Más de una vez me he preguntado por qué Simone Weil (1909-1943) no había sido admitida en la Societas Erasmiana imaginada por Ralf Dahrendorf en su libro La libertad a prueba, que su autor describe como “un viaje de exploración a las fuentes del espíritu liberal”. Nacida en la primera década del siglo XX, la pensadora francesa cumple en principio los requisitos básicos exigidos a ese puñado de intelectuales que, en la ardua circunstancia de su generación y a semejanza de Erasmo, se acreditaron como “amigos de la libertad”. También ella supo resistir a la tentación totalitaria gracias a una lúcida percepción del “fuste torcido de la humanidad”. No solo poseyó, en dosis no menor, el coraje de pensar por sí misma, sino que lo ejercitó lindando con la provocación, y si tampoco la temió, buscó la obligada soledad de quien sostiene sus ideas a contracorriente. Su apasionamiento por la razón también la preservó de dejarse cautivar por las ideologías imperantes.
He de reconocer que me hacía esta pregunta en parte movido por el secreto deseo de ganar a Simone Weil para este selecto club (si no como miembro de pleno derecho, al menos en calidad de los que Dahrendorf califica de “candidatos” o, aún mejor, de “candidatos rechazados”), aunque solo fuera por liberar su figura intelectual de enojosos clichés y aquilatarla a una luz más prometedora. Simone Weil, ¿un vástago insospechado de la cepa liberal?Ciertamente, no. Mi intención, por lo demás, no era poner en circulación nuevas etiquetas. Lo que quería era llamar la atención sobre una figura (casi) inclasificable, pero de cuya (aparente) rareza quizá cupiera extraer alguna lección razonable. Razonable como todo espíritu liberal bien entendido.
Es probable que Dahrendorf no tuviera noticia de Simone Weil, a la que ni siquiera menciona. Tampoco es descartable que esa ausencia de su relato sea deliberada. Sea como fuere, ello no obsta para dar un paso más y seguir preguntándonos por qué, a pesar de las razones aducidas al comienzo, Weil habría desentonado en la compañía de aquellos integrantes de su misma “cohorte social”, los Aron, Berlin, Popper y Bobbio, los Patočka, Adorno, Arendt y Koestler, por nombrar solo a los “erasmistas” más acrisolados. Dicho de otro modo: ¿qué hay en la práctica de Simone Weil que, aun dejando a un lado su personalidad desconcertante, no encaja del todo con determinada tipología del intelectual y no acaba tampoco de coincidir con lo que Dahrendorf caracteriza como una “ética de la libertad”? Pero ¿en qué sentido considerar entonces a Simone Weil una “amiga de la libertad”? ¿Podría el “espíritu liberal” reconocerse en ella malgré tout?
Pocos elogios de la libertad pronunciados en tiempos oscuros son más elocuentes que el de Simone Weil en sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social de 1934. Tras hacer el sombrío inventario de la civilización contemporánea en quiebra (su particular diagnóstico del “malestar en la cultura”), y después del riguroso análisis de las formas inéditas de opresión social de las que la doctrina marxista no era capaz de dar cuenta, declara: “Nada en el mundo, sin embargo, puede impedir al hombre sentir que ha nacido para la libertad. Jamás, suceda lo que suceda, puede aceptar la servidumbre; porque piensa.” En estas palabras oímos a la discípula de Émile Chartier, “Alain”. En las clases de Alain, preparatorias para el ingreso en la École Normale Supérieure, la estudiante había sostenido ya la idea de que “la única acción es el pensamiento”. “La libertad verdadera”, escribe ahora, “no se define por una relación entre el deseo y la satisfacción, sino por una relación entre el pensamiento y la acción”. Solo quien (de verdad) piensa puede disponer de sus propias acciones y, en esa medida, ser libre. La posibilidad y la dignidad de la libertad estriban exclusivamente en el pensamiento. Según esto, una sociedad libre –cuyo “bosquejo teórico” traza Weil en las Reflexiones– está fundada en la práctica del pensamiento. Podemos leer aquí entre líneas una justificación filosófica de la figura del intelectual, de aquel que, por su profesión, piensa y mueve a otros a pensar.
