La transformación del periodismo de guerra

Debido a los cambios recientes en la industria periodística, se ha vuelto cada vez más difícil cubrir los conflictos bélicos. La precarización, la censura y el complicado acceso a las zonas de enfrentamiento han impedido, entre otros factores, que los reporteros cumplan con un trabajo esencial para la rendición de cuentas.
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Nunca desde 1946 ha habido tantos conflictos en el planeta. Y al mismo tiempo, nunca hasta ahora habían sido tan difíciles de cubrir para el periodismo.

A una industria en transformación, con presupuestos cada vez más decrépitos, afectada por una crisis del modelo de negocio debido a las nuevas tecnologías y las redes sociales y a la caída de los ingresos por publicidad, se suma el cada vez más difícil acceso a las zonas de conflicto, el encarecimiento de las coberturas y el uso de propaganda y noticias falsas más sofisticadas por las partes en conflicto.

No es lo mismo cubrir guerras con una empresa poderosa y un buen presupuesto detrás, como sucede en los medios estadounidenses o británicos, que ser un corresponsal freelance, indigente de los medios europeos y espécimen en vías de extinción, o un periodista local, la principal víctima del sector en conflictos armados, como atestiguamos en Gaza. La inflación también ha afectado a los corresponsales independientes, ya que vivir en las capitales desde donde se cubrían conflictos se ha encarecido, mientras que sus honorarios se han reducido. Además, el periodista se ha convertido también en objetivo de guerra.

Al mismo tiempo, las transformaciones tecnológicas, la atomización de voces y de medios, la profesionalización, la democratización y la diversidad de los profesionales y de los canales de transmisión de la información hacen épica de la incertidumbre en la cobertura de guerra con palabras o con imágenes. El ser humano suele ser reacio al cambio y esclavo de sus instintos, entre ellos la violencia.

El sueco Stig Arne Nohrstedt estudió la cobertura de conflictos desde el final de la Guerra Fría, con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la disolución de la Unión Soviética en 1991, que dieron paso a un nuevo orden mundial con sus “nuevas guerras”: los Balcanes en 1990, la guerra del Golfo (1990-91), con la que cnn logró su avance comercial empotrándose con los marines, y en 2001 la guerra de Afganistán, con la que ganó prominencia Al Jazeera. La guerra de Irak de 2003 supuso la incursión de internet y los blogueros en zonas de conflicto.

Según Nohrstedt, la guerra de propaganda facilitada por el habitual empotramiento de la prensa con sus ejércitos favoreció una narrativa de víctimas “dignas e indignas”. Y al mismo tiempo canales como Al Jazeera se presentaban como un contrapoder a ese control occidental de la compasión.

Con el cambio de siglo, las voces y los medios se diversificaron y especializaron gracias a la inmediatez de la tecnología. Las redes y el periodismo ciudadano pusieron en tela de juicio el periodismo tradicional. Los recortes en las redacciones forzaron la proliferación de la figura del freelancer, que alcanzó su cima hace una década con la Primavera Árabe. Los políticos tienen acceso directo a la audiencia sin necesidad de pasar el filtro periodístico. Pero este oficio es primordial para el flujo de información veraz en democracia y para que los poderosos y los criminales rindan cuentas.

Según un informe de la Universidad de Uppsala, en 2023 el mundo registró 59 conflictos armados, el número más alto desde 1946. El dato positivo es que los muertos civiles se redujeron a la mitad.

¿Cómo están afectando estos cambios a la cobertura de conflictos? En Letras Libres hemos entrevistado a varios compañeros de profesión que acumulan décadas de guerras y trabajan en formatos distintos para conocer mejor qué sucede sobre el terreno.

La principal preocupación entre la camarilla es el dinero. En Estambul, una de las ciudades desde donde se cubren tanto conflictos de Oriente Medio como el de Ucrania, alguien avisa en un grupo de WhatsApp que acaba de llegar una periodista gazatí veinteañera, brillante y políglota que está buscando trabajo. Otro veterano fotógrafo de guerra con enorme talento que ha trabajado para los principales medios internacionales le contesta: “Creo que todos estamos buscando trabajo.” Comentamos esta anécdota con una compañera europea, que hasta hace un año colaboraba con un medio potente. Cada vez le resulta más difícil sobrevivir, “imagino que tendremos que diversificar”, acordamos mientras tomamos un café cerca de la avenida İstiklal.

A Rob Hodge, subdirector de Noticias Internacionales de Channel 4 News, no le gusta el término “periodista de guerra”, pero él las ha cubierto casi todas en las últimas tres décadas. Es el productor que trabaja codo con codo con Lindsey Hilsum, y ha atesorado para el equipo buena parte de los premios del canal. Cree que el concepto de periodista de guerra es un cliché. “Siempre he tenido un pequeño problema con ese término. Desconfío de la gente que dice ‘soy un periodista de guerra’. No conozco a nadie a quien respete que se defina así. Se trata de contar historias que casualmente tienen que ver con la guerra. Se trata de tener el contexto para mostrar su significado”, explica el británico.

