Escribiendo sobre Richard Garnett, el autor de El crepúsculo de los dioses, T. E. Lawrence afirmó que había nacido demasiado pronto o demasiado tarde para que su libro encontrara lectores afectos. Eso mismo se me ocurre decir de J. M. Herrera, aunque con la esperanza de equivocarme como se equivocó Lawrence pues el libro de Garnett fue un éxito. Algo tienen en común. Allí se habla de dioses difuntos y aquí de tumbas vacías, incluida la tumba de un Dios, escrito con la mayúscula que parece indicar que se trata del “único Dios verdadero”, o sea, el cristiano. No es la única asociación que se me ocurre. Además de la mencionada en la solapa, las vidas imaginarias de Schwob, me parece que hay un atrevimiento, una especie de desafío, al arriesgarse a escribir vidas imaginarias, o para ser precisos, muertes falsas, después de Borges. En la incierta frontera entre ficción y realidad en que se sitúa nuestro autor con maestría aún podemos evocar al Unamuno de Niebla o al de Cómo se hace una novela. La realidad penetra la ficción y la ficción se adensa en referencias eruditas y datos aparentemente incuestionables, de esos que están en todas las enciclopedias, perdón, en toda la web.
El subtítulo precisa que se trata de tumbas vacías. Si el lector ha echado un vistazo al índice ya sabe por qué: porque se trata de criaturas inmortales que tienen la suerte de no tener cuerpo y no padecer corrupción, entes ideales cuya apariencia se recuerda con dificultad –no en todos los casos– o es directamente sometida al humor de la época que los recreó. El ejemplo más evidente es don Juan, un seductor inconstante dramatizado por primera vez en el Barroco español. Pero la pregunta a formular es: ¿cómo es que unas criaturas inmortales precisan de una tumba? ¡Ay! Porque el origen de su existencia es tan contingente como la imaginación que las concibió. De una u otra forma todas ellas –para no herir sensibilidades, dejemos a Dios al margen– han salido de la imaginación humana, acuciada sin duda por la necesidad y la finitud.
De Adán, el primer hombre, al último Dios de Occidente, la historia de nuestra cultura europea se condensa en torno a unas pocas figuras que reflejan su tiempo en el intervalo que el narrador necesita para justificar la ecuación entre vida y muerte que él resuelve adjudicando el lugar hipotético en que podrían haber descansado. Si alguien como Cyril Connolly pudo llamar a un diario en tiempos de guerra para “pensamientos oscuros” La tumba inquieta (en la primera versión al castellano, el traductor prefirió El sepulcro sin sosiego), forzando la metáfora, pues solo la vida es de suyo inquieta y carente de sosiego, Herrera ha preferido sembrar la inquietud entre sus lectores evocando un puñado de tumbas vacías, líneas de fuga de la imaginación occidental, siempre necesitada de ensueño, de idealidad, incapaz de aceptar nuestra condición de animales mortales.
Uno de sus personajes piensa “la muerte como realidad suprema”. Pero no nos engañemos. Aquí se habla de su olvido, una paradoja más en un libro lleno de ellas, pues con el pretexto de hablar de tumbas –necesario correlato de la muerte– solo se habla de vidas. Y así desfilan ante el lector, después de Adán, las vidas clásicas de las atormentadoras sirenas, Teseo, el fundador de Atenas, las figuras misteriosas de la sibila y la vestal, el rey más ilustre del medievo, Arturo, la improbable papisa Juana, las tumbas de un ser de tinieblas como Drácula (el vaivoda rumano Vlad Dracul, no el personaje de Stoker, tantas veces multiplicado en el cine) y la de un ser de arcilla y aire, el Golem; el ya mencionado don Juan, la apasionada y sufriente Madame Bovary, el silencioso Gregorio Samsa y, como ya se ha dicho, el mismísimo Dios.
Hay mucho de imaginación, mucho de erudición y mucho de reflexión, siempre tamizada por la ironía, en este libro. No hay que olvidar que Herrera es el autor de Los archivos de Alvise Contarini, una verdadera historia de la música veneciana, contada por un patricio que acaso no existió –nunca lo sabremos–. Hay también un poco de impiedad ilustrada hacia creencias que en su día fueron venerables y que hoy ni siquiera se dejan recuperar por una memoria demasiado solicitada por todos los ídolos que nuestra apresurada posmodernidad conforma y destruye en un abrir y cerrar de ojos, lo que, según la sabiduría barroca aludida en alguna página de este libro, dura nuestra vida. La impresión que uno saca después de leer este puñado de historias es que el mundo era un lugar mejor cuando estaba poblado de sirenas y sibilas, de golems y Tristanes.
Mi tumba favorita es la de Dios. Creo que la delicadeza con que trata a este complejo Personaje es insuperable. En un momento dado, Herrera se pregunta: “¿Acaso Dios ríe?” La respuesta del autor es contundente. No. “Dios no está para bromas.” Y hay que estar de acuerdo, pero hasta cierto punto. Los teólogos nunca exploraron la intuición de otra autora de ficciones reales (o viceversa), Isak Dinesen, que sugiere en uno de sus ensayos que “a Dios le gustan las bromas”. Pudiera ser que la broma de Dios sea nada más y nada menos que la libertad del hombre, posibilidad en la que Herrera no se detiene al responsabilizar a Dios de las cosas que van mal en el mundo, aunque es probable que esta opinión no sea realmente la suya, sino la que se atribuye al hombre medio de nuestro tiempo, instalado en la queja y en la excusa.
Herrera hila fino en los motivos que tendría Dios para reírse de los filósofos que culminaron nuestra modernidad en la idea de que Él y ellos son lo mismo. En realidad, parece seguirse de la argumentación de nuestro autor que no fueron los filósofos los que decretaron la muerte de Dios, “para suplantarlo”, se dice, sino la desafección de los hombres, que se quedaron sin alma. Y eso es lo que lo llevó a hacerse la difícil pregunta: “¿Dónde enterrar a Dios?” La respuesta es brillante, muy brillante. Y aterradora. (No le estropeo al lector la sorpresa.)
El libro no precisa de un barniz de racionalidad, pero si alguien lo fuera a buscar, es decir, si alguien se preguntara sobre la intención del autor al escribir estos relatos, además de la de entretener con provecho, como se decía antes, le propongo que repare en las siguientes palabras: hablando de la tumba de Teseo, el ejecutor del Minotauro, escribe: “Los huesos del fundador de Atenas yacen en el subsuelo de la ciudad, bajo los estratos moderno, turco, bizantino y romano. Son en cierto sentido, lo que la realidad respecto del mito, algo situado abajo, a la profundidad del misterio.” Esto vale para el resto de las historias que contiene este volumen. Pudiera ser que lo que se nos ofrece como un manojo de relatos curiosos encerrara una filosofía de la historia o, mejor, del pasado europeo, cuyos límites son, fueron, los de sus criaturas soñadas. ~
es doctor en filosofía
por la Universidad Autónoma de Madrid y
autor, junto a Antonio López Vega, de Ortega
y Marañón ante la crisis del liberalismo
(Cinca, 2017)