¿Existe acaso una palabra más amplia que alivio? ¿Una que signifique más que solo el final del dolor, pero que incluya la elevación espiritual que implica la partida?
Alivio como misericordia.
Uno puede ver esta forma de alivio en las calles de Estados Unidos ahora mismo, al menos para muchos estadounidenses. En las elecciones de noviembre, más de 78 millones de estadounidenses votaron durante la peor pandemia en lo que va del siglo XXI–algunos de ellos hicieron fila durante una docena de horas– para expulsar a Donald Trump y Mike Pence de la presidencia, y reemplazarlos con el exvicepresidente Joe Biden y la senadora Kamala Harris.
Por cinco años, y para más de la mitad del país, Trump ha sido una constante fuente de angustia. No es su cabello, sus gestos de bufón, su mal gusto, su vulgaridad, su lenguaje o su codicia desnuda. Es que por cuatro años Trump ha gobernado con triunfante crueldad: encerrando a niños en jaulas, expulsando del país a los residentes más vulnerables, demandando quitar la atención médica a las personas en medio de una pandemia; alentando a la policía a usar la fuerza contra los detenidos. Esta ha sido una era de júbilo en el dolor de los otros.
Lejos de celebrar la expresión fiel de la voluntad democrática, Trump, por supuesto, la niega. Alega que la elección fue robada, fraudulenta o falsificada, pero no ofrece ninguna prueba. Así es como Trump opera, sus mentiras crean una realidad para la cual sus aliados buscan evidencia, no importa lo patética o incorrecta que esta sea. Incluso ahora, días después de que ya se dieron a conocer los resultados, están luchando frenéticamente por migajas de evidencia irreal.
Esta falta de cortesía y este tipo de mentiras es lo que ha hecho a la era Trump tan psicológicamente extenuante. Trump se ha creído con el derecho a burlarse de lo que Karl Rove alguna vez llamó “la comunidad basada en la realidad”. “Esa no es la manera en que el mundo realmente funciona –explicó Rove a inicios de los años 2000–. Ahora somos un imperio, y cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras estudiamos esa realidad críticamente volvemos a actuar, creando otras nuevas realidades que también se pueden estudiar. Así es como las cosas se resuelven.”
La administración Trump fue un estudio de qué pasa cuando un hombre toma ese enfoque para absolutamente cualquier cosa. Su fuente de mentiras era inagotable, unas veinte mil según un conteo. Mintió sobre los riesgos del coronavirus y el número de los contagios. Confundió a sus compatriotas sobre el diseño de sus demandas contra el Obamacare. Mintió sobre sus impuestos y sus exenciones fiscales. Mintió sobre su fortuna. Mintió sobre el cambio climático. En algunas ocasiones mintió más de cien veces al día. Piense en ello: el ser humano más visible del mundo, quizás el más locuaz, exhaló aire lleno de mentiras.
Cuando se le confrontaba porque algún comentario había sido ofensivo o había cruzado una línea –lo cual sucedía a diario–, con frecuencia Trump lo rechazaba, decía que se trataba de una broma o que no lo había dicho, así hubiera un video. Y para cuando se perseguía su mentira por esa madriguera del conejo hasta su última defensa –“Yo no lo dije”–, una nueva mentira, una más grande, otra diferente, habría sido cargada en el gigantesco aspersor que era su altavoz: su cuenta de Twitter.
Conservar un sentido coherente de la realidad en medio de este periodo ha requerido una vigilancia y una agilidad cognitiva suficientes para mantener a muchos estadounidenses en un estado duradero de ataque o de huida. Todos vivimos en un mundo en donde debemos observar los fenómenos para discernir qué es seguro y qué es inseguro, en qué se puede confiar y en qué no, qué es verdad y qué es mentira. El gran volumen y la periodicidad de las mentiras de Trump –por no hablar de lo que está en juego– mantuvo a muchos estadounidenses en un estado de miedo constante.