Como otros entrevistados, Hodge considera que el presupuesto para cubrir un conflicto es el primer escollo. “Es prohibitivamente caro. Cuesta una enorme cantidad de dinero tener gente en esos lugares, y el beneficio no es siempre el que uno esperaría.” Channel 4 moviliza un equipo de unas ocho personas, incluidos la periodista, el productor, el cámara, el “fíxer” (un facilitador o traductor), y personal de seguridad que se desplazan en dos vehículos. Hablamos de varios miles de dólares al día.

“No es una operación ligera”, comenta Elizabeth Dalziel, fotógrafa freelance desde 2011 y que durante quince años cubrió para The Associated Press las guerras de Irak, la segunda Intifada en Palestina, los conflictos en Afganistán, Sri Lanka o el narco mexicano. Esta tapatía de madre estadounidense también es la esposa de Hodge. “Cada vez es más difícil ir como freelancer, antes te subías al coche de quién sabe quién y nos íbamos para el frente.”

Por otro lado, hay que sumar el coste tecnológico en foto y video, que se ha reducido, y en el caso de los medios estadounidenses, el seguro, me comenta un colega insomne, periodista y académico, que ha trabajado en zonas de conflicto durante más de quince años. “Antes el material costaba decenas de miles de dólares, ahora viajamos con equipos que cuestan menos de diez mil, en ese sentido se ha vuelto más barato y más fácil.” Pero no así el seguro. Para un extranjero, cubrir la guerra en Ucrania implica un coste de unos mil dólares semanales, mucho menos para un local. Reporteros sin Fronteras proporciona seguros por varios cientos de euros al año a periodistas independientes. “Por eso hay muy pocos freelancers internacionales que informen sobre el conflicto de Ucrania, porque el coste es un obstáculo”, asegura esta fuente. Algunos medios europeos de renombre no pagan más de sesenta euros por contenido en texto, y videos que hace diez años se pagaban a mil euros han bajado a quinientos.

“El freelancer tiene la libertad y la capacidad de elección, pero carece de la capacidad económica para poder asumir los costes de trabajar en determinadas zonas. Por ejemplo, trabajar en una zona de guerra ‘normal’ por lo menos son cuatrocientos o quinientos dólares al día”, explica Ricardo García Vilanova, un premiado fotógrafo de conflictos con más de veinticinco años de experiencia que colabora con medios internacionales. Nos habla desde Ucrania. “Difícilmente puedes llegar a cubrir este tipo de gastos como freelancer. Una empresa sí puede, pero los de plantilla tienen menos libertad de elección. Tiene ventajas y desventajas.”

No obstante, el periodista recuerda que se pueden superar estos obstáculos dedicándole más tiempo y creatividad a conflictos cronificados o con menos atención pública, como el de Chad-Sudán. “Si tienes un presupuesto para invertir seiscientos dólares al día consigues las cosas de un día para otro. Si no tienes ese dinero, puedes llegar a conseguir esas cosas, pero quizá tienes que invertir diez días de trabajo. Cada vez es más difícil, ya no digo ganar dinero, sino rentabilizar las inversiones que haces para cubrir conflictos obligados” como el sudanés.

Una de las soluciones para muchos profesionales es asociarse en colectivos y crear un medio propio. Es el caso de la revista 5W en España, que trabaja en gran medida con freelancers en zonas de conflicto. Maribel Izcue, su cofundadora, nos explica que “el hecho de tener limitaciones financieras hace que no podamos hacer coberturas a veces tan amplias o tan largas como nos gustaría, o sea, los retos son principalmente financieros. Pocas cosas se pueden cubrir con poco presupuesto. Te diría que esto afecta al periodismo en general y a la información: cuantos menos periodistas, menos ojos y más impunidad”.

Otro nuevo obstáculo es el acceso, tanto a los territorios como a las fuentes. Una prueba de ello es la actual guerra entre Israel y Gaza, o la invasión rusa de Ucrania. Como sucedía en Siria, si se cubre un lado, no se puede cubrir el otro.

Las autoridades cada vez ponen más cortapisas burocráticas, asegura García Vilanova: “Y es más evidente en Gaza. Yo estuve varias veces en el pasado y nunca me había encontrado la posibilidad de no acceder a un conflicto, siempre lo he conseguido, hasta Gaza este año. Esta vez ha sido imposible. La única forma de hacerlo era entrar empotrado con Israel, pero no era el caso. Yo quería cubrir a la población civil, pero Israel no ha dado esa opción. Para mí esto sí marcó un punto de inflexión muy grande, de cómo ha cambiado el periodismo y cómo es posible que haya esta censura, sobre todo con algo tan importante como es contar las historias humanas de todo lo que sucede cuando se asesina a población civil. Esto afecta mucho al trabajo del periodista, porque solo tenemos una parte de la historia. Todo lo que no se explica no existe.”

