Foto: André Cros, CC BY-SA 4.0 , via Wikimedia Commons

La ville morte

Una canción de Monique Morelli, una cinta de Tarkovski, un programa para prevenir accidentes de tráfico responden al mismo arquetipo: el de la Ciudad Vacía, cuyas imágenes alimentan algunos de los deseos humanos más profundos y oscuros.
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Hace poco más de doce años, el físico inglés Freeman Dyson escribió que era incapaz de escuchar una canción de Monique Morelli “La ville morte”sin sufrir un arranque de emoción que para él era completamente inexplicable. La balada, interpretada agónicamente por Morelli y precedida por los lamentos de un acordeón, está llena de imágenes inquietantes: “Cuando entré en la ciudad muerta, sostuve a Margot de la mano. Caminamos por la necrópolis con los pies rotos y en silencio, ante esas puertas sin casa, ante agujeros sin forma, ante umbrales sin habla, ante basureros repletos de aullidos”. A Dyson se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que oía su copia del disco, sin importar cuántas veces lo hiciera, tanto así que no toleraba la vergüenza de escucharlo frente a otros, y no lo hacía salvo cuando estaba solo, muy de vez en cuando, en aquellas tardes en que se sentía lo suficientemente fuerte como para soportarlo. Lo que tornaba su reacción emocional aun más incomprensible era el hecho de que él no hablaba una palabra de francés, y antes de pedirle a un amigo que se la tradujera, solo tenía una vaga idea de lo que Morelli estaba cantando, aunque tampoco sintió consuelo alguno cuando logró una mayor compresión. Luego de años de romperse la cabeza, llegó a estar convencido de que había algo en aquellos versos, escritos por el poeta y novelista francés Pierre McOrlan, que resonaba en el estrato más profundo de su memoria inconsciente, como si Morelli no cantase para los oídos de los vivos, sino para las almas de los infinitos deudos cuyos cadáveres se apilan bajo nuestros pies, sin que podamos verlos. Dyson finalmente encontró una explicación plausible para su melancolía en un breve ensayo titulado “El arquetipo de la Ciudad Vacía”, incluido en las obras completas del matemático ruso Yuri I. Manin, La matemática como metáfora.

