Un nuevo mundo económico

La economía está sufriendo cambios acelerados en todos los frentes. El tiempo de las certezas, donde creíamos que muchas cosas eran seguras o inevitables, parece ahora un espejismo.
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A los pocos días de la invasión de Ucrania por parte de Rusia, Olaf Scholz, que había ocupado la cancillería alemana hacía apenas dos meses, anunciaba una serie de medidas que daban un vuelco al rumbo de las políticas seguidas por Alemania desde la Segunda Guerra Mundial. Las más notables, rearmar a su ejército y poner punto final a la Ostpolitik practicada con Rusia ante los desastrosos efectos de su dependencia energética del país agresor. Lo definió como un momento Zeitenwende, un punto sin retorno que marca el final de una época y el principio de otra. Es difícil establecer el principio del fin de esa época. Lo cierto es que la guerra de Ucrania viene a culminar una década de crisis encadenadas que han acabado con cualquier idea de continuidad lineal de los acontecimientos. Si ese Zeitenwende entraña un deseo de cambio para adaptarse a las grandes incertidumbres que nos rodean, ¿no sería deseable que ese espíritu contagiara al resto del mundo occidental? Los formidables desafíos económicos a los que nos enfrentamos así lo aconsejarían.

¿Dónde situar el principio del fin de las certezas? En la Gran Recesión de 2008-2013, el descontento social provocado por las recetas de austeridad y la ampliación de la brecha entre las rentas más altas y bajas que trajo la salida desigual de la crisis fue canalizado por movimientos populistas e iliberales que accedieron a los parlamentos europeos. En el caso de Estados Unidos, supuso la llegada de Donald Trump a la presidencia. Su política de America first le llevó a declarar la guerra comercial a China. Pero también a sus aliados europeos. Y una pata fundamental del crecimiento mundial de los últimos cincuenta años, el comercio internacional, recibió la primera patada. Los confinamientos intermitentes ocurridos durante los dos años de pandemia, 2020 y 2021, le propiciaron unas cuantas más. Y la escasez energética y de materias primas a raíz de la agresión rusa a Ucrania remató la paliza.

De forma que hoy nos enfrentamos a una tormenta económica perfecta: una inflación desbocada y una política monetaria adversa al ciclo. Y como trasfondo, un conflicto bélico que, pese a admirables reconquistas territoriales por parte del ejército ucraniano, está destinado a prolongarse. La guerra agudizará la crisis energética este invierno y aumentarán las tensiones inflacionistas. Y ello incrementará la presión sobre los bancos centrales para que suban los tipos de interés ¿Cómo procurar la estabilidad de los precios sin dañar un crecimiento que ya ha ido perdiendo vigor? Es el gran dilema al que se enfrentan las autoridades monetarias. La recuperación prepandemia, conseguida por la mayoría de las economías occidentales, no por España, sufrirá un revés. Alemania, Reino Unido o Estados Unidos no descartan ya entrar en recesión. Y si esas grandes potencias lo hacen, ¿qué pueden esperar las economías que dependen de ellas?

Los precios en la eurozona se situaban en el 5,1% en enero de 2022, un mes antes de la invasión. Un salto abismal con respecto a la inflación de los últimos diez años, que se mantuvo en el entorno del 1% a pesar de las contundentes intervenciones de los bancos centrales a uno y otro lado del Atlántico, comprando bonos y otros activos financieros a los bancos y los propios Estados soberanos. Entonces se dijo que la inflación iba a ser transitoria. Pero no fue así. El ahorro acumulado en los confinamientos disparó una demanda que la oferta no pudo atender. La interrupción de las cadenas de suministro, la lenta reactivación del transporte marítimo y la escasez de materias primas dieron al traste con la fantasía de que estábamos abocados a reproducir los locos años veinte.

Luego la agresión rusa de Ucrania puso en evidencia la dependencia europea del gas y petróleo rusos. Y desde entonces la inflación no ha parado de escalar hasta situarse hoy en el 9,1% en la eurozona o el 8,5% en Estados Unidos. Los bancos centrales están también obligados a defender la credibilidad de sus monedas. La depreciación del euro frente al dólar en los últimos meses, que ha supuesto una caída por debajo de la paridad por primera vez en veinte años, se explica por las subidas más contundentes de los tipos de interés por parte de la Reserva Federal estadounidense frente a las más tímidas del Banco Central Europeo. Y un dólar más alto solo añade presión a la inflación en Europa al tener que pagar en dólares las importaciones de petróleo y materias primas.

