Qué cosa tan singular es la representación de los científicos que viajan a bordo de la nave Prometheus en la precuela de Alien del mismo nombre (esa película que a todos nos gusta odiar, pero a todos de modos distintos, como las proverbiales familias infelices de Tolstói). A bordo de la elegantísima nave de la empresa Weyland viajan cuatro mujeres y hombres de ciencia: dos arqueólogos, un biólogo y un geólogo (y también David, el androide, que sería justo llamar el experimentalista). En una de las peores-mejores escenas del filme los arqueólogos le explican al equipo por qué están allí: han determinado, mediante el arte rupestre de culturas separadas por miles de años y de kilómetros, que una civilización que ellos llaman los Ingenieros sembró la vida en la Tierra hace eones. Millburn, el biólogo, hace la única pregunta sensata de toda la película: ¿Cómo lo saben? Elizabeth Shaw, arqueóloga que también es devota católica o algo así, responde: “Porque eso es lo que he decidido creer.” Pum. Si Millburn no hubiera decidido hacerle pssst pssst al primer extraterrestre que se encuentra, una especie de serpiente curiosamente genital que marca el inicio del esperado terror espacial de la franquicia, habríamos pensado que es un científico modelo.
Sucede que las personas de ciencia no suelen ser supersticiosas, y en todo caso no lo confiesan, aunque siempre usen la misma pipeta para evitar que se eche a perder la centrífuga del laboratorio. También es claro que eligen creer ciertas cosas; la historia y la filosofía de la ciencia están llenas de ejemplos de sesgos o convicciones cognitivas, identitarias e ideológicas que hacen a unos preferir, por ejemplo, la relatividad general y a otros la teoría de la relatividad modificada. La resistencia de Einstein a aceptar la aparente indeterminación y acausalidad del mundo cuántico es famosa, y en todas las disciplinas pasan cosas equivalentes. A pesar de todo es posible que jamás nos encontremos con una científica o científico que diga que cree algo respecto a su área de especialidad, y menos que lo cree porque quiere; eso en ciencia es anatema. Porque no es ciencia. Algo así nos hizo ver Carl Sagan en su clásico El mundo y sus demonios.
Pero los demonios que se agolpan en la enciclopédica summa daemoniaca de Jimena Canales no tienen nada que ver ni con los demonios de Shaw –eso terminan siendo los Ingenieros, por vía de sus más recientes creaciones, los xenomorfos– ni con los de Sagan. Canales, ingeniera física por el Tec de Monterrey convertida en doctora en historia de la ciencia por la Universidad de Harvard, persigue aquí a seres de otro tipo. Desde al menos 1666, el año en que comienza este detallado relato, científicos como Descartes han echado mano de herramientas heurísticas, formas imaginarias de controlar la naturaleza, para empujar el territorio de lo que podemos conocer, así sea a las patadas metafóricas de estos seres mágicos, que tienen que ver más con los demonios paganos que con los cristianos. Es decir, menos poderosos que dioses –que si lo fueran no servirían como experimentos mentales– pero más sagaces y rápidos que los humanos, no tienen signo moral de ningún tipo y pueden ser tanto ayudantes como obstáculos, según quién los cree y para qué. Por eso comienza con el genio maligno justamente de Descartes, un ser capaz de interponerse entre la realidad y nuestros sentidos para distorsionarla o construirla a su antojo. ¿Qué sería real en ese escenario? Es una discusión muy relevante en esta era en la que estamos descifrando trabajosamente las bases neurológicas de la conciencia, nos encontramos fascinados por los efectos de las sustancias psicodélicas y entendemos qué papel desempeñan los sentidos en nuestra construcción de la realidad, pero era bastante blasfemo hablar de demonios en el siglo XVII. Descartes salió triunfal de este debate gracias a su inteligencia, y así nació la tradición de inventar y bautizar estas herramientas mentales tan útiles.