En su ensayo, Manin se refiere al arquetipo de la Ciudad Vacía, como “una forma de sociedad desprovista de su alma, y que no espera infusión alguna; un cadáver que jamás fue un cuerpo vivo; un Gólem cuya vida misma es la muerte”. Manin compara el efecto de este arquetipo a los nebulosos sentimientos de pérdida que nos invaden cuando nos encontramos un panal abandonado, o cuando observamos los interminables cursos de agua que fluyen en las películas de Andrei Tarkovsky, ese genio ruso tan obsesionado por capturar las imágenes de lo inexpresable, que se sumergió junto a su mujer y su equipo de filmación completo en ríos atiborrados de químicos venenosos para filmar Stalker, la película que eventualmente le costaría la vida, ya que la deliciosa mezcla de colores iridiscentes que logró plasmar en los fugaces cuadros del celuloide, era producto de los desechos tóxicos de varias fábricas abandonadas, los cuales probablemente causaron el tumor que carcomió sus pulmones y lo mató en 1986, pocos meses después de haber cumplido cincuenta y cuatro años, el mismo tipo de cáncer que devastó a su esposa, Larisa, y a su actor insigne, Anatoly Solonitsyn. En Stalker, una vasta extensión de tierra –conocida como la Zona– ha sido contaminada y vuelta inhabitable por una fuerza invisible que no solo infecta el cuerpo y la mente de las personas, sino también sus almas. La región ha sido totalmente cercada por fuerzas militares; sin embargo, un pequeño grupo de hombres y mujeres desesperados se siente irresistiblemente atraído por La Zona, como polillas cegadas por una llama radiactiva, siguiendo un rumor que dice que, en lo más hondo de ese territorio, en su parte más extraña, enrarecida y extraterrestre, hay una pequeña habitación, común y corriente, que tiene el poder de conceder los deseos de cualquiera que logre entrar en ella. Para atravesar los peligros de la Zona, quienes buscan la habitación deben contratar guías llamados stalkers, que los ayudarán a recorrer los paisajes desquiciados, las ruinas abandonadas y las estructuras en desintegración encima de las cuales el mundo vegetal ha crecido de forma incontenible, como si quisiera reclamar la tierra, avanzando sobre las orugas de tanques abandonados, cubriendo las fachadas de fábricas, escuelas, hospitales y muchos otros edificios derruidos que se han vuelto irreconocibles por el desuso y la descomposición. Allí, las reglas de la realidad se han suspendido; el tiempo se enreda y se retrotrae sobre sí mismo formando extraños bucles, los recuerdos y los sueños se vuelven manifiestos, las pesadillas son tan reales y aterradoras como la vida diurna. El paisaje está impregnado de una embriagadora melancolía que acecha por igual a los stalkers y a aquellos que se esfuerzan por hacer realidad sus anhelos. Porque La Zona está claramente dotada de vida, insuflada por algo que se asemeja a la conciencia humana, a pesar de estar completamente deshabitada y ser hostil a cualquier forma de existencia, como si fuese un recuerdo obstinado, una reminiscencia que de alguna manera logra resistir el paso despiadado del tiempo y que, al igual que las imágenes de los horrores del pasado que el arquetipo de la Ciudad Vacía evoca, se niegan a desvanecerse. Manin explica la presencia generalizada de este arquetipo en nuestra memoria colectiva como el producto de la experiencia acumulada por incontables pueblos que, a lo largo de la historia, se han topado de súbito con las ruinas de un templo antiguo y olvidado haciéndose polvo entre las arenas del desierto, enterrado bajo los árboles lujuriosos de una selva impenetrable, o escondido en los valles de las montañas más altas y escarpadas, ruinas construidas a una escala tan colosal que solo pueden haber sido hogar para dioses o para seres de otra galaxia, lugares encantados que debían ser temidos y evitados a toda costa, como los sajones rehuyeron de los edificios romanos, cuyas enormes piedras veneraron como si fueron la herencia de gigantes mitológicos, y que nunca habitaron. La Ciudad Vacía existe desde tiempos inmemoriales; se remonta a los albores de la civilización, cuando los primeros seres humanos comenzaron a reunirse en asentamientos que se hicieron cada vez más grandes y que, a medida que prosperaban, incitaron a otros a amasar ejércitos para saquearlos y destruirlos. El arquetipo de la Ciudad Vacía es una construcción mental destilada a partir de la agonía de innumerables comunidades reales. Es el resplandor que dejaron los incendios que arrasaron sus edificios, las réplicas, aún sentidas, de los terremotos que destrozaron sus cimientos, las punzadas del hambre provocadas por la sequía, las cicatrices de plagas y pestes que las vaciaron de la noche a la mañana. Pero Manin advierte que estas imágenes fantasmagóricas, aunque débiles y desvanecidas, no son pasivas ni neutrales: al contrario, alimentan algunos de nuestros deseos más oscuros y violentos. Un profundo anhelo de disolución. Un ansia de ver la destrucción de todo lo que nos rodea. Una necesidad de limpiar este mundo de las manchas dejadas por la humanidad, de liberar nuestro planeta no solo de los demonios del progreso, sino de cada uno de los males que surgen de nuestra naturaleza maldita. Nuestro inconsciente colectivo no es un bagaje mental inerte, es un impulso irracional que nos llama hacia la muerte y la destrucción. Indiferente a los sueños de la razón, el inconsciente no es una fuerza que nos lleve hacia la integración y la plenitud, sino una cohorte de la locura y el caos, un canto de sirena al que debemos resistirnos con vehemencia. “Solo fomentando la conciencia colectiva –escribe Manin– podremos contrarrestar ese potencial destructivo. De lo contrario, la Ciudad Vacía será nuestra última morada.”

El protagonista de la canción de Morelli es un viejo soldado, parte de un ejército de ocupación. Ese guerrero sin nombre no está despierto en la canción, sino que duerme y sueña: se ve a sí mismo caminando por el polvo y los escombros de una ciudad conquistada, sosteniendo la mano de su esposa mientras recorren las ruinas. Pasan frente a casas derruidas, autos quemados, tumbas abiertas y los fierros retorcidos de un columpio que pende solitario en medio de una plaza calcinada, muestras de la casi incomprensible devastación que él y sus hermanos de armas han cometido. Aunque el soldado sabe que todo lo que ve no es más que un sueño, y que en el mundo real él está lejos de la masacre, durmiendo sano y salvo en una barraca, no puede soportar la idea de tener que soltar la mano de su mujer, puesto que está convencido, con esa certeza absoluta que uno solo puede sentir en sueños, de que jamás volverá a verla, ni en esta vida ni en la siguiente, y sin embargo, cuando oye el canto lejano de un clarín llamándolo a filas, apoya su rifle en su hombro, la besa en los labios, y se encamina de vuelta a la batalla.

