Tlaxcala es, si excluimos la Ciudad de México, el estado más pequeño de México. El mucho más grande estado de Puebla lo enclaustra casi por completo (una pequeña parte colinda con el Estado de México y con Hidalgo). En los reordenamientos territoriales que fueron parte de las reformas borbónicas de la segunda mitad del siglo XVIII, la intención era integrar esa provincia dentro de la poderosa intendencia de Puebla. ¿Cómo supieron defender su integridad territorial desde entonces y hasta ahora? Fue gracias a una versión histórica sostenida a lo largo del tiempo, con los mismos argumentos construidos durante y después de la conquista, defendidos y aplicados a las diversas circunstancias de su sobrevivencia política en los tres siglos virreinales.
Esta argumentación era como sigue: lejos de ser conquistados, somos conquistadores, aliados imprescindibles de los españoles en la conquista de la Nueva España y más allá. En los años de las guerras de conquista, los tlaxcaltecas creyeron que habían suplantado la hegemonía de la Triple Alianza en Mesoamérica; que serían, junto a esos poderosos advenedizos que llegaron allende el mar, los nuevos amos de la tierra. Pero pronto tuvieron que reconocer la hegemonía ineluctable de los invasores españoles. Aun creyeron asegurado un lugar privilegiado ante la corona. Para esta, los tlaxcaltecas comenzaron por ser, en palabras del emperador Carlos V (1537), “mis primos los tlaxcaltecas”, una cercanía con el monarca que podía anunciar un trato muy privilegiado. Para la corona, proteger a Tlaxcala no conllevaba el peligro de reconocer a posibles herederos de los tronos de la Triple Alianza, como Tenochtitlan o Tacuba, así que pronto los tlaxcaltecas recibieron honores y privilegios. Todavía en un informe de 1575, la Real Audiencia de México le escribía al rey: “importa a la seguridad de la tierra su amistad”.
Sin embargo, no era fácil interpretar y adaptarse a la naciente realidad de la Nueva España y saber qué protegería mejor a la provincia y su gobierno indígena. Para ello, los tlaxcaltecas contaron con apoyos en el mundo español, en primer lugar los franciscanos, luego otros personajes como el historiador aliado del ayuntamiento indígena, el mestizo hijo de conquistador, Diego Muñoz Camargo.
La secuencia de esos privilegios muestra una estrategia realista de autopreservación: en primer lugar, entendieron que la peor suerte recaía en las provincias o pueblos encomendados. Estos, la gran mayoría en la antigua Mesoamérica, eran entregados a conquistadores que dispusieron de las tierras y del trabajo de la gente a su conveniencia y por mucho tiempo sin límites. Además, la distribución de las encomiendas desconoció con frecuencia el ordenamiento territorial de los señoríos indígenas, de tal modo que muchos fueron divididos y/o reunidos con vecinos muy diferentes a ellos, situación caótica que la propia corona lamentaría, pues el orden prehispánico garantizaba las cuadrillas de trabajadores tan necesarias para el naciente y creciente ámbito español en la Nueva España. La solución para evitar ese peligro era ser tierra realenga, directamente dependiente de la corona. Esto ya lo había dispuesto Hernán Cortés, según lo mencionó a Carlos V en 1524, y fue refrendado por insistencia de los tlaxcaltecas una y otra vez:
((Carta de Hernán Cortés al emperador Carlos V, Tenuxtitán de esta Nueva España, 15 de octubre de 1524, en Hernán Cortés, Cartas y documentos: 448))
Y la provincia de Tascaltecal está debajo del nombre de vuestra alteza, no por el provecho ni renta que de ella se ha de seguir, sino porque como vuestra majestad por las relaciones ha visto, aquellos han sido harta parte de haberse conquistado toda esta tierra, aunque primero ellos fueron conquistados con harto trabajo. Y por esto, porque parezca que tienen alguna más libertad, no los repartí como los otros.