En efecto, Dalziel asegura que en su tiempo en Israel había mucha más movilidad, “el acceso era bastante libre y podías brincarte del lado israelí al palestino, no había muro”. Y con la actual falta de acceso “se ha ido construyendo una caricatura del otro, una deshumanización del otro, que ha permitido cometer todas las atrocidades que tanto palestinos como israelíes han infligido el uno sobre el otro. Eso es parte de la guerra”.

Mi compañera europea, con la que sigo tomando un café cerca de İstiklal, cubrió esa guerra en la última década: “Para entrar en Gaza requerías la autorización de Hamás, y una vez dentro tenías que ir acompañada por un vigilante, no tenías acceso a todo lo que querías.” Según Izcue, “Gaza es un agujero negro informativo y eso permite que se cometan atrocidades en los márgenes, en la sombra, fuera de la vista de nadie, lo cual crea un enorme espacio de impunidad.”

Recuerda Dalziel que antes era más fácil empotrarse con un ejército. Ahora es más difícil que, por ejemplo, el ucraniano dé acceso porque no quieren testigos molestos si no están ganando la batalla. Hodge confirma que “los lugares a los que puedes ir son muy limitados, porque el gobierno ucraniano o los actores ejercen un control muy estricto. Así que no quieren que aparezcas… Le quitan la acreditación a la gente, les ha pasado a algunos, no a nosotros. Si mostrabas cosas que ellos no querían, te quitaban la acreditación. No se trata necesariamente de censura, pero sí de un problema de control de la difusión del mensaje. No quieren que muestres una historia en la que aparecen cincuenta ucranianos muertos, porque están vigilando y controlando ese mensaje. Y eso ha sucedido continuamente y está sucediendo en Israel”. En efecto, los principales medios internacionales han tenido tensiones con Kiev sobre su cobertura del conflicto.

La atención mediática para estos conflictos también varía. El público sufre un hartazgo de imágenes que también llegan por redes sociales. Y, a medida que pasa el tiempo, la tensión informativa decrece. Por ejemplo, el enquistado conflicto de Afganistán bajó a un 4% de audiencia en Estados Unidos en 2010. La invasión rusa de Ucrania superó el 30% de audiencia en el primer año, pero ha disminuido con la alta polarización emocional que supone el de Israel y Gaza. Esa proliferación de imágenes del horror “antes contribuía a la memoria, pero ahora contribuye casi más al olvido. Hay una fatiga de compasión”, dice Dalziel citando a Agnès Varda.

¿Está perdiendo el cuarto poder influencia? El escritor y exmilitar Will Bardenwerper escribió hace unos años que sentía una gran frustración porque el oficio no producía grandes cambios históricos ni mejoraba la vida de las víctimas. Izcue opina que sí la ha perdido, “porque vivimos en una época de muchísimo ruido en lo que a información se refiere, información y desinformación, y eso hace que la atención se diluya y por tanto también la presión. Los periodistas y los medios lo que tenemos que hacer es consolidar nuestra credibilidad, como periodistas y como medios, para diferenciarnos”.

El productor Hodge se ha quedado dándole vueltas a la pregunta. “No sé cuánta influencia tenemos. Creo que solo podemos ir y mostrar lo que vemos que sucede e intentar explicar por qué está sucediendo. No todo el mundo hace eso.”

Mi colega insomne cree que las fuentes de información se han diversificado con la inmediatez de las redes sociales y parece que los medios fueran lentos en responder porque el público no comprende que se rigen por unos formatos y unos horarios. “Los medios de comunicación solían ser los guardianes, solíamos ser los canales de referencia a los que la gente acudía. Hay un problema real en eso.” García Vilanova considera que hay que “educar a la sociedad” para valorar la información propia: “puedes crear una foto con inteligencia artificial, puedes escenificar una foto de una forma creativa para que la gente entienda qué está pasando. Pero esto no es periodismo”.

Dalziel se esfuerza por educar a sus hijos en distinguir la información veraz. “You can dress a pig in a suit”, menciona divertida, “pero hay una diferencia entre un profesional que sabe cómo contar una historia y una persona que nada más agarra un teléfono y no verifica, es uno de los problemas del periodismo ciudadano”.

Ciertamente, una buena parte de la audiencia, guiada por las hormonas y el auge de lo emotivo, prefiere seguir a un influencer que a un medio serio. Volviendo al café con mi redactora europea, le enseño la cuenta de Instagram de un tal Ahmed Eldin, un estadounidense-kuwaití de origen palestino que trabajó como presentador en Al Jazeera y que desde el ataque de Hamás ha acaparado más de un millón de seguidores llorando desde la playa –y posando como guapo– por los palestinos. Ahora se define como actor. En su cuenta, “hay genocidios y junto a eso relaciones tóxicas, qué absurdo”, ríe la compañera, “el periodismo es otra cosa”. Confiesa que uno de los motivos que la impulsaron a abandonar la cobertura palestina fue la frustración por no mejorar la vida de las víctimas. “Cuánta gente tenemos alrededor que no usa la guerra para beneficio propio, sino para crear conciencia”, reflexiona. ~

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Es periodista. Ha cubierto Europa, Asia y Medio Oriente para medios como Associated Press y The Guardian


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