Una gran fuente de alivio sobre los resultados de esta elección es que la continua agitación en la que vivimos, de no irse por completo, por lo menos será abatida. Aún así, resulta desalentador saber que más de setenta millones de estadounidenses votaron para mantener a sus compatriotas en tal situación. Algunos incluso lo disfrutaron. El hecho de que las mentiras de Trump vinieran acompañadas de un estilo soez no lo perjudicó sino que fue una motivación adicional para algunos de sus votantes. Mientras celebran la victoria, quienes votaron por Biden están conscientes de esto.
Los costos de esta era de mentiras tardarán años en desintegrarse. Vivir en Estados Unidos, o incluso estar conectado de forma remota con ese país, significa haber sido tocado por estas mentiras. Han entrado a toda velocidad en cada célula de la tierra como fluorocarbonos, y ahora que Trump va a salir de la Casa Blanca, o será escoltado fuera de ella por el servicio secreto, averiguaremos cuánto durarán y cuál será su impacto.
Está claro que sus mentiras han costado vidas. Un estudio reciente revela que la principal fuente de desinformación sobre el coronavirus es la presidencia de Estados Unidos. En contraste, en sus primeros discursos Joe Biden y Kamala Harris agradecieron a los voluntarios y al personal sanitario, y advirtieron a su país que vendrán días difíciles. Algo que Trump nunca pudo decir.
Vivimos en un tiempo en que los hechos incomodan. Y algunos de ellos son tan incontrovertibles como la gravedad. El mundo se está calentando, como resultado la población se está desplazando, y hay una pandemia letal que se transmite por el aire. Estos hechos forman la base de la triple crisis que estamos viviendo en lo relativo al clima, al nacionalismo furioso y a las ideas revanchistas que plagan nuestro planeta: el racismo, el sexismo y la intolerancia.
Durante los últimos cuatro años Trump ha ofrecido un escape a esos hechos. Unas vacaciones cognitivas. El virus se va ir. Solo miren, en invierno le dará frío. Estados Unidos es grande de nuevo. Hay muy buenas personas en ambos bandos. Sus recortes de impuestos a la clase media fueron los más grandes. No hay nadie en esta habitación que sea menos racista que él. Y no existe el racismo estructural.
Muchas de las fotografías de la Casa Blanca tomadas en este periodo –en donde se veía un cuarto lleno de hombres blancos que fingían trabajar– son, de alguna manera, mentiras también. Cuentan una historia sobre Estados Unidos que contradice la realidad actual del país.
Las mentiras de Trump –su vistoso rechazo hacia los hechos inconvenientes– habrían sido menos efectivas si no se hubieran adaptado tan bien a los mitos que Estados Unidos se ha dicho a sí mismo. En estas bien conocidas historias, Estados Unidos es una tierra de oportunidades para aquellos con agallas y coraje. Es una tierra de gente buena. Sus paisajes son una fuente de orgullo y belleza. Si trabajas con el empeño suficiente puedes alcanzar lo que te propongas.
Muy pocas de estas frases son ciertas ahora, y no lo han sido desde hace algún tiempo. Si naciste pobre, lo más probable es que mueras pobre. Si tu piel es negra las posibilidades de que seas arrestado o que la policía te dispare son más altas. Y la tierra de Estados Unidos está severamente enferma. A lo largo del 2020 una gran parte de ella ha estado en llamas.
El poder de Trump como político fue su habilidad para crear un culto de aislamiento de estas fuerzas. En esto él fue extremadamente estadounidense. Desde el principio, el experimento estadounidense nació de la creencia y la negación. Todos los hombres fueron creados iguales, excepto los esclavos, quienes no tenían derechos y contaban como tres quintas partes de una persona. La razón final del gobierno sería el pueblo, excepto cuando pudiera tiranizar a los terratenientes, por lo que se crearon instituciones como el Colegio Electoral.