Seguía lógicamente fortalecer a la provincia y a su ciudad capital. El gobernador indio don Diego Maxixcatzin, primero de la provincia, viajó a la corte en 1534-1535 con otros altos señores tlaxcaltecas y con el apoyo de funcionarios virreinales. Tras una audiencia con Carlos V obtuvieron sus primeros privilegios: el título de “muy leal ciudad” (en 1537 ya era insigne y siempre leal), un escudo de armas y el compromiso de pertenecer para siempre a la corona (no como encomienda).
Según un privilegio de 1537, los señores conservarían “sus terrazgos y señoríos”. Todos los tlaxcaltecas fueron asimilados a los vizcaínos, vasallos libres, no tributarios, que no pagarían “pecho, cohecho ni derecho”. En vez de tributo tendrían que dar un “reconocimiento a la corona” bajo la forma de ocho mil fanegas de maíz anuales.
En 1540-1545 organizaron con sus apoyos españoles un gobierno municipal indígena o “cabildo”, que reunía gobernador, alcaldes y regidores al uso de los ayuntamientos españoles, pero integrando a esta estructura la organización antigua de varios altepetl (ciudades-Estado), distribuidos ahora en cuatro cabeceras, cada una con su tlahtoani y numerosas casas señoriales o teccalli, cada una a su vez regida por un señor (teuctli), organización claramente representada en el cuadro principal del Lienzo de Tlaxcala y que se plasmó en las Ordenanzas Municipales de Tlaxcala (1545). Esta etapa incluyó la demarcación de la provincia de Tlaxcala respecto de su nueva vecina, la española Puebla de los Ángeles.
Sin embargo, todo ello no protegió a los tlaxcaltecas de la obligación constante de dar numerosos trabajadores a las obras públicas de la propia ciudad de Tlaxcala y, crecientemente, de la ciudad de Puebla; a estancieros (después se llamarían hacendados) y aun a las minas. Las ocho mil fanegas de maíz al año no eran un tributo per cápita, ya que no eran tributarios, pero eso resultó peor: aquella cantidad fija para toda la provincia se hizo cada vez más pesada conforme las epidemias provocaron un descenso drástico en la población. Aún más destructivas fueron las invasiones de sus sembradíos por parte de las estancias de españoles y particularmente por sus ganados, crecientes en las tierras periféricas y en espacios dentro de la propia provincia de Tlaxcala. Fue una lucha constante por proteger sus tierras, comunales o privadas, y a quienes debían trabajarlas, a fin de preservar la economía básica y la sobrevivencia de los poblados.
Por todo ello el cabildo determinó partir de cero y hacer una presentación importante de su causa ante la corona, mediante un yaotlacuilolli o pintura de guerra, “de cuando vino el marqués y de las guerras que se hizo en todas partes”. Este proyecto recién se llevó a cabo hasta 1585, cuando una importante embajada tlaxcalteca viajó a la corte acompañada de Diego Muñoz Camargo.
Tlaxcala era la única provincia del centro de México que no estuvo sujeta a México-Tenochtitlan. Por su posición entre la costa y el altiplano se encontraba en el camino de los españoles, y, desde su temprano encuentro, su posición geopolítica la hizo insertarse en primer plano en esa historia. Aclaremos que, como dijo Hernán Cortés, la provincia de Tlaxcala combatió todo lo que pudo, hasta su derrota, a los españoles, que por cierto ya venían acompañados de cempoaltecas, ellos mismos previamente derrotados. Así había iniciado una cadena de conquistas de diversos pueblos en el camino a México-Tenochtitlan, y tras vencer a la metrópoli continuó a cada vez mayores distancias. Podemos pensar que esa cadena de conquistas continuaba para los mesoamericanos su vida en el posclásico tardío, donde la historia de los reinados se registraba con frecuencia como una sucesión del ideograma aquel de un templo ardiendo, con la techumbre levantada por las llamas: la representación de la derrota de provincias nombradas por su glifo toponímico o su nombre en español. Esas conquistas iban acompañadas de la toma sistemática de esclavos. Y en esto también hubo continuidad, como escribió Bernal Díaz del Castillo en el caso de Tepeaca: “seguida la victoria, allegáronse muchas indias e muchachos que se tomaron por los campos y casas, que hombres no curábamos de ellos, que los tascaltecas los llevaban por esclavos”.
