A pesar del indiscutible avance de la historiografía política sobre el siglo XIX mexicano, en las últimas décadas, el periodo conocido como “Centralismo” o “República Centralista” sigue estando asediado por tópicos interpretativos que, equivocadamente, lo asocian con el “conservadurismo”, el “monarquismo” o con alguna regresión al régimen virreinal. Los dilemas y debates constitucionales y políticos que tuvieron lugar, en el México de entonces, no fueron muy distintos a los que caracterizaron todo el republicanismo hispanoamericano o el liberalismo europeo de la primera mitad del siglo XIX.
Un volumen justamente titulado Los centralismos mexicanos –porque fueron varios–, coordinado por la historiadora emérita de El Colegio de México Josefina Zoraida Vázquez y Vera, es una de las más serias inmersiones historiográficas en aquel complejo tránsito constitucional que se vivió en México entre la cuarta y la quinta década del siglo XIX. Aquella transformación produjo un abandono del pacto confederal establecido en 1824, con gran respaldo de las élites regionales. Un abandono que, no por breve, deja de ser decisivo para comprender la evolución de la débil unidad territorial del Estado mexicano entre la consumación de la independencia en 1821 y la invasión de Estados Unidos entre 1845 y 1847.
El estudio adopta un enfoque temática y metodológicamente plural que permite avanzar sobre el proceso legislativo y administrativo del giro al centralismo, a través de los congresos que agenciaron el cambio constitucional, pero también sobre el impacto de aquel tránsito en la hacienda pública, las relaciones con la Iglesia católica y la reorganización de los gobiernos departamentales. El libro incorpora estudios de casos concretos sobre los antiguos estados federales y los nuevos departamentos en Zacatecas, Guanajuato, Michoacán, Jalisco, Yucatán, Veracruz, Puebla, Oaxaca, Durango, San Luis Potosí, Nuevo León y Sonora.
El resultado es un panorama muy abarcador del experimento constitucional centralista, que actualiza, desde la historia política, estudios clásicos como los de Michael Costeloe, Cecilia Noriega Elío y Reynaldo Sordo. Los dos grandes dilemas que produjo aquel cambio constitucional, el de la recomposición de la clase política republicana, por medio del incremento de cuotas de ingreso y propiedades para la representación legislativa y la asunción de cargos de gobierno a nivel regional y nacional, y el de la reorganización administrativa y fiscal de los nuevos departamentos, son abordados de manera exhaustiva en los capítulos dedicados a cada caso regional.
Hay un cuidado especial en captar las singularidades departamentales, en cuanto a la interacción de intereses locales y élites políticas. En estados de fuerte vocación federalista como Zacatecas, Jalisco, Texas y Yucatán, el giro al centralismo fue el punto de partida de reacciones centrífugas o claramente secesionistas. En cambio, en otros estados como Guanajuato, Michoacán, Oaxaca o Puebla, el centralismo llegó a tener una importante acogida entre las élites económicas y políticas locales. La subdivisión de los nuevos departamentos en distritos favoreció el respaldo a una reorganización territorial que se justificaba con el argumento del “fracaso del federalismo”, como una forma de gobierno importada desde Estados Unidos y ajena a las tradiciones políticas de la monarquía católica española.
Aunque la duración del régimen centralista fue muy breve –apenas siete años y medio, entre 1835 y 1841, bajo el régimen de las Siete Leyes, y luego entre 1844 y 1845, bajo las Bases Orgánicas– su impacto en el proceso de integración territorial de México no fue menor. El libro da cuenta de esos efectos por medio del repaso preciso de la nueva regionalización del régimen y de la sugerencia de un marco comparativo entre los estados de la República Federal y los departamentos de la República Centralista. Ese marco comparativo arroja luz sobre el mapa del federalismo y el centralismo en México a mediados del siglo XIX. Desde las primeras páginas, el centralismo aparece como una solución constitucional, no ajena a los últimos años de la Nueva España y el breve imperio de Agustín de Iturbide, o más precisamente, entre la aplicación de la Constitución de Cádiz en 1812 y el Plan de Casa Mata en 1823.
El primer capítulo, dedicado a los congresos centralistas entre 1835 y 1846, destaca continuidades subestimadas con el primer republicanismo federal. Tanto ese capítulo como el siguiente, sobre la “organización político-territorial del centralismo”, son fundamentales para ofrecer una visión de conjunto del libro, y aportan valiosos detalles sobre la composición de las legislaturas, que dieron forma a la representación política en medio de la reconstrucción territorial del país. Los cuadros comparativos sobre las Siete Leyes y las Bases Orgánicas iluminan un periodo del gobierno representativo mexicano del siglo XIX, muy desatendido por la historiografía.
Es inevitable relacionar la crisis final del centralismo con el conflicto con Estados Unidos, que se precipita entre 1845 y 1847 y concluye con la pérdida de más de la mitad del territorio del país. La manera en que el libro aborda esa relación es sutil, distante de cualquier determinismo. La posibilidad de otro curso para la construcción del Estado nacional, en el siglo XIX, no se atisba de modo causalista o especulativo. De esa manera contribuye a cuestionar equívocos sobre un supuesto excepcionalismo mexicano dentro de lo que, alguna vez, el historiador chileno Claudio Véliz llamara la “tradición centralista latinoamericana”. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.