Como la magia, los demonios le dan al científico la capacidad, claro que hipotética, de controlar la naturaleza y de obtener poderes imposibles. Es el caso del demonio de Maxwell, un ser que puede violar la segunda ley de la termodinámica mediante el sencillo artificio de sentarse junto a una puertita o membrana y seleccionar qué moléculas pasan a ambos lados de un frasco: las rápidas para acá, las lentas para allá. En el proceso, en vez de que las temperaturas se promedien como termina por ocurrir siempre en el universo, una sube y la otra baja. Tan sencillo y tan fantasioso. Y sin embargo, el demonio de Maxwell sigue ayudando hasta hoy a pensar en problemas de termodinámica, y ha sido santo de la devoción de grandes físicos desde el siglo XIX.
Lo mismo ocurre con el demonio de Laplace: un ser hipotético, también decimonónico y bastante más ambicioso, que conoce la ubicación y el momento –que es una forma de hablar de fuerzas en movimiento– de todos los átomos que existen, y con ello puede determinar todo el pasado y el futuro del universo. Se invocaría con frecuencia durante el desarrollo de la física cuántica, que como vimos levantó bastantes ámpulas al asegurar, al menos según ciertas interpretaciones, que ni esa inteligencia –como la llamó Laplace, y no demonio– casi absoluta sería capaz de predecir absolutamente todo o cambiar de signo el transcurso de los acontecimientos en el tiempo. Para la inteligencia-demonio de Laplace nada habría sido tan sencillo antes de que se introdujera el insidioso azar a las escalas más pequeñas.
Y hay más. Demonios en la biología, en la informática, en la cosmología y en la sociedad. Está el demonio de Babbage, de Boscovich, de Szilárd; se cuentan por docenas. Son gigantes sobre cuyos hombros microscópicos o astronómicos se han parado los científicos durante más de cuatrocientos años para hacer una de las operaciones más importantes de la ciencia, de la mano de la observación o la cuantificación: imaginar. Estuvieron allí cuando se entendió el movimiento browniano, se desarrolló la bomba atómica y se sentaron las bases de lo que hoy se conoce como inteligencia artificial (un nombre que le habría hecho una gracia gigantesca a Descartes).
Gracias a la fluida pluma de Canales y a su propia naturaleza, la historia de los demonios es nada menos que un buen trozo de la historia de la física occidental, que es decir básicamente la física como la conocemos. No hay que forzar mucho la mano para desenterrar las uniones de esta vieja y extensa cañería, especialmente con una autora tan diligente que da la impresión de que, allí donde un paper mencionó la palabra demonio o su equivalente del siglo XVII para acá, allí estuvo Canales con las herramientas para situar al personaje dentro de su genealogía y discutir con lucidez y picardía su utilidad como herramienta para extender las ideas científicas, tan formidables pero tan sacrificadamente arrancadas a la naturaleza.
Hay que advertir, eso sí, que no se trata de una lectura introductoria: exige conocimientos más que rudimentarios sobre los conceptos físicos que se discuten –en este sentido no se trata de una obra de divulgación– y un interés por la historia de la física y tal vez la informática y la teoría de la información que supera al del lector promedio de obras de ciencia o historia para no especialistas. No está claro, pues, a qué lector está dirigido este ambicioso proyecto, fuera del mundo académico, pero en la medida en la que encuentre su público tiene sentido que lo haga acogido por el catálogo de Arpa. Se agradece también que se publiquen libros de ciencia escritos por mujeres; la asimetría en la divulgación y en general en la escritura sobre ciencia es tan llamativa que ya se vuelve escandalosa. Y desde luego es una hazaña añadida que se traduzcan, aunque una traducción más pulida habría hecho mucho por lubricar la lectura. O tal vez contar con la ayuda de los demonios correctos. ~
Es diseñadora industrial por formación y divulgadora de la ciencia por vocación. Edita, traduce y escribe.