Los tlaxcaltecas ilustraron esa cadena de conquistas en ese yaotlacuilolli del que subsisten varias versiones o fragmentos, principalmente el Lienzo de Tlaxcala y la sección gráfica del llamado Manuscrito de Glasgow, una Relación geográfica atípica: este manuscrito, entregado posiblemente a Felipe II por la embajada tlaxcalteca en 1585 y escrito por Diego Muñoz Camargo, incluye 156 pinturas a tinta que contienen glosas en náhuatl y español, apéndice pictórico que es una versión ampliada (156 contra ochenta pinturas) del Lienzo de Tlaxcala. Nos cuenta paso a paso la conquista de México desde el punto de vista de los tlaxcaltecas, tal como estos quisieron presentarla a la corona, poniendo en primer término su propia participación en ella.
De las batallas entre tlaxcaltecas y españoles no aparece nada en la colección de pinturas. Cada uno de los cuatro altepetl encabeza la colección, tras lo cual figura en múltiples imágenes la conversión de la provincia, que aparece consentida por los pobladores y que incluye quema de templos, varias ejecuciones de reincidentes, quema de “ropas y libros y atavíos”, cambio de atuendos y pelo de los conversos y, finalmente, el bautizo de los cuatro tlahtoque. Notables representaciones del convento e iglesia franciscanos de Tlaxcala y las principales edificaciones virreinales en la ciudad continúan la serie, así como pinturas generales sobre el nuevo mundo y la conquista y colonización de México. Finalmente, Cortés y la Malinche aparecen siendo agasajados en Tlaxcala por los señores de Ocotelulco y Tizatlan, Maxixcatzin y Xicoténcatl. Entramos a la esfera de la alianza tlaxcalteca-española.
Tras el acuerdo de paz figura inmediatamente Cholula. La imagen relacionada porta la inscripción: “Orden y consulta que se dio para la conquista, y de cómo fueron sobre la ciudad de Cholula…”: esto para decir que, posterior a la alianza suscrita en la ciudad de Tlaxcala, ya había una entidad que consultaba internamente los planes de la guerra, entidad que aparece constituida por Maxixcatzin y Xicoténcatl, Cortés y Malinche (y probablemente el otro intérprete, Jerónimo de Aguilar, atrás de ella). El primer acto guerrero después de la alianza es la masacre de Cholula, que en las imágenes del Manuscrito de Glasgow se atribuye orgullosamente a que los tlaxcaltecas habían descubierto una supuesta traición de los cholultecas alentada por los mexicanos.
La serie de Glasgow representa a Tenochtitlan con un palacio donde Cortés y Malinche discurren… con los tlaxcaltecas. Moctezuma figura en pequeño, extrañamente separado de los demás, en su trono en la azotea. Sigue la partida de Cortés al encuentro de Pánfilo de Narváez en Cempoala: ahí se aclara que, rumbo a la costa, “pasó por Tlaxcala llevando número de gente”, y especifica: “gente de guerra”. La estrategia tlaxcalteca pasaba claramente por no soltar nunca a Hernán Cortés.