 

***

La ciudad borrada del mapa: el 17 de mayo de 1973, todos los habitantes de la pequeña ciudad francesa de Mazamet se acostaron en la calle para hacerse los muertos.

Durante quince minutos, decenas de miles de hombres, mujeres y niños permanecieron tirados en el pavimento, desplomados en las aceras bajo el sol abrasador, o colgando de las puertas de sus coches, con los brazos sueltos y las piernas dobladas, como si una plaga bíblica hubiese descendido de súbito sobre la ciudad, matándolos a todos al mismo tiempo. Esta extraña performance masiva no fue organizada por un artista de la avant-garde, sino por la autoridad francesa de seguridad vial. La Operación Mazamet Ville Morte quiso alertar sobre los peligros mortales del manejo imprudente. Esa ciudad en particular, un pintoresco destino de vacaciones ubicado en el sur de Francia, acunada entre las Montañas Negras y el río Arnette y rodeada por frondosos bosques, fue elegida porque su población reflejaba el número exacto de personas muertas en las carreteras de Francia durante el año anterior: 16,610. Todo aquel morboso espectáculo fue filmado por la Office de Radiodiffusion-Télévision Française y transmitido en el programa 24 heures à la Une: el video, captado con varias cámaras en la calle y un helicóptero volando por encima de los tejados, muestra a cientos de niños y niñas frente al monumento a los caídos en la II Guerra Mundial, postrados de espaldas con sus caras vueltas hacia el cielo, vistiendo pantalones de pana, shorts a rayas, faldas de colegio y calcetines hasta los tobillos, mientras a doscientos metros de distancia varios autos son consumidos por las llamas. Michel Tauriac, el periodista que había ideado el evento, dudó hasta el último minuto, convencido de que sería un fracaso total (un exjugador de rugby y héroe local, Lucien Mias, había protestado violentamente contra la performance, diciendo que “un hombre de Mazamet muere de pie”), ya que no creía que tanta gente estuviera dispuesta a caer muerta a la orden, como si fueran animales amaestrados. Pero Tauriac estaba completamente equivocado: cuando llegó el día, incluso las monjas se recostaron dentro de los muros de su claustro.

A las dos de la tarde la Gendarmería bloqueó todos los caminos que daban acceso a la ciudad. A las 2:15, el chillido de una sirena fue la señal para que todos se pusieran en sus lugares, mientras una voz resonó a través de altavoces instalados a lo largo de la ciudad: “Prepárense, tengan cuidado”. A las 2:20 las autoridades ordenaron detener todo el tráfico. A las 2:29 empezaron a sonar las campanas de la iglesia, y todos los habitantes de Mazamet abandonaron sus hogares, sus escuelas, teatros, hospitales, estaciones de bomberos, oficinas de correos, tiendas de abarrotes, cafeterías, museos, fábricas, restaurantes, talleres, supermercados y panaderías para cubrir las calles y las aceras con sus cuerpos, aparentemente sin vida. Un pesado silencio amortajó la ciudad, interrumpido solo por el rápido disparo de los obturadores de las cámaras y el torbellino de las aspas del helicóptero. Lo que más sorprendió a Michel Tauriac es que las personas escenificaron sus propias muertes: de forma espontánea y obedeciendo a un extraño impulso teatral, algunos expiraron dentro de sus vehículos, descansando sus mejillas en el volante plácidamente, como si se hubieran suicidado inhalando los gases del tubo de escape, otros colgaban de las ventanillas con los brazos extendidos hasta el suelo, mientras que varios optaron por morir violentamente, arrojados sobre el capó por un choque frontal, y yacían allí, congelados como estatuas dionisíacas. Otros simplemente se sentaron, apoyaron sus cuellos contra el cromo brillante de sus parachoques, y cerraron los ojos.

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Durante gran parte de su vida, William Burroughs tuvo un sueño recurrente en el que despertaba en las calles de una necrópolis que llegó a conocer como la Tierra de los Muertos.