Para triunfar como experimento, en sus mejores momentos Estados Unidos ha tenido que reconocer estas contradicciones, rendir tributo al dolor y al sufrimiento de muchos, y proponerse hacer el bien para todos sus ciudadanos. A causa de este esfuerzo se ha expandido el derecho al voto, a la educación, a experimentar y celebrar la vida. ¿Es de extrañar que las mejores expresiones artísticas estadounidenses tengan una profunda vena de tristeza, una alegría a pesar del sentimiento de dolor?
Las protestas que surgieron después del asesinato de George Floyd se sentían como un proyecto artístico colaborativo acerca del devastador abuso que han sufrido los afroamericanos y las personas de color en Estados Unidos. Se pintaron murales, se hicieron carteles, se cantaron y se adaptaron canciones. Hubo alegría en medio de la angustia, porque así se sentía. En las calles un grupo mezclado de ciudadanos levantó sus voces contra la injusticia. En los mejores días de esas protestas se hizo patente el amor. Un sentimiento que sin duda animó a los votantes y a los trabajadores electorales, muchos de los cuales laboraron durante los comicios hasta la medianoche en plena pandemia.
No había duda sobre lo que estaba en riesgo. Hemos tenido presidentes racistas, pero nunca antes habíamos tenido uno que se negara a mejorar, a quien le molestara que se le pidiera hacerlo. Alguien que apeló al resentimiento de los votantes blancos de manera tan abierta, que detestó la idea de que era necesario hacer expiaciones, que construyó una elaborada e interminable estructura de mentiras para preservar el derecho inviolable de quienes nacieron con más, aunque solo fuera un poco más, a sentirse agraviados, víctimas de un complot para quitarles lo que les pertenece legítimamente.
A este sistema de invenciones lo reforzaron las redes sociales, que se han entrometido en cada aspecto de nuestras vidas en la última década, bombardeándonos con algoritmos que nos muestran más de lo que aparentemente queremos ver y oír. Nunca antes nuestra información ha sido más valiosa. A lo largo de una serie de clics y publicaciones casuales, les hemos dicho a las compañías de tecnología dominantes exactamente qué es lo que queremos oír –y Trump usó, como nadie, esta información para atraer votantes.
Trump, más que cualquier otro candidato, estaba deseoso de decir las cosas que la gente pensaba. Así se tratara de un comentario sexista, racista o falso. Igual lo decía. Sus campañas y el circo de gobierno que presidió se convirtieron en un carnaval de las exageraciones y los estereotipos que sus esbirros digitales aprovecharon para crear memes sobre su siempre creciente lista de enemigos. Fotografías alteradas, cuentas falsas y fake news se transmitieron en el ciclo de noticias.
Incluso si usted cree que los rusos no influyeron en el resultado de aquella elección, sus anuncios y desinformación alcanzaron un número sorprendente de votantes estadounidenses. Todas esas personas les dijeron a estas plataformas –con sus likes, clics y publicaciones– en qué creían, qué deseaban y qué esperaban que en realidad ocurriera.
Desde 2016, en parte porque Estados Unidos eligió a su primer presidente troll, cada día se sintió como un día en Twitter. ¿Cuántos ciudadanos no despertaron con el anuncio en un tuit de políticas potencialmente letales? ¿Cuántos servidores públicos recibieron amenazas de muerte porque el presidente decidió –en Twitter– que no le gustaba que estuvieran a favor de la aplicación de la ley? Cada día era una diferente lucha que terminaba en una misma forma de agotamiento.
Como estadounidenses empezamos a imitar este ciclo infernal, especialmente en línea. Cancelamos y bloqueamos personas, formamos tribus de corrección política y a través de las pantallas y con nuestros dedos decíamos cosas que jamás diríamos de frente porque habría una persona dándonos algún tipo de retroalimentación. Desarrollamos noticieros más partidistas y los observamos con una devoción que, francamente, se acercaba al culto. Nada de esto es para minimizar que esta administración puso en peligro constante a muchos de sus ciudadanos con sus políticas y declaraciones. Pero, así como Trump construyó un mundo a base de mentiras y fantasías, también a veces lo construyeron quienes se oponían a él.