Luego de la Noche Triste, la marcha desde México-Tenochtitlan hasta Quiahuiztlan, frontera tlaxcalteca con el territorio de los mexicanos colhuaques, fue de conquista y de fuertes batallas. La glosa de una pintura afirma, en mano probablemente de Muñoz Camargo, que en la gran batalla contra los acolhuaques teztcocanos en los llanos de Otumba los “naturales” –entendemos que los tlaxcaltecas– afirmaron haber visto la aparición del señor Santiago en un caballo blanco, en apoyo a las fuerzas hispano-tlaxcaltecas: ¡veloz aculturación! Al matar al capitán acolhua Matlaxopile, Cortés “le quitó la divisa que traía y se la puso él, por poner ánimo a su gente, la cual divisa presentó Cortés a Maxixcatzín, su amigo, llegado a Tlaxcala”. En los “campos de guerra de Tetzcuco y Tlaxcala”, donde ocurrieron intensos enfrentamientos contra fuerzas mexicas, Cortés y Malintzin recibieron de Citlalpopoca, señor de la cabecera tlaxcalteca de Quiahuiztlan, abundantes bastimentos. Los tres aparecen representados en plano de igualdad. Las batallas continuaron hasta Hueyotlipan, ya en territorio de Quiahuiztlan, Tlaxcala, donde Maxixcatzin los encontró “con muy gran copia de gentes de socorro”. De ahí, victoriosos, entran a la ciudad de Tlaxcala, donde una embajada de “los mexicanos” ofrece, de acuerdo con la glosa correspondiente, a los de Tlaxcala repartirse el imperio y ser amigos, a cambio de que maten a Cortés (las líneas anteriores sirven para refutar a los distraídos que reclaman a los mexicas no haber peleado lo suficiente, antes o después de la Noche Triste). Comienzan entonces los preparativos para la toma de México-Tenochtitlan. Los tlaxcaltecas van a Veracruz a recoger municiones y artillería, y comienza la pesada construcción de los bergantines con los que planeaban derrotar a la ciudad lacustre.
La alianza emprende la conquista de los pueblos y señoríos que rodean la metrópoli, particularmente de Tepeaca, conquista “que fue cruel y prolija”, según la glosa de una imagen. Una ilustración relativa escribe: “principio de la guerra por los pueblos y provincias de mexicanos, por consejo de los tlaxcaltecas”. Exageración tal vez, pero es verosímil que hayan sido los tlaxcaltecas quienes propusieran la estrategia bélica de conquistar las poblaciones alrededor de México para cercarlo, hacerle perder ese cinturón defensivo y así debilitarlo. Los tlaxcaltecas, recuérdese, conocían la conformación geopolítica del centro del imperio, y Cortés sin duda aprovechó el conocimiento tlaxcalteca de cuáles eran las poblaciones más importantes, los mejores caminos para llegar a ellas y tantas otras consideraciones prácticas.
En Tepeaca, rebautizada como Segura de la Frontera, los españoles fundieron “el hierro con que se habían de herrar los que se tomaban por esclavos, que era una g, que quiere decir guerra”. Es notable la coincidencia de las dos fuerzas, los españoles y los tlaxcaltecas, en su campaña de conquista, esclavización y alianza posterior con los señoríos para proseguir hasta la presa mayor. Desde ese bastión, la alianza continuó sus conquistas. La imagen relativa a la batalla de Quechólac, similar a la de varias otras de esta sección, muestra a indios contra indios; tras los primeros se encuentra un español a caballo, con su lanza matando a un indio derrotado (caído, ojos cerrados). Les está dando a los españoles la hazaña simbólica de la derrota de Quechólac, dejando claro que son los tlaxcaltecas los que hicieron el trabajo. Siguió, según el orden de las pinturas, el área de la tierra caliente, que después sería el marquesado del Valle, el valle de Matlaltzingo y finalmente la ciudad y provincia de Texcoco, cuya importancia se destaca por la representación de dos españoles a caballo, uno peleando, otro –posiblemente Cortés– dirigiendo las operaciones; unos cargadores en una canoa, y un señor casi idéntico –otra vez Cortés, verosímilmente– hablando con un señor indígena en un templo. Tras la derrota texcocana, importantes fuerzas de esa entidad se sumaron al ejército invasor, junto con las de otras localidades, pero estas casi no figuran en este relato visual tlaxcalteca, como tampoco en el texto de la Descripción de Diego Muñoz Camargo.