Ese lugar espantoso, que el autor describe en su diario de sueños Mi educación (el libro que consideraba su verdadera autobiografía), podía distinguirse de sus otras ensoñaciones nocturnas por ciertos signos que siempre se repetían: solo veía personas que ya estaban muertas, familiares y amigos cercanos –Madre, Papá, Mort, el amor de su vida Brion Gyson, Ian Sommervile, Anthony Balch, Mikey Portman y Joan Vollmer, la esposa a quien Burroughs disparó en la cabeza, en la Ciudad de México. Toda la zona, aunque se sentía vasta e ilimitada, se parecía a tres o cuatro calles de París, Tánger, Londres, Nueva York o St. Louis. “¿Y qué hay más allá de esa triste, sombría y claustrofóbica extensión?, se pregunta Wild Bill. ¿Qué hay afuera del Universo en Expansión? Respuesta: Nada. Pero… ¿nada? Nada de peros. Esto es todo lo que Yo/Ellos pueden ver o experimentar con sus sentidos, telescopios, cálculos.” Su primer vistazo de La Tierra de los Muertos es una visión de pesadilla, su horror multiplicado por aquel terrible mecanismo del sueño-dentro-de-otro-sueño:

“Hace muchos años atrás, mi primer contacto con La Tierra de los Muertos: es en el patio trasero de la avenida Pershing, 4664. Oscuridad y manchas de petróleo y olor a petróleo. En la casa ahora, y me estoy agachando sobre Madre, desde adelante, comiéndome su espalda como un dinosaurio. Ahora Madre entra gritando en la habitación: “Tuve un sueño horrible en que me comías la espalda”. Tengo un cuello largo que se estira hacia arriba y por encima de su cabeza. Mi rostro en el sueño está petrificado por el horror. Es como un rollo de película no revelado. No hay suficiente luz. La luz se está acabando. Los dinosaurios se levantan de los pozos de alquitrán en avenida La Brea. Petróleo y gas de carbón”.

La otra señal que le permite a Burroughs saber, de forma inequívoca, que está atrapado en un sueño en La Tierra de los Muertos es que siempre debe enfrentar enormes dificultades para encontrar algo que desayunar. En realidad, para adquirir cualquier tipo de alimento.

Burroughs estaba obsesionado por los virus. Sus libros están llenos de ellos. Como la sangre de los murciélagos, su obra completa es un reservorio mortal, tierra fértil para ideas y formas de pensamiento altamente tóxicas, que brotaron de su imaginación enferma, mutaron y luego infectaron al mundo, dejando trazos de sus anticuerpos donde sea que uno quiera mirar. Steely Dan no es solo una banda de rock, sino un gigantesco consolador, que funciona a vapor, y que Mary –una joven que sodomiza a sus amantes y luego les rompe el cuello– amarra a su cintura con correas de cuero. Años antes de que el heavy metal se convirtiera en un género musical, fue el nombre de uno de sus primeros personajes, Willy Urano, el Niño Heavy Metal, también conocido como Willy la Rata, ya que podía presentir amenazas a través de dos antenas altamente sensibles que se asomaban por su cráneo translúcido. Burroughs dijo (con esa terrible presciencia que lo vuelve indispensable) que la palabra en sí misma es un virus. No es una creación humana sino algo ajeno a nuestra especie, una entidad que infectó al hombre primitivo y que nos ha estado utilizando como huéspedes, para propagarse y hacer copias de sí mismo. Reside en nosotros, nos controla y nos da forma. Cumplimos sus órdenes sin saberlo. Aquello que sentimos como lo más humano –la voz constante al interior de nuestra cabeza– es realmente un Otro que vive adentro nuestro en una simbiosis estable, un invasor foráneo que nos obliga a hablar continuamente, aunque solo sea con nosotros mismos: “El hombre moderno ha perdido la opción del silencio. Traten de detener el habla sub-vocal. Traten de lograr diez segundos de silencio interior. Encontrarán un organismo que opone resistencia y que obliga a hablar. Ese organismo es la palabra”. El ébola, la gripe, la viruela, el herpes, la hepatitis y la enfermedad de las vacas locas ocupan un lugar prominente en sus escritos, junto a muchos otros patógenos imaginarios: El Bicho del Día del Juicio, un virus radioactivo, huele a mierda y metal y hace que los jóvenes caigan presa de un frenesí sádico; el virus B-23, una infección de transmisión sexual que presagió la epidemia del VIH/SIDA: su único tratamiento, dosis masivas de opio; hay virus que provocan episodios de masturbación compulsiva tan extremos que conducen a la muerte, otros te tiñen la cara y las entrepiernas de un rojo furioso, y llevan a los hombres jóvenes a cometer asesinatos rituales. Algunos de sus virus son fallidos, códigos maliciosos que no logran cumplir su destino biológico y que están “destinados a languidecer estériles en las tripas de una garrapata, en un mosquito de la jungla, o en la saliva de un chacal moribundo babeando bajo la luz plateada de la luna del desierto”, mientras que otros causan alucinaciones que no solo se sienten como si fueran reales, sino infinitamente superiores a las experiencias de nuestras pobres vidas diurnas. Pero de todas sus creaciones virales, el “virus-palabra” es particularmente extraño, ya que Burroughs incluyó entre sus síntomas no solo aquellos que normalmente atribuiríamos a una enfermedad de este tipo (tos, fiebre, dificultad para respirar, inflamación) sino también “la producción de la realidad objetiva”. El virus-palabra, escribió, fija el significado. Clava la realidad en nuestra mente, como el entomólogo atraviesa el tórax de los especímenes de su colección con afiladas varillas de metal. “Los virus se hacen reales –dijo–. Es una de sus gracias”. Burroughs estaba completamente fascinado por la muerte, pero los organismos virales tenían un poder especial sobre él, ya que ocupan un extraño lugar en la frontera que separa el reino de la vida y el de la muerte: “Se piensa que los virus son una variante degenerada de formas de vida más complejas. Ahora han caído al límite entre la materia viva y muerta. Solo pueden exhibir las cualidades de lo vivo dentro de un huésped, al usar la vida de otro –la renuncia de la vida en sí misma, una caída hacia la maquinaria inflexible, inorgánica, hacia la materia muerta.” Él también pensaba que cada especie tiene un Virus Maestro, el cual es una imagen degrada de dicha especie, y una vez escribió que nosotros los humanos bien podríamos ser un tipo de virus, sin ningún propósito más allá de la replicación sin fin, “uno que ahora puede ser aislado y tratado”.

