Esta introducción a T. S. Eliot apareció en Marcha, el semanario uruguayo que entre 1939 y 1974 fue uno de los referentes ineludibles de la cultura latinoamericana. Su autor, un Emir Rodríguez Monegal de veintisiete años, habría de convertirse en uno de los principales críticos literarios en lengua española, sin el cual, por ejemplo, no puede escribirse cabalmente la historia del boom. Al profundo conocimiento que Rodríguez Monegal, biógrafo de Borges, tenía de nuestras letras, se agregó su sintética pasión cosmopolita, legible en esta nota sobre Eliot. Se cumplen cien años de la aparición de La tierra baldía y el 28 de julio de 2021 se cumplió, también, el primer centenario del nacimiento de Rodríguez Monegal, en su día colaborador asiduo de Plural y Vuelta.
***
Algunas precisiones
Ni los escuetos datos de su biografía, ni la enumeración de sus estudios filosóficos, permiten anticipar –aunque sea en escorzo– esta obra poética que transformara profundamente la lírica inglesa de la primera mitad del siglo XX. Es necesario relevar, también, las influencias literarias. Una de las más evidentes es la de la poesía simbolista francesa. (Montgomery Belgion menciona como probable estímulo inicial la lectura del libro de Arthur Symons The symbolist movement in literature, 1899.) El descubrimiento de Baudelaire y Rimbaud, de Mallarmé y Verlaine, de Jules Laforgue y Tristan Corbière, anuló en Eliot la segunda influencia de los posrománticos ingleses y le permitió modificar profundamente su cuadro de valores. Por otra parte, Eliot había nutrido su sensibilidad y su inteligencia no solo con la lectura de los filósofos griegos, sino (además) con el minucioso estudio de los dramaturgos isabelinos y jacobinos –Kyd, Marlowe, Webster, Chapman, Shakespeare, Jonson, Middleton, Heywood, Cyril Tourneur, John Ford, Massinger–, con el comercio, cada día más ahondado, de la poesía de Dante; con el examen revalorizador de los poetas metafísicos del siglo XVII: un John Donne, un Cleveland, un Cowley. Estos poetas constituían, principalmente, su caudal literario. Eliot los había enfrentado como lector y como crítico y como creador, en una sola múltiple actitud; en ellos apoyaría su obra poética, su elaboración crítica.
Pero también es necesario relevar la enorme influencia que ejerció sobre Eliot la intensa personalidad de Ezra Pound, poeta norteamericano exiliado en Europa desde 1907: un espíritu profundamente renovador, un inquieto lector de todas las literaturas (occidentales y orientales), un combativo teorizador de las nuevas corrientes (el imaginismo y el vorticismo). Pound lanzó a Eliot en Londres. Bajo el estímulo directo de esa “sorprendente inteligencia didáctica”, Eliot abandonó sus “lunares callejuelas y nocturnos finiseculares” e ingresó en una “maciza región de creación verbal”, para decirlo con palabras de un testigo: Wyndham Lewis. Algunos de los poemas más importantes de Eliot (“Gerontion”, de 1920, por ejemplo) revelan inequívocamente la huella de Pound. Sus destinos se separaron: mientras Eliot se ubicaba en el centro de la poesía inglesa contemporánea y dilataba su influencia sobre todo el Occidente, Ezra Pound se enclaustraba en su mundo poético cada vez más enrarecido y hermético, más resonante de los ecos antiguos. Sus convicciones políticas lo condujeron a la exaltación de Mussolini, a la calurosa adhesión al fascismo, a la traición de su tierra natal. Hoy expía, como hombre, esos errores. Está encerrado en el Saint Elizabeths Hospital, en Washington, asilo de psicópatas. Juan Ramón Jiménez, que suele visitarlo, cuenta que su mente sigue lúcida y audaz, pero su poesía es cada día más incomunicable. La censura militar acaba de permitir la publicación de su último libro: The Pisan cantos.) A este hombre complejo y único dedicaría Eliot, en 1922, su más importante poema: La tierra baldía, con estas palabras iluminadoras: For Ezra Pound il miglior fabbro (el mejor artesano).
Trayectoria de su poesía
La obra poética de T. S. Eliot cabe en un volumen normal. El poeta no se ha concedido ninguna facilidad y ha preferido una intensa elaboración a una profusa inconsciencia. (Interrogado cierta vez por William Empson sobre si creía que un poeta debía escribir versos por lo menos cada semana, contestó con pausada ironía: “Considerando el asunto general, creo que para muchos poetas lo más importante… es escribir lo menos posible.”) Y esa elaboración minuciosa de la poesía se advierte no solo al considerar la severa arquitectura de cada poema en particular (aun de los más espontáneos, de los más aparentemente laxos), sino al echar un vistazo sobre su entera obra poética, cuya fuerte unidad traduce el mismo vigilante impulso, la misma segura maduración, una coherente proporción.