Así termina, en esta serie de pinturas, el “machacamiento” de las poblaciones aledañas a la gran metrópoli. Muchas de esas localidades conformaban el cerco de los mexicanos o colhuas sobre Tlaxcala, de modo que, junto a la estrategia de reducir a los aliados de los mexicas, actuaba la de destruir directamente el cerco de Tlaxcala: las fuerzas españolas al servicio de la guerra de conquista tlaxcalteca.
Sigue la serie pictórica de la gran guerra sobre Tenochtitlan, en una de cuyas representaciones figura una mujer, posiblemente Malinche, dando instrucciones junto a una cabeza cortada levantada sobre una estructura. Algunas escenas no incluyen españoles (se distinguen por portar espada y estar a caballo) o apenas en la retaguardia. En Copolco, barrio de la metrópoli, don Antonio Temaxahuitzin, capitán tlaxcalteca, encabeza el rescate de Cortés, quien había caído cautivo de los culhúas. Finalmente llega la dramática sentencia Ic poliuhque mexica, ‘Así se acabaron los mexicanos’.
En seguida figuran 81 láminas que registran la presencia tlaxcalteca en las guerras de conquista encabezadas por los españoles más allá del área central que controlaban los mexicas. Expedición a la Huasteca, 1522-1523; la conquista de Guatemala, junto a Pedro de Alvarado (1524), detalladamente ilustrada, y más allá, hasta Nicaragua y El Salvador. Las expediciones de Nuño de Guzmán al occidente y al noroeste (1530-1531). La guerra del Mixtón contra los indios caxcanes de la Nueva Galicia (1541-1542), en la que los guerreros tlaxcaltecas acompañaron al propio virrey Antonio de Mendoza y en la que también murió Pedro de Alvarado.
Como hemos dicho, la cadena de conquistas de la alianza indígena-española fue acumulando cada vez más contingentes de las naciones derrotadas, que se unían a los vencedores. Los tlaxcaltecas, mexicas, zapotecas, cholultecas, mixtecas y de otras naciones que llegaron a Guatemala establecieron lo que podríamos llamar colonias militares, lo cual era igualmente una práctica prehispánica para sujetar esas conquistas y asegurar la integración de los nuevos territorios. Estos pobladores, que buscaban conservar en sus nuevas tierras su identidad y los privilegios que debían recibir en su tierra natal, contrastan cruelmente con aquellos guerreros tlaxcaltecas que siguieron a Nuño de Guzmán a Culuacán, Nueva Galicia (hoy Sinaloa): según un testimonio, esos “indios amigos” que acompañaban al conquistador fueron casi todos esclavizados por él, sujetos en una cadena, como era la práctica de Nuño de Guzmán.
Detrás de tan numerosas batallas, señalaron los tlaxcaltecas en esta y varias otras ocasiones, se ocultaba un esfuerzo económico y de copiosas pérdidas humanas. Y a fin de siglo el gobierno virreinal les impuso otra colonización remota y masiva: la reunión de cuatrocientas familias para poblar el Septentrión o Chichimecatlalpan, la Tierra de los Chichimecas (ocho poblaciones de cincuenta familias cada una). Esta migración de indios católicos respondía a un esquema nuevo para la pacificación de la frontera: una red de misiones y poblaciones defensivas que darían vida sedentaria a los indios alzados del norte. La migración tuvo efecto en 1591 (contribuyeron a fundaciones tales como San Luis Potosí y Saltillo) y suscitó una fuerte oposición en Tlaxcala entre los elegidos para conformarla. Para estas proyectadas colonizaciones los tlaxcaltecas, en consonancia con los franciscanos fray Gerónimo de Mendieta y fray Gerónimo de Zárate, antepusieron a la autoridad virreinal una serie de condiciones en un Memorial que, negociado, daría lugar a un acuerdo, las Capitulaciones. Estos dos documentos muestran claramente el modelo de organización política que los tlaxcaltecas defendían para su provincia y que querían reproducir, mejorado, en esas colonias: autonomía política, exenciones tributarias y de servicios personales compulsivos y otros privilegios.
