El negacionismo empieza por uno mismo/a, tal como indica el Evangelio. Maquillando las propias cuentas queriendo o sin querer, por mera ensoñación. Por lo demás, los datos están todos mal, o la mayoría. Lo cual posibilita la variedad teórica y el nacimiento de nuevos mundos, así como el simple delito, cuya catalogación también es mudable según quién lo cometa y otros criterios de quita y pon.
Todo es un acuerdo siempre variable sobre lo que vale la pena medir y quién y cómo lo hace. Se revisan los datos del trimestre y año anterior… hasta que deja de hacerse. Y se dan por buenos, o se cierra ese capítulo con un cierto apaño o consenso. Pero están todos mal, o medio mal. Es imposible medirlos, no conviene medirlos, o una mezcla de las dos cosas. O simplemente no hay registros ni fórmulas estrictas. Las cifras bailan con los conceptos en una danza sin fin. La exactitud es una utopía antigua. En el mejor de los casos los aparatos o personas o rutinas que los miden se han despistado, hay holgura, horquillas, fricciones, corrupcioncillas, intrusiones, fallos humanos, mecánicos, divinos.
Los algoritmos heredan sesgos del primer programador, quizá un copiapega; un software engendra al siguiente y luego ya no se puede retroceder y parchear el origen sin desbaratarlo todo. La huida hacia delante es el único camino, tal como vemos en el turbio universo Facebook. Cambiar el nombre, como ya hizo Google/Alphabet. El límite entre el offshore y el narco, etc. Las combinaciones de letras son inagotables; los logos, infinitos. La trivialización del logo es paralela a la banalidad de la doble contabilidad.
Las democracias generan organismos oficiales para revisar las cuentas una vez que ha pasado el toro temible del presente: proliferan las cámaras de cuentas o similares. Terrible tarea y castigo revisar las cuentas del pasado lejano reciente, cuando ya nada importa y nada coincide. Los escándalos de las auditoras mundiales que homologaron los pufos previos al crack del 2008, aquel chispazo premonitorio de Enron, los trucos de Volkswagen… El auditor auditado ad infinitum.
Los datos están todos mal cogidos o trucados o amañados. La regla para imponer el impuesto de plusvalía en los inmuebles en España está mal hecha. Vaya por Dios. Y la ñapa la ha descubierto un señor individual que ha pleiteado durante lustros. La justicia ha tardado tanto en reconocerlo… tanto como siempre. ¿Podríamos remontarnos al origen de esa trampa contable, de esa regla trampa? El recibo español de la luz es el ejemplo más claro de esta iconmensurabilidad de las cosas. La metafísica está en las cuentas. El dinero, que crean los bancos de la nada por el crédito, es metafísica, o sea, metáforas enredadas hasta lo inextricable. Las marcas de coches urdieron un cártel y ahora miles de compradores pueden reclamar hasta 2.000 euros… si encuentran los recibos. El Instituto Nacional de Estadística (INE) de España lleva años midiendo mal el impacto de la luz en el IPC(El Confidencial, 22-10-21). Mal para quién. Todo se mide bien para el que manda o decide y mal para el que lo sufre o lo ha de pagar. La plusvalía del mal medir.
Las revisiones de esos fiascos proporcionan grandes negocios y requieren legiones de revisadores y auditores que a su vez deben ser supervisados por máquinas cada vez más interesadas. Todo se aprovecha. El fallo es rentable y reciclable hasta que surge otro más valioso. Pero las mediciones mal hechas o amañadas en caliente son el origen del progreso ya que estimulan la esperanza, aplazan los suicidios y soportan las ilusiones, que son foco de nuevas estafas y motor de nuevos grandes negocios. La promesa del blockchain de registrarlo todo y sellarlo para siempre se ve empañada por los fiascos y estafas en su implementación y por la opacidad que acompaña como un complementario inesquivable a la nítida exactitud que ofrece en teoría. Los datos mal tomados o alterados son necesarios para que funcione la vida social y se renueven los negocios. Igual que los conceptos que definen cada forma de calibrar.
Me contaron el caso de una persona que aprendió desde muy joven a trampear las cuentas de un organismo en el que fue ascendiendo: cuando llegó a lo más alto continuó ejerciendo ese “oficio” clandestino hasta que –quizá por pereza o simple honradez–, decidió erradicar esas prácticas de doble contabilidad. Ese oficio clandestino del trampeo sistemático le permitió, cuando por fin tuvo la responsabilidad de dirigir el organismo para el que durante años había maquillado las cuentas al servicio de otros directivos, gestionar con modélica limpieza, pues nadie podía engañarle.
Esta persona, al haber empezado su carrera aprendiendo y aplicando los métodos de camuflaje y alteración de cuentas y datos, supo dirigir la empresa durante muchos años esquivando sutilmente los errores que a otros entes similares, a la inmensa mayoría, habrían de abocarles a la ruina tras el despilfarro de los años opíparos. Sin haber sido antes muñidora o urdidora de mil trampas, esa persona no hubiera podido pilotar la organización como lo hizo cuando tuvo oportunidad. Este caso, inventado en base a hechos reales, muestra la necesidad de conocer a fondo las artes de trampeo sistemático. Si desaparecieran de repente las trampas el sistema seguramente colapsaría de pura perfección.
Quizá esta dificultad de medir y contar con exactitud no obedezca siempre a una voluntad de enturbiarlo todo para enriquecerse o prolongar la agonía de entes ya putrefactos, quizá forma parte de la naturaleza de las cosas o del propio mundo, que funcionaría precisamente porque deja resquicios o respiraderos entre números y conceptos. Los artefactos que nos traen la vida nos quitan la vida. Lógico. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la página gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).