El bce, en cuyo consejo conviven dos almas, ha admitido las dificultades para tomar decisiones en estos tiempos de gran incertidumbre. Sus miembros más ortodoxos, liderados por Alemania, son partidarios de actuar de forma más agresiva para contener la inflación. Aceptaron a regañadientes la política de compras de activos financieros que inauguró Mario Draghi con su whatever it takes para salvar al euro, reactivada luego por su sucesora Christine Lagarde a mediados de 2020 para superar los efectos de la pandemia. Ahora exigen una vuelta al rigor fiscal como condición previa a cualquier apoyo monetario que aspire a evitar la fragmentación monetaria que trae de cabeza a Lagarde. Y van ganando la batalla.

¿Y qué hay de la política energética? ¿Aprendió el mundo de las crisis del petróleo de los setenta y ochenta? No tanto. Europa y sobre todo Alemania están sometidas al chantaje de un proveedor en el que no debían haber confiado. Y el clamoroso silencio de los gobiernos que propiciaron esa dependencia habla por sí mismo. En la primera potencia económica europea el crudo y el gas rusos representaban el 60% de su consumo energético antes de la invasión. Un tercio de su petróleo, la mitad de su carbón y la mitad de su gas dependían de las importaciones rusas. Su idea de Wandel durch Handel (promover el cambio mediante el comercio) se ha vuelto en su contra y Europa contiene ahora el aliento. Sobre todo tras el cierre indefinido del gaseoducto Nordstream 1. Aun así, Alemania ha sido capaz de reducir sustancialmente su dependencia de Rusia: la importación de crudo ruso ha caído del 35% al 12%, la del carbón del 55% al 8% y la del gas del 55% al 35%. Y ese sigue siendo su punto débil. Tras el cierre del gaseoducto que la conecta con Rusia, ¿qué hará? Según los cálculos de varias instituciones, incluido el Bundesbank, el embargo total de las importaciones de energía rusas puede provocar una caída de entre el 2% y el 6% del pib alemán.

En riesgo está no solo la prosperidad de la primera economía europea, sino también el apoyo de la Unión, hasta ahora unánime, a Ucrania en su combate contra el invasor. Por eso es tan importante mantener la solidaridad entre los países miembros y repartir los costes del ahorro energético propuestos por la Comisión Europea en espera de que la producción de energía verde tome el relevo. Porque la invasión rusa de Ucrania obliga a pisar el acelerador para lograr la deseada independencia energética. Las energías renovables son la gran apuesta europea, pero la escasez de materiales, debido a las fallidas cadenas de suministro, hace necesario embarcarse en una transición previa a la transición verde. ¿Recuperar temporalmente la energía nuclear? Ya lo están haciendo Alemania, que tiene en su gobierno a los verdes, o Japón, que vivió el trauma de Fukushima.

Se ha hablado de slowbalization o desglobalización para explicar el fenómeno de renacionalizar parte de las cadenas de suministro. O al menos trasladarlas a países más cercanos y fiables para evitar el colapso que se vivió durante la salida de la pandemia y en lo peor de la guerra comercial declarada por Donald Trump contra el mundo. El comercio internacional no solo ha sido el principal motor del crecimiento mundial en las últimas décadas, también ha sido una herramienta útil para contener la inflación por su eficacia a la hora de diversificar la fabricación ya sea de componentes o productos finales allí donde sea más competitiva. Ahora este proceso ha sufrido un revés. La inflación se resentirá. El crecimiento también.

La economía está sufriendo cambios acelerados en muchos frentes. La era de las certezas, esas que dimos por hecho con la caída del Muro de Berlín al creer que el modelo de libre mercado, base de la prosperidad de las democracias liberales, sería abrazado por todos y que la democracia se extendería al mundo entero, se ha acabado. Eso que Timothy Snyder, en su libro El camino hacia la no libertad (Galaxia Gutenberg, 2018), en el que anticipa la deriva totalitaria de Putin, llama la “política de la inevitabilidad”. La historia reciente ha demostrado la ingenuidad de esa idea. Ni el mundo se ha transformado en esa dirección ni tampoco las democracias liberales están a salvo en él. Resistir al ahogamiento económico al que Putin pretende someter este invierno a las economías occidentales, sobre todo europeas, será una prueba más a superar en esta nueva era de grandes incertidumbres. ~

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es periodista especializada en economía.


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