En su obra pueden señalarse dos grandes momentos: uno que sirve para revelar su poesía al mundo de habla inglesa, a través de esa culminación que se llama La tierra baldía; otro en que el desarrollo de esa misma poesía produce una nueva culminación, menos brillante, menos accesible, pero tanto más densa, con los Cuatro cuartetos. Entre ambas obras corre un periodo de transición que representan magistralmente algunos poemas más breves menos ambiciosos, como “The hollow men” (“Los hombres huecos”, 1925) y “Ash Wednesday” (“Miércoles de Ceniza”, 1930).
Antes de publicar La tierra baldía (1922) Eliot había creado una poesía de rasgos muy característicos, cuyos mejores poemas pueden quizá considerarse: “The love song of J. Alfred Prufrock” (“La canción de amor de J. Alfred Prufrock”, 1915), “Gerontion”(1920), “Portrait of a lady”(“Retrato de una dama”, 1915) y “La figlia che piange” (1917). Pero casi todos los grandes aciertos de esta poesía –que reflejaba con punzante simbolismo y con brío satírico la desilusión, el sentido de irreparable frustración, que afligían a los hombres del momento– estaban integrados en una unidad superior, poética e intelectualmente considerada dentro de la amplia arquitectura de La tierra baldía.
Como las tragedia isabelinas que estudiaba Eliot, La tierra baldía se halla dividida en cinco partes desiguales, en las que el verso libre alterna con pasajes rimados: “The burial of the dead” (“El entierro de los muertos”), “A game of chess” (“Una partida de ajedrez”), “The fire sermon” (“El sermón del fuego”), “Death by water” (“Muerte por agua”) y “What the thunder said” (“Lo que dijo el trueno”). En cada una de las partes, Eliot alterna el soliloquio con la narración directa o con el diálogo. En un clima de enorme tensión, que evoca simultáneamente la pesadilla de Kafka y el monólogo joyceano, con una potencia verbal casi mágica en versos que muerden la sensibilidad del lector, Eliot hace desfilar a los personajes, más o menos fantasmales, de su poema: el archiduque, mi primo; Madame Sosostris; el Marinero Fenicio, que más tarde ha de ahogarse; la Filomela de Ovidio, brutalmente violada por el bárbaro rey; Lil y Albert; Mr. Eugenides, el mercader de Esmirna; Tiresias, el testigo; la taquígrafa y el presuroso amante; etc., etc. El paisaje es irreconocible y familiar a la vez. Parece Londres, es Londres, deja de ser Londres. Es, también o por debajo, un páramo, una tierra gastada, ya estéril, seca, sin una gota de agua. Los hombres vagan, muertos en vida o vivos muertos, pero estériles, impulsados por varios apetitos, consumidos por el azar o la muerte, ahogados, destruidos por el fuego. Su vano agitarse carece de toda noble dirección. Como síntesis expresiva de toda esa humanidad desintegrada, Eliot introduce al viejo Tiresias (Old man with wrinkled female breasts, “anciano con senos arrugados de mujer”, traduce E. Munguía), el viejo Tiresias que fuera, según cuenta Ovidio en sus Metamorfosis, hombre y mujer sucesivamente. “Lo que ve Tiresias”, dice Eliot, “es de hecho la sustancia del poema”. Este viejo es testigo de la presurosa cohabitación de una indiferente taquígrafa y su joven amante. Y el viejo medita (o se lamenta):
Y yo, Tiresias, he sufrido todo
esto ya sobre el mismo lecho o diván;
yo que en Tebas me he sentado al pie del muro
y caminado entre los más viles de los muertos.
El poema se cierra con un extenso trozo en que se mezclan las reminiscencias evangélicas (el encuentro en Emaús) con “la decadencia presente de Europa” (según escribe Eliot). Algunas palabras de la quinta Upanishad suenan recurrentemente en esta última parte, aportando su sereno mensaje: Datta. Dayadhvam. Damyata. (Da. Simpatiza. Gobiérnate.) Y con las palabras Shantih, shantih, shantih –que significan: “La paz sobrepasa toda comprensión”– se cierra este denso, caótico, lúcido poema.