¿Cómo salimos de esto? ¿Cómo podemos meter al genio de la posverdad en la botella? De hecho, lo que es un alivio en esta elección es también su mayor reto. Hay una labor inmensa de restauración de la realidad que necesita hacerse en Estados Unidos y alrededor del mundo, sobre todo en naciones que han tenido que lidiar con situaciones similares, es decir, con métodos de distracción y abatimiento impulsados por la tecnología y que refuerzan, a través de la familiaridad de sus mitos, mentiras frescas que hacen que sea más difícil que nunca vivir juntos.
No será suficiente con cambiar a quien ocupa el despacho oval, aunque este es un enorme e importante comienzo. Joe Biden y Kamala Harris tendrán que asumir todo el sistema de disimulo que, como nunca, ha hecho más fácil para los estadounidenses, o para la mayoría de ellos, no encontrar una idea diferente a la suya. Tendrán que responder una pregunta existencial: ¿Cuál era la necesidad de una fantasía como la que vendía Trump? ¿Y por qué sus lados despreciables no fueron suficientes para romper el hechizo? Seguramente buena parte de los setenta millones de personas que votaron por él escucharon sus comentarios racistas y soltaron alguna risilla. ¿Por qué eso no les molestó? ¿Quién les dijo que estaba bien mirar por encima del hombro a los demás y tomar una diferencia superficial, como el color de la piel o el género, y convertirla en una sentencia de muerte, un objeto de ridículo? ¿Qué es lo que provoca la propagación de ese virus? ¿Qué tan depravado se ha vuelto el estado de la educación estadounidense que no se pueden medir tales comportamientos?
La parte esperanzadora de este momento requiere imaginación. Una mentira, a fin de cuentas, es un acto de imaginación, uno que solicita del oyente su participación activa. Un buen mentiroso hace que sea fácil participar, dándoles a sus oyentes material y ganchos narrativos, y luego reforzando la mentira con mentiras adyacentes. Negar verdades incómodas de manera tan descarada, como Trump lo ha hecho, requiere una gran imaginación. Puede no ser tan agotador o peligroso como resistirse a ellas, pero requiere fuerza, voluntad y dedicación: virtudes que Estados Unidos necesita ahora mismo.
La esperanza ha emergido una vez más porque Joe Biden y Kamala Harris están tratando de contar la historia de un país en donde la gente que votó en su contra –o por lo menos que no votó por ellos– pueda sentirse incluida. Este no es un llamado a los racistas violentos, sino un intento por restarle poder a la fantasía que Trump creó para ellos en su gobierno y durante sus campañas, e invitarlos a imaginar un mejor y más grande Estados Unidos. Una nación menos dependiente del castigo, la venganza y la separación. Una que quizá no ve en el sufrimiento un signo de debilidad, sino de vida y de lucha.
El éxito de Biden y Harris en sus intentos por restaurar la decencia en la vida pública dependerá en parte de que el Partido Republicano –que en estos cuatro años se convirtió en una organización blanca y nacionalista– pueda resistirse al universo de mentiras que surgió con el arribo de Trump al poder. Todos sabemos que el megáfono gigante de Trump no se quedará en silencio, así como que su río de mentiras no se agotará. Trump necesita demasiada atención y ni siquiera la mirada del mundo entero le fue suficiente. Cuando usted lea esto un nuevo hilo de mentiras habrá emergido de su boca, ofreciendo una puerta que nos aleje del gran momento en que vivimos y nos lleve de vuelta a la fantasía que él rigurosamente creó. Qué desgarrador esfuerzo se necesita para imaginar a las personas que se nieguen a atravesarla. ~
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Traducción del inglés de Karla Sánchez.
(Cleveland, 1974) es escritor y crítico literario. Compiló recientemente Tales of two cities, The best and worst of time in today's New York, que Penguin reeditará en septiembre de este año.