***

La pandemia de la covid-19 está arrasando ciudades a lo largo de todo el mundo, pero aquí arriba en la montaña casi nada ha cambiado.

Escribo esto durante los últimos días de mayo, en un pueblo remoto al sur de Chile. En mi país, millones de personas están en cuarentena o aisladas en sus hogares, sobreviviendo, por así decirlo, al borde de la vida, que es exactamente la manera en que el profesor de microbiología, E. Rybicki, describió el territorio particular que los virus han reclamado para sí mismos. En el hemisferio sur, mayo es el mes en que las últimas flores se marchitan y los colores ardientes del otoño tapizan el suelo. Para los animales salvajes, la comida se vuelve escasa; en Santiago, pumas acechan las calles. Han bajado de los Andes atraídos por el inquietante silencio que se ha apoderado de la capital durante el toque de queda nacional. Estos elegantes fantasmas, con los cuales ningún chileno está realmente familiarizado, ya que son bestias tímidas y esquivas que evitan a los humanos a toda costa, están siendo filmados mientras deambulan de noche en barrios pijos, por personas que nunca han visto a un depredador de cerca en toda su vida. Aquí, en mi propio jardín, un enjambre de colibríes lucha por las últimas gotas de néctar. Uno de ellos resguarda ferozmente el bebedero que he colgado entre la jungla de enredaderas que obstinadamente trato de cultivar, año tras año, a pesar de que las heladas invernales matan la mayoría de sus nuevos brotes. Nunca había visto tantos colibríes. Solía ​​tener que quedarme esperando, completamente inmóvil, durante mucho tiempo antes de que apareciera una de estas criaturas esmeralda, pero ahora casi chocan conmigo mientras se lanzan en picada, cegados por el hambre y la rabia. Sus peleas son un espectáculo que no puedo evitar disfrutar, aunque soy consciente de que es una señal de lo cruel que se ha vuelto la sequía aquí en Chile, porque las flores silvestres y las plantas de las que dependen ya no brotan como antes. La suya es una vida frenética de hambre constante, sus minúsculos corazones laten cuatro veces en un segundo. Para nosotros, son destellos de belleza que desaparecen en un abrir y cerrar de ojos, tan delicados y fugaces como las flores con cuyo néctar se atiborran; para ellos somos tan lentos como los árboles y desangelados como la arcilla marrón. La violencia es lo único que compartimos: sus picos, afilados como agujas, están siempre chocando, peleando por un alimento hecho para animales mucho más pequeños. Un colibrí debe comer sin cesar o morir. Al igual que nosotros, descansan por la noche, cayendo en letargo, un estado de animación suspendida durante el cual la temperatura de sus cuerpos desciende por debajo de la hipotermia, su respiración se vuelve imperceptible, y los latidos de sus corazones prácticamente se detienen. Cobijados en un nido o colgando boca abajo, duermen como si estuvieran muertos, su reposo es más profundo que cualquier cosa que podamos imaginar, y está lleno de sueños de néctar. Aunque pesan menos de tres gramos, pueden soportar niveles de turbulencia que destrozarían un avión de combate y, sin embargo, están lejos de la gracia perfecta y fallecen de muchas maneras. Bastan un par de horas sin comida para que mueran de hambre. Algunos no sobreviven el frío de la noche, otros son arañados por gatos, otros rompen sus diminutos cráneos chocando contra nuestras ventanas, y algunos mueren retorciéndose de dolor después de ser picados por avispas furiosas o enjambres de abejas egoístas; la agricultura y la expansión urbana destruyen sus hábitats, los pesticidas y los hongos tóxicos envenenan su sangre, pero incluso en la muerte conservan gran parte de su belleza, como si fuera un último regalo para nosotros de este pájaro bendito por el sol: sus diminutos cadáveres, si se dejan a la luz, permanecerán perfectamente conservados, porque todos sus tejidos están atiborrados de azúcar.