Más adelante, el gobierno indio de Tlaxcala enfrentó numerosas veces al gobernador español de su provincia (un supuesto privilegio daba ese nombre a su alcalde mayor), principalmente por no lograr enterar (entregar completas) las cuatrocientas fanegas u otra de las sucesivas cargas que el gobierno virreinal impuso a la despoblada y depauperada provincia, lo que los mandó repetidamente a la cárcel; a los pobladores españoles que quisieron formar un ayuntamiento propio dentro de la provincia (nunca lo lograron), y, siempre, a los estancieros y sus ganados. El gobierno indio se enfrentó también a indígenas enriquecidos que querían participar en él, privilegio que era exclusivo de las casas señoriales, por muy pobres que fuesen, y a poblaciones que quisieron separarse de su control. En una Nueva España crecientemente dominada por la economía y el gobierno españoles, la autoridad del gobierno indio de Tlaxcala parecía obsoleta, pero resistió gracias a esa “narrativa” original y los privilegios que obtuvo durante los reinados de Carlos V y Felipe II. De estos, algunos de los más importantes, relativos a la gobernación de la provincia, fueron elevados al rango de leyes reales al ser incorporados en la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, de 1681.
La prolongada lucha contra su integración en la intendencia de Puebla, como se dijo al inicio, culminó con un gran triunfo de los conquistadores tlaxcaltecas. Mucha tinta corrió por varios años, pero el 2 de mayo de 1793 la ciudad y provincia de Tlaxcala, secundada en esa ocasión por el propio gobernador español don Francisco de Lissa, obtuvo su separación total respecto de la intendencia de Puebla. De ahí a las Cortes de Cádiz de 1810-1812, donde el tlaxcalteca de Ixtacuixtla José Miguel Guridi y Alcocer fue diputado por su provincia y en 1812 presidente de las Cortes, en 1820 diputado provincial por Tlaxcala y miembro y presidente de la Suprema Junta Provisional Gubernativa, y de ahí hasta el Congreso de Anáhuac, donde Tlaxcala estuvo representada por Cornelio Ortiz de Zárate, y finalmente el Congreso Constituyente de 1822, presidido por Guridi, Tlaxcala garantizó su autonomía como provincia y luego como estado.
En estos días se habla mucho en los escasos círculos de historiadores dedicados a la conquista de México sobre la novedad de ver a los indígenas mesoamericanos como conquistadores. Desde luego, el ejemplo más claro de esto fueron los tlaxcaltecas. En 1993, hace veintiocho años, desarrollé las ideas y la información aquí resumidas en un artículo de la revista Historia Mexicana,
{{Andrea Martínez Baracs, “Colonizaciones tlaxcaltecas”, Historia Mexicana 170, octubre-diciembre de 1993, El Colegio de México.}}
y antes y después en varias otras obras,
{{Principalmente Tlaxcala, una historia compartida, tomos 9 y 10 de la Historia general de Tlaxcala, coautoría de Carlos Sempat Assadourian y Andrea Martínez Baracs, México, CNCA/Gobierno de Tlaxcala, 1991.}}
y finalmente en 2008 en un extenso libro del Fondo de Cultura Económica, Un gobierno de indios: Tlaxcala, 1519-1750.
{{Andrea Martínez Baracs, Un gobierno de indios: Tlaxcala, 1519-1750, Ciudad de México, FCE/Colegio de Historia de Tlaxcala/CIESAS, 2008.}}
Los tlaxcaltecas como conquistadores, para bien o para mal, era para mí una idea obvia y profusamente documentada desde entonces. En estos últimos años la idea se presenta como nueva y transformadora del conocimiento de nuestro pasado, y aun de nuestro presente. Será que en estos tiempos precipitados y entusiastas, comenzar los estudios con lo que antes se llamaba “el estado de la cuestión” ya no se considera necesario. ~
(ciudad de México, 1956) es historiadora.