La compleja estructura sinfónica de La tierra baldía no facilita, por cierto, la comprensión del lector. Esta dificultad se agrava por las mismas voces que usa liberalmente el poeta. Eliot no vacila en introducir en su texto cinco versos (en alemán) de Tristan und Isolde; o un fragmento (en francés) del prefacio a Les fleurs du mal; o un endecasílabo (en italiano) del Purgatorio; o una palabra (en latín) del libro quinto de la Aeneid. Toda esta erudición poética dificulta o entorpece la comprensión inmediata. (Es claro que el lector no debe olvidar que este mismo Eliot ha escrito alguna vez: “Lo sorprendente en la poesía de Dante es que sea, en un sentido, extremadamente fácil de leer. Es una prueba […] de que la poesía genuina puede comunicarse antes de ser comprendida.” Quizás Eliot anhelara esta comunicación independientemente del sentido.)
Y aunque Eliot haya anotado en su poema, indicando las fuentes de muchas imágenes o explicando el valor de algunos símbolos, sus notas no son demasiado explícitas. (Tienen, sin embargo, un enorme valor, ya que documentan la raíz antropológica de la concepción del poema. En una nota inicial, Eliot reconoce su deuda general con The golden bough de sir James G. Frazer y una deuda más particular en el simbolismo circunstancial del poema con el libro de miss Jessie L. Weston sobre la leyenda del Grial: From ritual to romance.) Esta forma compleja de composición –o de desintegración según afirman algunos– podrá parecer excesivamente artificiosa a un lector actual, que olvida fácilmente a los clásicos que la realizaron (un Ausonio, por ejemplo; un Dante). En realidad, mediante ella Eliot quiere ser fiel a sus propias experiencias poéticas. En el poeta –en su mente creadora– se dan juntas o simultáneas la sensación actual y la reminiscencia cultural. Ya Eliot escribía en uno de sus ensayos críticos –“Los poetas metafísicos”, 1921–: “Cuando la mente de un poeta está perfectamente equipada para su tarea, constantemente está amalgamando experiencias dispares; la experiencia del hombre común es caótica, irregular, fragmentaria. Este se enamora, o lee a Spinoza, y estas dos experiencias no tienen relación la una con la otra, ni con el ruido de la máquina de escribir o con el olor de comida; en la mente del poeta estas experiencias siempre están formando conjuntos nuevos.” Para el poeta, tanto los elementos de la más inmediata realidad, como los de la más intransitada cultura, pueden darse en un solo golpe intuitivo, en una iluminación, en un pensamiento. (“Un pensamiento”, escribió cierta vez Eliot con palabras que pueden aplicársele, “era para Donne una experiencia; modificaba su sensibilidad”.)
Lo que significó La tierra baldía para los jóvenes poetas de habla inglesa ha sido contado repetidas veces. (Uno de ellos, Desmond Hawkins, ha escrito recientemente: “Eliot restauró la posición de la poesía como un arte elevado y no, meramente, como una efusión caprichosa.”) Lo que significó para el mismo poeta La tierra baldía es ahora evidente: una brillante etapa cumplida, una culminación. No, la culminación.
Para muchos contemporáneos este poema traducía impecablemente la desesperación, la inútil esterilidad del mundo contemporáneo; pero el mensaje que aportaban las palabras de la Upanishad no podían tenerse en cuenta. Para otros (para el mismo Eliot, quizás) este poema señalaba tan solo el mal, pero no su aniquilación. Y muchos lectores católicos podrían haber percibido, a través de sus duras, hasta cínicas imágenes, a través del caos y la desolación, una sutil línea redentora, ya que ese páramo, esa tierra gastada, parecía inscribirse dentro de la gran tradición cristiana del pecado original. (V. Génesis 3:17-19.)
Si algunos poemas posteriores (“The hollow men”, por ejemplo) acentuaron esta lúcida visión crepuscular, ya dentro del poeta iba naciendo, o descubriéndose, la diritta via. Y cuando se publicó en 1930 “Ash Wednesday” la conversión al catolicismo del poeta (el retorno del hijo, en realidad) pareció revelación enceguecedora. Pero “Ash Wednesday” no es todavía un canto de triunfo, sino uno de penitencia:
Porque no espero nunca más volver
Porque no espero
Porque no espero nunca más
El alma se eleva desde la ceniza de su carne hasta su propia esperanzada resurrección, expiando en intensa devoción, en plegaria infinita, su propia indignidad. Si en La tierra baldía se juntaban los temas y los motivos de orbes poéticos y filosóficos opuestos, aquí en este “Miércoles de Ceniza” aparecen confundidos los temas y motivos de la poderosa poesía judeocristiana –desde los Salmos, o Isaías, hasta la liturgia, pasando por los trovadores provenzales, los lores a Nuestra Señora o los místicos españoles–; con este poema Eliot alcanza naturalmente las más altas cumbres de la poesía religiosa de Occidente. ~
Marcha, 12 de noviembre de 1948.
Publicado con la autorización de los
herederos de Emir Rodríguez Monegal.