Alain (“radical”, dreyfusard y pacifista) había desarrollado una modalidad peculiar de intervención intelectual en sus Propos, breves meditaciones que libérrimamente, a través de temas y situaciones de variada índole, proponían cuestiones estéticas, morales, educativas y, en definitiva, políticas. “El ciudadano contra los poderes”, que sentenció que “todo el secreto reside en obedecer resistiendo”, apostaba en la práctica por una ententeentre la filosofía del espíritu y las instituciones de la Tercera República francesa. La viva imagen de este pacto es el profesor que, a los 46 años, se alista como voluntario en la Gran Guerra: sin dejar de obedecer como pacifista a los deberes del espíritu, obedece como soldado a sus deberes de ciudadano.
Es iluminador comparar esta doble obediencia con la escisión trágica de otra pacifista, Simone Weil, en la Guerra Civil española. El primer caso representa una transacción moralmente difícil pero políticamente viable en el espacio republicano. El segundo refleja la imposibilidad de cualquier conciliación en un espacio político devenido en guerra. La pacifista Weil hará la experiencia no tanto de la guerra entre los Estados como más bien de la guerra civil en sentido eminente, esto es, del conflicto universal en el que se despliega la barbarie. El contrato social está roto, como ya prefiguran las Reflexiones de 1934, que concluyen invitando a “escapar al contagio de la locura y el vértigo colectivo” para reanudar, “por encima del ídolo social, el pacto original del espíritu con el universo”. La inspiración de una libertad estoica en la patria común del cosmos sirve aquí aún de punto de fuga del programa que define la militancia de Simone Weil en el medio del sindicalismo revolucionario francés durante la primera mitad de los años treinta.
Dicha militancia obedece a una práctica dual: por una parte, una solidaridad activa en la lucha y una involucración en tareas asamblearias, culturales, educativas; por otra parte, una constante reflexión sobre los objetivos y los impases del movimiento obrero. Dando la vuelta a la famosa fórmula de Raymond Aron, más que de un spectateur engagé habría que hablar en Simone Weil de un “compromiso vigilante”. Lo expresa muy bien en un artículo clave de esa época, “Perspectivas”: “No existe ninguna dificultad, una vez que se ha decidido actuar, en mantener intacta la esperanza en el plano de la acción, aunque un examen crítico la haya mostrado casi sin fundamento; esa es la esencia del valor.” A este valor lo llama ahí “fuerza de alma y de espíritu”, encarnada, sigue diciendo, en “obreros de elite […] dispersos aquí y allá, en gran parte fuera de las organizaciones”, y dispuestos “a consagrarse por entero, con la resolución y la conciencia que el buen obrero pone en su trabajo, a la edificación de una sociedad razonable”. La articulación fundamental de esta sociedad razonable es el trabajo, o sea, la acción libre y metódica del pensamiento y la coordinación de esta acción en los distintos ámbitos de la vida social. Es la antigua aspiración marxiana de unir trabajo manual y trabajo intelectual, junto con la confianza libertaria en la autoorganización y autoemancipación de los trabajadores, la única “revolución” que, a juicio de Weil, merecería tal nombre. No es de extrañar que, en el contexto de las huelgas de 1936 en Francia, lejos de la idea de una toma del poder por el proletariado, abogase por reformar las condiciones de trabajo en las mismas fábricas: un “régimen interior nuevo” que, sin dejar de atender a las necesidades inevitables de la vida industrial, ayudase a los trabajadores a “levantar la cabeza”.
Tanto la inspiración alainiana como la libertaria predisponen a Simone Weil a un rechazo de toda forma de poder y, en especial, a una crítica de las organizaciones, empezando por los sindicatos y partidos de la clase obrera. Su análisis de la “opresión en nombre de la función” le permite identificar en la burocratización y en la tendencia totalitaria del Estado moderno procesos que labran un camino de servidumbre. Siguiendo a Étienne de La Boétie, aborda el enigma de todo orden social, “la sumisión de la mayoría a la minoría”, para descubrir en la noción de fuerza “la clave que permite leer los fenómenos sociales”. El dominio de la fuerza social no depende del número ni de la mera coacción física, sino de la mentira, la ilusión y el prestigio: de todo aquello que hace creer “a los que obedecen que alguna inferioridad misteriosa los ha predestinado a obedecer desde toda la eternidad”. Los Estados soviético y fascista, luego el “hitlerismo”, representan cristalizaciones de la fuerza, de “lo colectivo” (el “gran animal” platónico). Lo colectivo, en este preciso sentido, consiste en la cancelación del pensamiento, en la inhibición organizada de esa otra fuerza que constituye a los individuos en seres libres.