Somos menos de cincuenta personas aquí en el pueblo. La ciudad más cercana está a una hora en auto. No he visto a otra alma en meses. Mi esposa es la que baja por el camino de la montaña cada diez días, para comprar comida y provisiones. Cuando lo hace, se lleva nuestro único teléfono con señal, en caso de un accidente, y mi hija y yo quedamos aislados del resto del mundo. Si algo le sucediera, yo sería el último en saberlo. En las condiciones en las que nos encontramos, con el país paralizado por la pandemia y miles de casos nuevos reportados cada día, cualquier cosa que pueda suceder amenaza con convertirse en tragedia. Hoy, por ejemplo, mi perra desenterró una rata muerta.

La encontró en el jardín hace una semana, cuando todavía estaba agonizando. Probablemente había mordido uno de los pequeños cebos de veneno que instalé en el ático. Mi perra me trajo la rata y la puso a mis pies; el ruido que hacen al correr en la noche por el entretecho la habían estado volviendo loca, y mi perra se veía claramente orgullosa por haber atrapado una, finalmente. Ahuyenté a mi mascota, temeroso de los químicos mortales que aún circulaban por el torrente sanguíneo de la alimaña, y enterré a la rata a cierta distancia de nuestra casa. Pero no cavé lo suficientemente profundo. Esta tarde, mi hija de ocho años entró gritando a la casa: ¡La rata, la rata! ¡Kali desenterró la rata! Salí corriendo y me quedé ahí, mirando hacia el interior del agujero, con mi perra moviendo su cola al lado mío, su hocico y sus patas cubiertas de barro. Traté de calmar a mi hija. Por supuesto que no se la comió, le dije, era demasiado grande, probablemente solo jugó con ella un rato, o la enterró en otra parte. Miramos a nuestro alrededor, pero como no pudimos encontrar los restos de la rata, llamé a la veterinaria. Hablé con ella largamente, y luego le aseguré a mi hija que todo estaría bien. Pero no puedo estar seguro de ello. Los síntomas de ese veneno en particular tardan varios días en manifestarse, y son espantosos: moretones, vómitos, pérdida del apetito y del equilibrio, sangrado por ojos, nariz, oídos y boca. No existe antídoto ni tratamiento. Lo único que podemos hacer, lo único que todos podemos hacer, es estar atentos y cruzar los dedos.

Esperar lo mejor.

           

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(Rotterdam, Países Bajos, 1980) vive en Chile desde los doce años. Escribió los libros La Antártica empieza aquí (Alfaguara, 2012), Después de la luz (Hueders, 2016), y acaba de publicar Un verdor terrible (Anagrama, 2020), libro que ya ha sido traducido a seis idiomas.


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