectura muy pesimista del contexto para la libertad del arte, pero creo que no es así. Desde que el Estado deroga los límites del derecho de la moralidad, lo sacrílego, lo obsceno, e integra la irreverencia, hasta el punto de subvencionarla, el artista ya no puede apelar a sí mismo, sin engañarse, como héroe de la libertad de expresión o profanador natural del tabú. Sin embargo, en este contexto, el artista tiene ante sí, de nuevo, un desafío. En la fidelidad a sí mismo, a su impulso creador, y frente a esa censura informal y orgullosa, el arte recobra su importancia moral.

Algunos casos controvertidos, en España o en Francia, han tenido que ver con la música. Señala la importancia de conocer el código musical…

Sí, claro, géneros musicales como el rap, el hip hop o el thrash metal no pueden juzgarse desde la literalidad de sus letras. Es necesario conocer el código propio del género, y asumir, como ocurre con la sátira, que aquí existe una exageración, una hipérbole, una radicalidad que es previamente conocida por el público, perfectamente capaz de no escuchar estas canciones como un llamamiento. Por ejemplo, cuando Los Ronaldos cantaban “tengo que besarte y luego violarte hasta que digas sí”, no estaban incitando a la violación, y mujeres y hombres, desde su capacidad cognitiva crítica, han bailado esa canción sabiendo que se trataba de un juego, de una figuración. Con esto no quiero decir que la música no pueda delinquir, claro, siempre puede darse el abuso del derecho. Hay un caso muy ilustrativo de un rapero en Estados Unidos que compone canciones amenazantes contra su exmujer, a la que ya había amenazado. El juez tiene que ser capaz de contextualizar y diferenciar estos supuestos de otros donde no existe otra intencionalidad que la crítica social radical o el mero juego ficticio con lo prohibido.

Un terreno habitual de disputa es la blasfemia. Dice que en el ordenamiento español sería impreciso hablar de blasfemia. ¿Por qué no, y cree que habría que modificar los artículos sobre los sentimientos religiosos?

En nuestro código penal no se tutela la religión del Estado sino los sentimientos religiosos, con lo cual no creo que podamos hablar en puridad de delito de blasfemia, aunque, en ocasiones, y de la mano de las querellas de abogados cristianos, hace las veces. En mi opinión se trata de un delito de muy dudosa constitucionalidad, pues los sentimientos religiosos no creo que sean un bien jurídico que merezca tutela penal frente a la libertad de expresión. Distinto es que el código penal contemple delitos contra la libertad religiosa, algo para mí irreprochable. En todo caso, una interpretación judicial razonable de este tipo llevaría a sobreseer querellas como la que, por ejemplo, ahora afronta la revista Mongolia por una portada. Es una auténtica barbaridad que se celebre dicho juicio que seguro termina con su absolución, aunque el daño económico, personal y el propio efecto de desaliento que se produce en el ejercicio de la libertad de expresión con procesos como este es evidente.

Otro aspecto importante es la relación con lo público. Si buena parte del teatro, por ejemplo, lo pagan los ayuntamientos, eso facilita que el poder público censure. Y también puede haber distintas concepciones sobre el criterio para programar o subvencionar una pieza teatral, una película. Unos pueden pensar que hay que promover ciertos valores, otros parece que pueden sentirse amenazados por esos valores… Ahí habla de la idea de foro público. ¿Cuál sería el margen deseable para la institución, cómo evitar una intervención excesiva? ¿Cuándo debería haber una intervención jurídica?

Este creo que es el aspecto jurídico más complejo de la relación del Estado con la libertad artística. La cuestión es que el Estado puede permitirlo todo, pero no puede subvencionarlo todo. Así, la promoción de las artes es una promoción que implica diferenciar y los criterios para ello difícilmente van a ser puramente estéticos, porque, como has dicho, todo gobierno tiene un discurso moral que va a tener continuidad en una política cultural o en una política de promoción de las artes. Así, aunque aspiremos a una idea ética de neutralidad en este ámbito, es decir, a que dicha promoción se rija por criterios únicamente de excelencia, en la política cultural, como en cualquier otro ámbito de la política pública, existirá inevitablemente una orientación ideológica frente a la cual el derecho poco tendrá que decir en la mayoría de los casos. Ahora bien, creo que son diferentes los supuestos en los cuales la administración financia directamente la libertad artística, por ejemplo, las políticas de becas. Aquí sí considero que la Constitución no admite condicionamiento ideológico alguno. Es decir, pinte usted cuadros pero que me ensalcen o no me molesten. Del mismo modo, entiendo que la idea de foro público es también muy relevante en aquellos contextos en los que el Estado lo que hace es simplemente facilitar un espacio público para el ejercicio de la libertad de expresión. Aquí también rige una obligación de neutralidad, es decir, que una vez abierto el dominio público a la libre expresión de la sociedad no podré negar el acceso a dicho canal a determinados sectores por puros motivos ideológicos. ~

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