El programa de emancipación de Simone Weil apostaba por la construcción de medios humanos basados en formas de producción, colaboración y arraigo que permearan desde abajo las organizaciones e instituciones. Las pocas esperanzas que tenía depositadas en el movimiento obrero internacional se fueron desvaneciendo a medida que la política de la Komintern puso de manifiesto que la urss defendía sus intereses de Estado en vez de los del proletariado mundial. En suelo español, Weil había asistido al ensayo general de la lucha de las potencias totalitarias por la hegemonía. La experiencia española supuso para ella un desgarro al comprobar cómo “las necesidades y la atmósfera de guerra civil prevalecen sobre las aspiraciones que se trata de defender por medio de la guerra civil”. No solo fracasó el “ideal libertario y humanitario de los anarquistas”. También se perdió el límpido énfasis en la libertad, que las Reflexiones habían propuesto concebir kantianamente como una idea reguladora que sirviera no para alcanzar la “libertad perfecta” sino “una libertad menos imperfecta de lo que es nuestra condición actual”. El realismo de esta fórmula, “una libertad menos imperfecta”, valdría como lema de una ética consciente de los límites constitutivos de la libertad y vigilante de las amenazas de “cesión de libertad”, en expresión de Dahrendorf. Sin embargo, se cumple a su manera en Simone Weil la frase de su admirado T. E. Lawrence: “devoted to freedom, the second of man’s creeds”. La ética de la libertad es en ella secundaria a una “devoción” o un “credo” anteriores.
Esta otra idea reguladora, que movilizará en plena guerra mundial la práctica de Simone Weil (la resistencia espiritual al nazismo, los proyectos de intervención en el frente de batalla o los trabajos para la Francia Libre), es la legitimidad concebida como fuente del poder político, pero, además, como un determinado clima que baña la sociedad. Por un lado, frente al Estado totalitario, un poder legítimo ha de sustentarse él mismo (curiosa paradoja) en la crítica del poder. Weil habla, con regusto alainiano, de un “poder espiritual”, esto es, de un poder fundado en el pensamiento. Por otro lado, el Estado liberal no es capaz de generar la legitimidad consistente en “impregnar de luz toda la vida profana, pública y privada, sin nunca dominarla de ningún modo”. Principios como el derecho o la persona no responden a “la exigencia de bien absoluto que está siempre en el corazón de todo hombre”. Un régimen social legítimo se definirá, entonces, “menos por la libertad que por una atmósfera de silencio y atención”. De ahí también la necesidad de inventar, “por encima de las instituciones destinadas a proteger el derecho, las personas o las libertades democráticas”, otras instituciones cuyo cometido sería “discernir y abolir” lo que “aplasta a las almas bajo la mentira, la injusticia y la fealdad”. Tareas que rebasan, ciertamente, el marco de un Estado de derecho.
El legado de Simone Weil es complejo. Es una pensadora de la libertad, de la capacidad inalienable de los individuos para determinar sus vidas con la dignidad de seres pensantes. Al mismo tiempo, es una pensadora de la legitimidad, no solo porque toda libertad está sujeta a leyes, sino en la medida en que además está atada a obligaciones que conciernen al “destino eterno del ser humano”. Como declarará en Echar raíces,su último escrito para la Francia Libre, tanto la libertad como la obediencia son “necesidades vitales del alma humana”. Libertad y obediencia van juntas. La libertad sin sentido de la obediencia es fatuidad. La obediencia sin sentido de la libertad es servilismo. Entre ambas alienta frágilmente el espíritu liberal. ~
es doctor en filosofía y editor